Texto publicado por Belié Beltrán

LA MUERTA

"Este relato lo escribí hace unas semanas, ojalá y les guste. Es una especie de broma literaria"
LA MUERTA

“Todavía no estaba viviendo con una buena combinación de gente y soledad”. Pedro Juan Gutiérrez.

Lo cierto es que con o sin razón los escritores nos odian. Sábato, H. g. Wells, el pana del Lazarillo de Tormes; hasta Benedetti desearía colgar de los párpados a los ciegos. Podría decir entonces, que escribir significa odiarnos. Puede que si lo digo tenga razón; y puede que por eso en ocasiones me odie. No hay que entrar en demasiados detalles.
Además de un ciego odioso y quizás odiado, soy necrófilo. Hay otras cosas que soy y puedo ser, pero hoy hablemos sólo de esas dos.
Descubrí mi placer con los cadáveres en uno de esos tantos encuentros literarios. Ya saben: un grupo de escritores de dudoso valor lee sus textos, da conferencias, habla de música y en las noches singa cuanto puede con quien puede. En esos días la literatura se resume a la capacidad de singar y beber; quizá leer un poco. Yo pude ir al encuentro no recuerdo mediante que colecta o cómo; por eso no llevé a la novia. Claro, un artista no pega con novia; pero es que yo nunca encajo en parte.
El grupo se alojó en un centro académico, desde el viernes. Yo me integré el sábado en la mañana. Estuve todo el día desorientado. A falta de ron o algo fuerte, en todo momento tuve un vaso de café y los oídos atentos. La noche, como otras tantas no me guardaba sorpresas, tampoco yo a ella.
La muerta andaba con sus textos al hombro; cuentos de mundos paralelos, cargados de cursilería y sangre. A penas nos dirigimos la palabra; un par de moscones, según ella, le perseguían.
La conocí entre un vaso de café y uno de ron la semana anterior al festival. Estuvimos hablando durante un rato sobre su tendencia vampira, sus juegos imaginarios y algún affaire con la esquizofrenia. Me gustaron sus manos, también la sensación de sangre agotada que me transmitía su voz. No sé explicarlo, los ciegos percibimos en imágenes extrañas.
La muerta andaba con el novio de turno o algo así. No me di por enterado; en ese entonces era un escritor que hoy se suma a los que odiamos los ciegos. Él no la acompañó al festival.
Lo admito, me aburría, salvo comerme las uñas y beber café a las nueve de la noche no tenía nada mejor que hacer. Un pana que llegó después de mí encontró una loca que le habló de ezdra Ponz, le hizo una mamada y lo llevó a dormir temprano. En otros corros había una cacería que limitaba el trato con cualquiera.
De todos modos me gustan las noches frescas, odio el bullicio y prefiero odiarme en solitario. De manera que estaba sentado en una jardinera, creo que sin saber que ella andaba por ahí, o no sé. Terminé hablando con la muerta sobre los mismos mundos paralelos, los mismos vampiros y la misma esquizofrenia; pero disfrutaba la conversación.
La jardinera empezó a llenarse de gente. Los escritores a pasarnos emparejados por el frente; nos fuimos a un lugar más tranquilo, casualmente más escondido.

II
Siempre he pensado que al novio no le dolió tanto la cornamenta como el torero. En los reclamos que hizo ante la tumba de la difunta, le gritaba que era una puerca, sucia y otras noblezas. Claro, de mí también le habló; creo que me llamó fenómeno. Y según me contaron después, dijo: No pudiste acostarte con un hombre, tenía que ser con un ciego.
El niño se puso intenso. Es lo malo que tienen los escritores, se van a los extremos y luego no hay modo con ellos.
Con la muerta todo quedó ahí. Bueno, ahí durante un par de semanas. Ese polvo me costó una novela de meses, una de esas historias televisa Niños, o sea, mucho drama y cero sexo.

III

Los asistentes del festival tomaron poco a poco sus rumbos. Salvo los moscones y otro par de desvelados nadie andaba por ahí.
Me gusta jugar y tocar; esos dos verbos los conjugo siempre. Los conjugué con las manos de la muerta. Estaban frías, ella empezaba a helarse. Hablábamos de las percepciones de los ciegos; de ahí surgió la imagen de una cereza dibujada en su lengua. Le propuse probarla, se dejó
Mientras probaba la cereza imaginaria escuché los moscones. Quiero verte con las manos le dije. Después a lo Cortázar: Toco tu boca.
En determinado momento, entre los moscones asomándose por una esquina y mi boca besándole una teta, terminé con su panti en un bolsillo. Habló poco, monosílabos; me encojonaba en serio. Se dejaba masturbar, me abrazaba, se dejaba besar. Su pelo corto era suave.
Uno de los moscones pasó cerca de nosotros, dijo en voz baja algo, siguió hacia los dormitorios. Sé que lo hizo a propósito, con toda la mala fe del mundo.

IV

En principio el novio de la muerta no dijo nada. Exhibió con orgullo sus cuernos sin hacer más que algunos avances. Todo pasó, supongo que compró algunos crisantemos para la difunta, la verdad no me importa demasiado.
Pudo haber quedado ahí de no detonar cierto día. Vamos, esta historia cada vez más parece sacada de Televisa, pero en realidad los seres humanos son personajes de novelas mexicanas; por eso no dan buenas historias.
La novia que tenía en esos meses me llamó con Lorena Bobby en la sangre. Teníamos casi tres años de pleitos, poemas y cenas de treinta pesos; o sea, nos queríamos.
Me exigió que entrara en su facebook, que viera una conversación sobre el festival y que aclarara las cosas. Acusé todo a un mal entendido, prometí un par de explicaciones y hablamos sobre peluches, no sé por qué.
Soy fanático de dormir durante el día. Puedo estar toda la mañana y la tarde durmiendo. Como ya había aclarado todo con la novia, pretendía invernar, pero la alarma volvió.
El pana le envió copia de todas las conversaciones que tuvo con la muerta. Mensajes y mensajes sobre detalles que yo no recordaba; incluso lo del panti en los bolsillos. Ante lo evidente sólo quedaba tomármelo con hielo.
Reconocí culpas, prometí, descansé un poco. Durante unos días las cosas anduvieron mal, pero en fin, Lorena Bobby abandonó ese cuerpo.

V.
NO sé de un polvo que me haya costado tanto trabajo a pesar de la gevita estar dispuesta. Hablábamos, nos besábamos, le metía varios dedos en la vagina; coño ¿qué más quería? Cuando trataba de encajarla no se dejaba.
Por culpa de los moscones nos fuimos a un pasillo desolado, cercano a unos escalones que bajaban al patio. Ella estaba de pie, con las piernas abiertas y mis dos manos dentro. Me asombraba como podía tener tantos dedos en su interior, cómo dentro se abría una suerte de galería ovalada.
Me harté de joder; no soporto las estrecheces innecesarias para singar. Me puse de pie y caminé hacia el final del pasillo: si no quieres venir hazlo, si no, quédate ahí; me alcanzó.
Recordé penetrándola que me gusta el sexo tanto como me aburre. Habló un poco más que antes, me mordió el hombro, le mordí el cuello. Imaginen la luna, la brisa, su vestido alzado hasta la cintura y lo jodidamente incómodo que es singar en unos escalones. La magia huye con la mierda; sobre todo al pensar que el pene que jugaba a Buscