Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El cuarto escalón: cuento.

El cuarto escalón   

Gabriel Rolón    

Tardó un poco en abrir los ojos. Inspiró, y el aire que llenó sus pulmones le produjo una sensación de placer y bienestar que creía olvidada. Hacía mucho
tiempo que no se sentía así. Por lo general, al despertar tenía el dolor característico de las contracturas nocturnas, pero no esta vez. Muy por el contrario,
nada le dolía. Sin embargo, y aunque no podía decir qué, supo al instante que algo no estaba bien. 

Por empezar, y a pesar de que el ambiente tenía una rara familiaridad, no podía identificar dónde se encontraba. Delante de sus ojos, tres o cuatro paredes
se sucedían en forma de abanico, de modo tal que podía percibirlas todas. Un cable se extendía horizontalmente sosteniendo dos lámparas que parecían desafiar
la ley de gravedad, y un agujero vidriado le permitía ver un horizonte gris. Confundido aún, quiso girar sobre sí mismo para ver mejor, pero no pudo. Intentó,
entonces, ayudarse con las manos, pero éstas tampoco lo obedecieron. «Tranquilo», se dijo. «Esto no es más que un sueño.» 

Sus sienes empezaron a latir con fuerza, y comprendió que su corazón debía de haberse acelerado. Pero junto con esa sensación, una aun mucho más fuerte
lo sobresaltó: no sentía los latidos en el pecho. «Debo de estar muerto», pensó antes de volver a caer en un pesado sueño. Se equivocaba. No tenía tanta
suerte. 

Un aliento intenso lo despertó al tiempo que una fuerza inesperada lo sacudía. Gritó. Su cabeza quedó de costado, y pudo ver que, en realidad, se trataba
de su perro, un ovejero alemán llamado Tyson. El animal, que había escapado ante su grito, se detuvo a unos tres metros de él y lo miró extrañado. Se sentó
y se mantuvo alerta. Él intentó calmarse y evaluó la situación en la que se encontraba y, de a poco, los detalles fueron aclarándose en su mente. 

Las paredes blancas e inmaculadas, las ventanas de madera, el damero del piso y la puerta cancel que daba al hall de entrada no dejaban dudas: estaba en
el recibidor de su casa. Pero ¿por qué se veía todo tan extraño? 

Otra vez intentó mover la cabeza, y otra vez su cuerpo se negó a obedecerlo. Aun así, pudo mirar y discernir que lo que había creído que eran paredes sucesivas
no eran sino los desniveles de la planta superior, y que el agujero vidriado en la pared era en realidad la claraboya. Volvió a mirar hacia el otro lado
y constató que se encontraba tirado sobre la escalera. ¿Por qué causa había llegado a esa situación? 

Como solía hacer cuando perdía algo, intentó reconstruir los pasos anteriores en busca de una respuesta. Lo último que recordaba era haber discutido con
Inés. El motivo había sido insignificante, pero lo cierto es que la situación derivó en una pelea. 

—¿Qué es lo que querés que haga? —le había preguntado ella llorando. 

—Que me dejés en paz. Eso quiero. Que te vayas. 

No le importó ser cruel. En general, la crueldad era algo que le salía bastante bien. Era un hombre exitoso y algo solitario, al que le costaba poner límites
de buen modo. Por eso había adquirido esa forma patológica de terminar con las cosas. Llevaba todo hasta un punto sin retorno y allí lanzaba la estocada
final, sin evaluar el daño que pudiera producir en los demás. Tal vez por eso, todos los que habían pasado por su vida lo odiaban. No era una mala persona
pero, a veces, la enfermedad lastima mucho más que la maldad. 

Inés guardó en la cartera el cepillo de dientes, alguna ropa interior que dejaba para las ocasiones en las que se quedaba a dormir —que era casi siempre—,
y salió del cuarto. 

—Sos un hijo de puta —fue lo último que dijo. 

Él se quedó acostado y ni siquiera bajó a acompañarla. Después de todo, odiaba las despedidas. Un portazo le confirmó que Inés se había ido. 

Esteban la había conocido una noche, en una reunión empresarial de fin de año en una casa quinta. Tomaba algo al borde de la pileta cuando la vio sentada
en el otro extremo, mojándose los pies y con los zapatos en la mano. Era hermosa. 

—¿Y si nos vamos? —le preguntó sin siquiera acercarse. 

Ella lo miró sorprendida. 

—¿Perdón? 

—Dije si no te gustaría que nos fuéramos. La fiesta se acabó; los dueños de casa ya están borrachos, como la mayoría de los invitados, y hace rato que
esto ya no tiene ningún sentido. 

Inés fijó sus ojos en él. Qué lindos eran sus ojos. Casi lo había olvidado. Fatalidades de la rutina. 

—No lo sé. ¿Para dónde vas? 

—Adonde quieras. 

Ella sonrió. 

—¿Sabés cómo me llamo? 

—No. 

—En cambio yo sí, y sé quién sos vos. 

—No me digas… 

—Sí te digo. Esteban Melgarejo, el nuevo accionista que va a rescatar la empresa del desastre y que va a permitirnos conservar todo esto —le dijo, y con
un movimiento de su mano pareció abarcar toda la propiedad. 

Él se acercó y se puso en cuclillas. 

—¿Y vos quién sos? 

—Inés, la hija menor de tus socios, los dueños de casa borrachos. Así que supongo que tengo que agradecerte de alguna manera, ¿no? —expresó ella y le tendió
la mano. 

Esteban la ayudó a levantarse y le respondió: 

—No hace falta. Además, no me gusta lograr cosas por gratitud. La gratitud me deserotiza. 

Ella sonrió y se fue con él. Esa noche durmieron juntos por primera vez. De eso hacía algo más de dos años. Esteban se enamoró de ella al instante. Es
más, aún la amaba. Pero eso no significaba mucho, ya que siempre terminaba expulsando de su lado a la gente que quería. 

Tal vez fuera el gesto de contrariedad que el recuerdo le produjo, o quizás una mera reacción instintiva, pero justo cuando pensó en eso, Tyson se levantó
y caminó hacia él. Se arrimó y le lamió la cara. Esteban quiso correrlo, pero su cuerpo seguía inerte. Además, el contacto le hizo bien. Por los vidrios
espejados de la puerta cancel pudo ver el reloj: eran las seis y cuarto. Pero ¿de la mañana o de la tarde? ¿De qué día? ¿Cuánto tiempo llevaba en esa situación?
No lo sabía. Volvió a mirar el patio por el espejo y vio el árbol sin hojas movido por el viento. Empezaba a hacer frío, y la luz que entraba por la puerta
comenzaba a desaparecer. Sin duda eran las seis y cuarto de la tarde y, aunque el dato no tuviera demasiada importancia, se tranquilizó. 

El reloj marcaba ya las dos cuando el ladrido lo despertó y, al abrir los ojos, la oscuridad con la que se encontró fue tal que lo mismo hubiera dado mantenerlos
cerrados. Seguía en la misma posición anterior. Nada había cambiado, excepto que ahora el frío era aun mayor, le dolía la cabeza y tenía la boca seca. 

—Tengo sed —dijo, y su voz resonó en el silencio. 

Sintió miedo y quiso gritar, pero el sonido que salió de su boca no fue más que un susurro. Le pareció escuchar un ruido que venía del comedor. 

—Ayúdeme, por favor. 

El bulto que fue hacia él no necesitó de luz para moverse con seguridad. El aliento ácido le indicó que se trataba de Tyson, que acudía a su llamado sin
saber muy bien qué se esperaba de él. Tal vez por eso, luego de olfatearlo un poco, empezó a dar vueltas, desconcertado. 

—Tyson, ladrá —dijo con un hilo de voz. 

Pero Tyson no daba señales de haber entendido el mensaje. 

—Pensá, Esteban —se dijo a sí mismo como si hablara con otra persona—. ¿Qué fue lo que pasó? 

Y de a poco los recuerdos fueron abriéndose paso en su memoria. 

El portazo que indicaba que Inés se había ido de la casa lo encontró sentado en la cama, descalzo y apenas vestido con una camisa. Habían tenido sexo.
Pero entonces, ¿por qué habían discutido? Cerró los ojos y la escena pasó frente a él como si se tratara de una película. 

—¿Tanto te cuesta acompañarme? —le reprochó ella mientras se vestía. 

—Sí. Odio esas reuniones. No tengo nada que ver con esa gente. 

—Puede ser. Pero resulta que esa gente es mi familia. 

—Vos lo dijiste. Es tu familia, no la mía. 

Ella lo atravesó con la mirada. 

—¿Qué me mirás así? —continuó Esteban—. Nunca te mentí. Sabés que los detesto. 

—No, si ya sé que no te gustamos. A lo mejor es porque nosotros no encerramos a nuestros padres en un geriátrico para que se mueran solos. 

Esteban acusó el golpe. Inés hizo una breve pausa y continuó: 

—Pobre tu viejo. Qué vida de mierda. Primero la mujer que ama muere en un accidente y él queda solo con su hijo apenas nacido. Y años después, ese hijo
al que le dedicó la vida lo deposita en un asilo y no lo visita nunca más —dijo y lo miró desafiante—. Decime: ¿sabés la fecha exacta de su muerte? Digo,
porque a lo mejor, las enfermeras se dieron cuenta tarde y, como vos no estabas allí… 

De pronto Inés se detuvo avergonzada de sí misma. 

—Perdoname. Mirá en lo que me estoy convirtiendo. Yo no quiero ser así. No quiero. Esteban, por favor, no nos lastimemos más. Yo te amo. 

—¿En serio? —dijo él mientras rechazaba su abrazo—. Entonces haceme un favor. 

—¿Qué es lo que querés que haga? 

—Que me dejés en paz. Eso quiero. Que te vayas. 

—¿Estás seguro de que eso es lo que querés? Mirá que si me voy, no voy a volver nunca más. 

El silencio fue la única respuesta. 

—Está bien. Quedate tranquilo que no vas a saber nada de mí nunca más. 

Tirado sobre la escalera, Esteban esperó a escuchar el portazo, pero nada quebró el silencio de la noche. Abrió los ojos en la oscuridad a la que ya se
había acostumbrado. Estaba temblando. Y de pronto se dio cuenta de algo atroz: realmente Inés no iba a volver nunca más. Era la única persona que tenía
llaves de su casa, y eso quería decir que nadie iba a acudir en su auxilio. 

Una vez que Inés se fue, se tomó un somnífero e intentó dormir. Le hacía falta. Sabía que se había excedido con ella y estaba dispuesto a disculparse,
después de todo la amaba. Pero no iba a hacerlo ahora. Lo haría más tarde, cuando despertara. Ahora necesitaba descansar. Apagó todas las luces y el ruido
de fondo del televisor lo fue arrullando hasta que, de a poco, se quedó dormido. 

Un par de horas después, un ruido proveniente del comedor lo despertó. 

—¿Quién es? —preguntó elevando la voz. 

Nadie respondió. Aún bajo los efectos del somnífero, se levantó y caminó torpemente hasta la escalera. Al llegar se detuvo y volvió a preguntar. 

—¿Inés, sos vos? 

Pero todo era silencio. Suspiró molesto, se tomó de la baranda y descendió hasta el descanso. Desde allí podían verse el patio, el living y parte de la
cocina. No parecía haber nadie. Seguramente Tyson había provocado el ruido. Se dio vuelta para volver a la cama, pero se detuvo. Se conocía bien y sabía
que no iba a poder dormirse otra vez si no constataba que, efectivamente, nadie había entrado en la casa. De modo que encaró el primero de los doce escalones
que conducían abajo. Pero apenas unos escalones después, pisó algo que no pudo distinguir, y perdió la estabilidad. Cayó de espaldas y se desbarrancó hasta
quedar desmayado antes de llegar al piso. 

Si no hubiera estado bajo los efectos del psicofármaco, quizás hubiera podido intentar alguna maniobra defensiva, pero no lo hizo y, en la caída, el cuarto
escalón lo golpeó a la altura de la séptima vértebra cervical y cortó para siempre toda ligazón entre su cuerpo y su cerebro. Esteban jamás volvería a
ponerse de pie, ni a caminar, ni a disfrutar de los placeres del sexo. Pero ojalá eso hubiera sido lo peor que le esperaba. 

Tyson se levantó y buscó algo debajo de la escalera. Era un hueso de cuero. Esteban lo vio y supo que eso era lo que había pisado al descender. Lo miró
con un odio irracional. 

—Hijo de puta. Fuiste vos. 

El perro ni siquiera reaccionó, concentrado como estaba en morder con voracidad el hueso. «Al menos —pensó Esteban— Tyson podía moverse y tenía qué comer.»
Y una sensación de temor que no pudo racionalizar se apoderó de él. 

El ruido del perro arrastrando el pote en el que habitualmente tomaba agua lo despertó. Era algo que él mismo le había enseñado. No podía estar en tantas
cosas a la vez todo el tiempo, de modo que Tyson debía colaborar. Así fue que aprendió a pedir agua y comida cuando lo necesitaba. El perro se sentó, ladró
y el pote rodó por el piso. 

—No puedo —murmuró angustiado. 

Tirado sobre la escalera, Esteban evaluó su situación. Era más que evidente que sufría una parálisis de su cuerpo, pero ésta podía ser total o parcial.
En el primer caso, sólo le quedaba esperar el milagro de que alguien lo descubriera antes de que muriera deshidratado. Si en cambio la lesión era parcial,
quizás habría alguna esperanza para él. No lo sabía. 

Hacía mucho frío, y las sensaciones de hambre y sed no habían desaparecido. Por el contrario, eran insoportables, lo cual significaba que las terminaciones
nerviosas no se habían cortado del todo. Entonces, quizás esto que le ocurría fuera sólo algo pasajero. Tuvo un asomo de esperanza, pero no duró demasiado. 

El reflejo de la luna en los vidrios espejados atrajo su atención y se sobresaltó porque, al mirar, la imagen de un desconocido se reveló con toda claridad.
Pero a pesar del miedo, comprendió que tal vez no fuera tan malo no estar solo. Hubiera querido darse vuelta para enfrentarlo, pero ya sabía que eso no
era posible. Al menos, no por ahora. 

No sabía quién era ese hombre, pero tampoco le importaba. Si era un ladrón, que se llevara todo. Estaba dispuesto incluso a darle la combinación de la
caja fuerte. Había mucho dinero, pero eso ya no significaba nada para él. Lo único que quería era que el desconocido, antes de irse, llamara al 911. Estaba
muy lastimado y sabía que, si no recibía ayuda pronto, iba a morir. 

Volvió a mirarlo sólo para comprobar que el hombre no se había movido de su sitio. El rostro barbado y delgado lo observaba con atención. 

Intentó hablarle, pero su voz se quebró y se puso a llorar. Sin embargo, no obtuvo más respuesta que el silencio. Atraído por su llanto, Tyson se acercó
y lo lamió, y Esteban comprobó que las cosas estaban aun peor de lo que pensaba. En el espejo vio cómo el perro lamía al desconocido y comprendió tres
cosas: que estaba solo, que ese rostro delgado y barbudo era el suyo, y que eso significaba que hacía mucho tiempo que yacía tirado en la escalera de su
casa. 

La situación parecía ser la peor. Pero no era así. El verdadero infierno aún no había comenzado. 

No volvió a dormirse. Cada vez que buscaba el reloj a través de los vidrios de la puerta, que se habían transformado en su único contacto con el mundo,
encontraba su extraño rostro y las agujas perezosas. Y aunque el tiempo parecía no pasar, sabía que no era así: su sensación de debilidad era cada vez
mayor y su confusión aumentaba, casi tanto como el hambre. Aunque lo peor de todo era la sed. Sentía un ardor insoportable en la garganta y ya le costaba
separar los labios pegados y pastosos. 

Escuchó el sonido de la lluvia incipiente e intuyó que algunas gotas comenzaban a caer. Sonrió involuntariamente. Siempre le había gustado la lluvia, por
eso se había hecho construir un patio interno y descubierto en medio de la casa. Además plantó allí un árbol, cuya copa asomaba por la ventana de su cuarto.
Parecía algo desubicado, sin embargo le daba al ambiente una belleza particular y, además, como siempre lo había querido, cuando llovía, llovía adentro.
Como cuando era chico. 

A los pocos minutos, la llovizna se hizo lluvia y la lluvia, tormenta. Escuchó el viento y los truenos y vio reflejados los relámpagos. La sensación de
sed aumentó. Estaba seguro de que si tan sólo pudiera abrir la boca debajo de la lluvia, eso lo calmaría, pero no podía. 

A Tyson, en cambio, lo asustaban las tormentas. Desde cachorro había sido así, por eso se acurrucó debajo de la escalera y se envolvió en su propio cuerpo.
Esteban hubiera querido abrazarlo, decirle que no tenía nada que temer. La lluvia era algo hermoso y él hubiera dado cualquier cosa por sentir cómo mojaba
su cuerpo una vez más. Recordó que Tyson había aprendido también a abrir la puerta del patio y eso le dio un motivo de distracción. 

—Tyson, afuera —le ordenó con su voz casi inaudible. 

El perro levantó las orejas y lo miró. Lentamente salió de su escondite y se dirigió al patio. Al llegar a la puerta vidriada volvió a mirarlo para asegurarse
de que realmente su amo le pedía que saliera a la tormenta. Esteban lo vio por el espejo y repitió: 

—Afuera, Tyson… Afuera. 

Tras un momento de duda, la parte domesticada del ovejero venció al instinto y de un salto colocó sus patas sobre el picaporte y la puerta se abrió de
golpe. Dudó antes de hacerlo, miró hacia arriba, y al final salió al patio con desgano. Dio un par de vueltas alrededor del árbol y orinó. Después pasó
su lengua desesperadamente por el piso intentando calmar su sed, volvió a entrar y se sacudió. Algunas de las gotas de agua cayeron sobre el cuerpo de
Esteban, pero no llegó a percibirlas. 

Con la puerta del patio abierta, podía escucharse mejor el sonido de la lluvia, y eso era hermoso, pero el viento que entraba enfrió la casa en un segundo.
Esteban pensó que tanto frío iba a matarlo y, en ese momento, decidió que no iba a entregarse sin luchar. Tal vez había aún una oportunidad antes de abandonarse
pasivamente a una muerte que parecía inevitable. Quizá, si lograba que Tyson se acostara sobre él, el cuerpo del animal podría darle un calor que le proporcionara
algunas horas más de vida. Se dijo que, al menos, debía intentarlo. 

—Tyson, vení —murmuró. 

El perro apenas si levantó la cabeza y se quedó mirándolo fijamente. Y de pronto, sin que mediara ninguna explicación, Tyson gruñó de esa manera desafiante
con la que los perros presagian una pelea. Los grandes colmillos quedaron a la vista y el rostro tierno y juguetón dio paso a la imagen lobuna del ovejero. 

Esteban sintió miedo. No podía ser. Tyson siempre había sido un perro tranquilo y obediente. Demasiado acachorrado, incluso, para los seis años que tenía.
Sin embargo allí estaba, mirándolo de manera fija y amenazante. ¿Qué podría haberle pasado? 

Sólo le llevó un instante encontrar la respuesta. En definitiva, a Tyson no le pasaba nada que no le ocurriera a él. Hacía días que estaba encerrado, estresado,
tenía sed y, lo que era peor, tenía hambre. 

A partir del surgimiento de esa idea, toda su atención se centró en el perro, hasta el punto tal de resistir al sueño, lo cual le produjo un agotamiento
que iba terminando con las pocas fuerzas que le quedaban. 

El reloj marcaba las nueve. La mañana había vencido a la noche una vez más, pero la tormenta continuaba furiosa. 

De pronto Tyson se puso de pie y volvió a gruñir. En las últimas horas había estado inquieto y no dejaba de mirarlo. No obstante, esta vez se dirigió a
la puerta cancel y la arañó intentando abrirla. Un ruido que provenía de afuera lo enojó aun más y movido por la frustración se agazapó y ladró. Era el
sonido de algo que se arrastraba intentando entrar a la casa. Esteban tuvo la imagen del villano de Terminator 3, aquel robot que podía licuarse para tomar
luego su forma inicial. Pero sabía que eso era una locura; aunque si lo pensaba bien, todo lo que le estaba ocurriendo era una locura. 

Intentó identificar el origen de ese ruido casi como un ejercicio para mantener sus funciones cerebrales con vida e instantáneamente lo supo. Con esa certeza
que a veces nos invade y que no deja lugar a dudas. Era el chico del quiosco de revistas de la esquina, que intentaba pasar por debajo de la puerta la
entrega semanal. Se trataba de unos fascículos coleccionables sobre mitología universal. Si la memoria no le fallaba, esa semana era el turno de los mitos
nórdicos. Podía recordarlo porque lo había estado esperando con especial interés. La gesta de Odín y sus hijos enfrentando a los gigantes. Él admiraba
especialmente a Thor, el Dios del Trueno, quizá porque había alimentado su fantasía de niño bajo la forma de dibujos animados. Después, la lectura le había
dado los elementos necesarios para convertir aquel gusto infantil en un disfrute poético. 

Pero lo que más lo atrajo fue constatar que, a diferencia de las religiones monoteístas, los dioses paganos se parecían a los hombres. Los había de todas
clases: fuertes como Thor, heroicos como Valder o traidores como Loki. Lo mismo ocurría con la geografía celeste. En definitiva, los hombres siempre han
construido los infiernos a la altura de sus miedos. Por eso, para los nórdicos el infierno no era un mundo de fuego, sino de hielo. Para él, por ejemplo,
el infierno era ahora un lugar frío donde los condenados no podían mover sus cuerpos. Tyson volvió a gruñir amenazante y Esteban pensó en el lobo Fenris.
Era evidente que, cada vez más, su demonio personal iba tomando la forma de su perro. 

La vibración que produjo la puerta de calle lo sacó de sus pensamientos. Si su hipótesis era cierta, eso quería decir que a cuatro metros de él estaba
la salvación. Jamás le había prestado la menor atención al chico que repartía diarios, más allá de alguna propina ocasional. Pero ahora era como uno de
esos dioses que podían liberarlo de sus ataduras y salvarlo de una muerte segura. Sólo tenía que gritar, pero al intentarlo, se dio cuenta de que ya no
tenía fuerzas para hacerlo; por eso, lo que pretendió ser un grito de auxilio fue apenas un hilo de voz casi inaudible. De todos modos, siguió intentándolo
en vano, hasta que dejó de escuchar el ruido, lo cual indicaba que el fascículo ya estaba en el piso del hall de entrada y que el Joven-Dios-Repartidor
viajaba rumbo a otra misión sin haberlo escuchado. Una oleada de angustia le subió hasta la garganta y lloró. Tyson se le arrimó con gesto confuso. 

—Fuera —le ordenó temeroso, pero el perro no se movió de su lado. 

Esteban apretó los ojos deseando la muerte y, en ese mismo instante, un nuevo ruido lo sobresaltó. 

«Es el timbre», pensó. «El chico me escuchó y viene a ayudarme. Estoy salvado.» Después de tantos días de horror, una sonrisa le iluminó la cara, aunque
la euforia le duró apenas unos segundos. 

Tyson siempre se abalanzaba contra la puerta cuando sonaba el timbre, pero esta vez apenas si giró la cabeza, aunque el ruido no cesaba. Comprendió, entonces,
que ese timbre no era el de la puerta, sino el del teléfono. Después de tres timbres, arrancó el contestador automático y escuchó la voz de Inés. 

—Hola. Imagino que no querés atenderme. Yo tampoco quiero molestarte, pero necesito algunas cosas que dejé en tu casa. Llamame, por favor. Si no, mañana
paso a buscarlas. Si no estás, todo bien. Entro con mi llave, saco mis cosas y te las dejo arriba de la mesa… Bueno, chau. 

Después de un breve silencio, y tal vez movido por la esperanza, su mente comenzó a aclararse. Si el chico del quiosco había pasado a dejar el fascículo,
eso quería decir que era sábado. La discusión con Inés había sido el miércoles, entonces hacía algo más de tres días que estaba tirado en la escalera.
Tres días sin agua y sin comida. Seguramente estuvo desmayado mucho tiempo hasta reaccionar, de allí que hubiera perdido la noción del tiempo. Pero ya
estaba. Le faltaba resistir tan sólo un poco más. Mañana vendría Inés, abriría la puerta, lo encontraría, llamaría al médico y lo salvarían. Sólo un día
más. 

Se sentía muy débil y eso lo asustó. La comida no era un problema. Un hombre podía vivir más de veinte días sin comer, pero no sin tomar líquido. A lo
sumo soportaría cuatro o cinco días, si estaba muy entrenado. Y eso significaba que se acercaba al límite de su resistencia. ¿Aguantaría un día más? 

Mientras reflexionaba sobre esto, Tyson empezó a gruñir de un modo salvaje y desesperado. Los ojos enrojecidos y los colmillos amenazantes. Por el costado
de su boca un largo hilo de baba mojaba el piso. 

—Aguantá… Falta poco. 

Pero todo hacía pensar que para el perro el tiempo de la tolerancia había llegado a su fin. Seguramente él no había tenido la gracia de las horas de inconsciencia;
el hambre y la sed habían acabado con todo resto de urbanidad y su instinto de supervivencia le indicaba que sólo había un alimento disponible: Esteban. 

Lo vio acercarse con los pelos parados y un gesto feroz. 

—No, Tyson… No —suplicó. 

Pero lejos de obedecerlo, Tyson subió los escalones que los separaban y se arrojó con un aullido asesino. 

Quizá fuera el hambre, la desesperación o sólo un error de cálculo; lo cierto es que, en el ataque, Tyson siguió de largo y su cuello quedó a la altura
de la boca de Esteban. 

Si hubiera pensado en lo que estaba por hacer, posiblemente no lo hubiera hecho, pero también en él un cierto instinto de conservación lo incitó a pelear.
Cerró los ojos y apretó los dientes contra el cuello del animal, que rugió de dolor e intentó liberarse de esa mordida asesina. Pero Esteban no iba a soltarlo.
Su vida dependía de eso. Tyson siguió peleando y gruñendo durante un tiempo que pareció eterno, hasta que sus gritos se fueron volviendo un gemido y sus
movimientos se hicieron más débiles y más lentos. 

En ese momento Esteban recordó el día en el que lo habían traído a su casa. Era apenas un peluche que temblaba en sus manos. Y mientras apretaba sus dientes,
pensó que su relación con Tyson era lo más parecido a una familia que había podido construir en toda su vida. Por eso, cuando sintió que ya no se resistía,
lo soltó. El perro apenas se movió y lo miró por última vez, como buscando una explicación a lo sucedido y, luego de algunas breves convulsiones, dejó
de respirar. 

Los ojos enormes y hermosos del ovejero quedaron abiertos, aunque habían perdido la mirada casi humana que siempre lo conmovía. Esteban empezó a llorar
y en ese momento supo que jamás volvería a querer a nadie como quiso a Tyson. Lo que había hecho era horrible, pero no le había quedado ninguna otra opción.
Ahora era cuestión de esperar hasta el día siguiente, con el cadáver del perro sobre su cuerpo como abrigo. 

La sangre de Tyson cayó sobre sus labios y, en un gesto primitivo, la bebió. No tuvo asco. Por el contrario, su cuerpo experimentó una sensación de placer
al sentir cómo un alimento líquido ingresaba después de tanto tiempo. Pensó en el Cristo y en la comunión, en la amistad y en la vida eterna, y tuvo la
sensación de que había enloquecido. 

Sin querer, sus ojos captaron la escena reflejada en los vidrios de la puerta y se sobresaltó. El cuadro que encontraría Inés sería horrible, pero aun
así, se había salvado. Y fue entonces, mientras soñaba con esta salvación, cuando un aliento repugnante le susurró en la cara. 

—Gracias por sacar a esa bestia del medio. Ya era hora de que vos y yo conversáramos a solas. 

«No puede ser», pensó aterrorizado. «Aquí no hay nadie. Me estoy volviendo loco.» Sin embargo, contradiciendo a su razón, la voz volvió a sonar en su cabeza:
«Qué bueno volver a hablar un rato con vos». 

Una furtiva mirada al espejo le alcanzó para comprobar que seguía tan solo como antes. Aunque una idea lo sobresaltó. Desde chico había sido amante de
los cuentos de vampiros y aparecidos, y había aprendido que los muertos no se reflejan en los espejos. ¿Un muerto? Eso no era posible. Lo sabía. Tenía
que resistir el embate del delirio. Pero, como si pudiera leer su pensamiento, la voz reapareció. 

—Lo que no dicen las novelas es que les tememos a los perros. Los gatos son amistosos y disfrutan de nuestra compañía. La gente los ve extasiados en un
rincón y creen que están solos en su mundo; no saben que están con nosotros. Creen que son sus mascotas cuando en realidad son las nuestras. Todo muerto
elige un gato, lo visita y lo acaricia. Es para no sentirnos tan solos, ¿sabés? En cambio los perros… La creencia popular es que, en las noches, ladran
a la luna y que aúllan de miedo en los velorios o en los cementerios. Mentira. Nos ladran a nosotros, y sus aullidos no son de miedo, sino de furia. Odian
nuestra presencia, nuestro olor. ¿No viste cómo se me abalanzó ni bien me acerqué a vos? 

Esa frase final quedó resonando en su mente. Si lo que la voz le decía era cierto, eso significaba que Tyson no había embestido contra él; al pensar en
esto, un sentimiento de culpa y de dolor le recorrió el cuerpo. ¿Cómo había podido pensar siquiera que el animal era capaz de atacarlo? Por el contrario,
ese perro era capaz de morir con tal de defenderlo. 

—Seguro —le confirmó la voz—. Por eso, desde que llegué, se puso inquieto y agresivo. Temía que viniera a lastimarte. Y mirá vos cómo son las cosas… Él
quiso protegerte y vos lo mataste. Pero te mentiría si dijera que eso me sorprendió. Después de todo, vos siempre fuiste un desagradecido. 

Algo en la inflexión de esa voz le resultó familiar y, como quien descubre algo que en realidad siempre supo, la reconoció. Era la voz de su padre. Esteban
hizo un silencio largo, peleando con su razón, que insistía con que eso no era posible. Pero la voz de su padre interrumpió sus pensamientos una vez más. 

—Veo que me recordás. Yo también te recuerdo. De chico eras tan dulce, tan inteligente. ¿Sabés? Cuando nos quedamos solitos, todos me decían: «Augusto,
no vas a poder con todo vos solo». Pero yo sabía que sí iba a poder. ¿Y sabés por qué? 

Hubiera querido negar con la cabeza. Imposible. Tampoco dijo nada. 

—Porque vos eras mi hijo y te merecías todo mi esfuerzo. Y tal vez ése fue mi error: vivir solamente para vos. No volver a casarme ni tener más hijos.
Pero es que tuve miedo de que ninguna mujer te quisiera lo suficiente y de que otro hijo me quitara tiempo para cuidarte. No podía permitírmelo. Ése era
nuestro acuerdo tácito. Ser el uno para el otro —dijo, e hizo una pausa antes de continuar—. Y yo pensé que había cumplido. 

La voz sonó triste y apesadumbrada. Esteban, por un momento, se había olvidado de su situación y estaba concentrado en el relato de su padre. Recién ahora,
al escucharlo, se daba cuenta de cuánto lo extrañaba, y tuvo la necesidad de aliviarlo. Sin embargo, no comprendía el porqué de esa duda. 

Claro que su padre había cumplido: le había dado una vida feliz y lo había ayudado a llevar adelante todos sus sueños. Esteban siempre sintió que había
tenido el mejor padre del mundo. 

En medio de su nebulosa, por un instante, todo fue silencio. Hasta que, apenas unos segundos después, la voz de su padre sonó aun más furiosa y atronadora
que la tormenta que caía sobre la casa. 

—Y entonces… ¡¿Por qué me hiciste eso?! 

Esteban sintió que ese grito tenía peso, parecía que se le había depositado en el pecho. No entendía. Siempre había amado a su padre con devoción. Entonces
¿qué era lo que le había hecho? 

—¡Me dejaste morir solo! ¿Vos sabés lo que es morirse solo? 

Esteban apretó los ojos y sintió cómo unas lágrimas empezaron a mojarle la cara. Lo que la voz decía era cierto. Cuando su padre empeoró y perdió la conciencia,
víctima de los efectos del cáncer y la morfina, no pudo volver a verlo. Pero —intentó una disculpa consigo mismo— ¿qué podía hacer? Si, incluso, los mismos
médicos le dijeron que no valía la pena que fuera a verlo, que su padre ya no se daba cuenta de nada. 

—¿Y qué mierda saben los médicos? —preguntó la voz—. Ellos miran sus máquinas y confirman que el cuerpo ya no tiene más conciencia del dolor. Pero ¿y el
alma? Allí se les acaba la ciencia. No saben cómo es esto de morirse. Pero yo sí. Y te lo voy contar. Para eso vine. Así que escuchame bien. 

La voz de Augusto hizo una pausa y Esteban sintió que le daba ese tiempo para subrayar la importancia de lo que iba a decirle. 

—Cuando el cuerpo dice basta, cuando parece que uno ha dejado de sufrir, es cuando empieza el verdadero dolor. Sentís que una fuerza intenta desprenderte
de tu cuerpo y vos, en vano, intentás aferrarte. Pero esa fuerza es demasiado grande, y te despega haciéndote hilachas, sin sangre, sin rastros visibles,
sin que nadie se dé cuenta de lo que estás sufriendo. Y sólo una cosa puede aliviarte un poco. 

La voz se detuvo como si estuviera considerando lo que iba a decir. 

—Que alguien te dé la mano o te acaricie, o simplemente llore a tu lado. ¿Y sabés qué? Nadie hizo eso por mí. Por eso morir me dolió tanto. 

En medio de la noche se escuchó un trueno. A Esteban no le importó, e intentó aferrarse al último resquicio de razón que le quedaba. «Es la culpa —pensó—,
sólo eso.» De todas maneras, la angustia lo ahogó. Esteban tosió y, en medio de esa situación extrema, apenas una palabra vino a su mente: «perdoname». 

Unos instantes después, ya más calmada, la voz de su padre volvió a hablar en su cabeza. 

—No. No me pidas perdón, si no vine a juzgarte. Vine a cumplir mi última responsabilidad con vos. A enseñarte cómo morir. Ésa es una obligación de los
padres, ¿sabés? Pero como vos no estuviste a mi lado en ese momento, no pudiste aprender. Por eso es que vine. Para que no te sorprenda la muerte sin saber
qué hacer. 

Esteban intentó hablar, aunque ya no podía pronunciar palabra. 

—Escuchame bien, que no nos queda mucho tiempo. Tenés que resistir la tentación del miedo, porque los cobardes van al infierno. Y si eso ocurre, no vamos
a vernos nunca más. 

Esteban se estremeció. Si lo que decía su padre era cierto, eso significaba que se iba a morir, pensó aterrorizado. 

—Sí. Te vas a morir. Por eso estoy aquí, de otro modo no me hubieran permitido hablar con vos. 

Un débil aullido de horror se sumó al llanto de Esteban. 

—No, no llorés. Aguantá que falta poco. Mirá, yo te daría la mano, pero el contacto de un muerto lo hace todavía peor. Además, no tenés de qué quejarte.
Después de todo, no fue una vida tan mala. 

Esteban sintió cómo el aire se negaba a entrar en sus pulmones y se desesperó. 

—Tranquilo —le dijo su padre—, no te resistas. 

Tuvo miedo. Y una única idea cruzó su pensamiento: que su padre —alucinación o realidad— siguiera hablándole hasta el final. 

—No puedo, Esteban. Me encantaría quedarme hasta que te durmieras para siempre —dijo la voz, luego de escuchar su deseo—. Como cuando eras chiquito, ¿te
acordás? Pero tengo que irme. Vos también, como yo, vas a morir solo. Aunque antes quiero decirte dos cosas nomás. La primera es sobre tu mamá. 

La voz hizo una pausa interminable. 

—Te mentí, Esteban. Tu mamá no murió. Es más, vive todavía, no muy lejos de aquí. Te la cruzaste tantas veces en la calle… No voy a contarte quién es.
Sólo voy a decirte que se fue ni bien naciste. ¿Y sabés por qué? Porque no quiso saber nada de vos. Te odió desde el instante en el que supo que estabas
en su vientre. 

El rostro de Esteban, casi inmóvil ya, tenía un gesto de profundo dolor. 

—Y la segunda es que jamás te voy a perdonar lo que me hiciste. Qué cosa… Pensé que esta situación iba a conmoverme, pero la verdad es que ni aun ahora,
que te veo así, puedo absolverte. Yo te amaba. Y vos lo arruinaste todo. 

Un líquido blancuzco empezó a caer por las comisuras de la boca de Esteban. Con las pocas fuerzas que le quedaban, besó la cabeza del perro. Empezaba ya
a constatar que estar muerto duele, y un abismo de horror se abrió ante él cuando dejó de respirar. 

Inés introdujo la llave. Había tocado timbre dos veces sin que nadie la atendiera, de modo que dio por descontado que Esteban no estaba. Abrió la puerta
con dificultad. Bastó sólo eso para que lo viera y pegara un grito: Esteban yacía sobre la escalera. Encima de él, Tyson parecía abrazarlo, como intentando
protegerlo. Quiso acercarse, pero un ruido extraño la detuvo. Miró hacia el ventanal y vio que, sobre la mesa del patio, un enorme gato negro ronroneaba
extasiado, como si por fin, después de mucho tiempo, hubiera encontrado un hogar. 

GABRIEL ROLÓN nació en Buenos Aires, en 1961. Se graduó como psicólogo en la Universidad de Buenos Aires, donde se especializó en psicoanálisis. Su participación
sostenida en programas de radio y televisión —Tarde negra, La venganza será terrible, Todos al diván, RSM—, así como los sucesivos cursos que ha dado,
entre otros lugares, en la Librería Clásica y Moderna, le han permitido acercarse a un público variado, que luego se ha contado entre sus numerosos lectores.
En 2008 condujo sus propios programas: Noche de diván (Radio Mitre) y Terapia (única sesión) (América TV). Su primer libro, Historias de diván (2007),
fue un éxito de ventas sin precedentes en la Argentina y se editó también en Brasil, México y España. En 2009 tuvo similar suerte su segundo libro, Palabras
cruzadas. En 2010 debutó como narrador ficcional con su novela Los padecientes, un thriller psicológico que se convirtió de inmediato en best seller. Su
último libro, Encuentros. El lado B del amor, publicado en 2012, también tuvo una magnífica recepción.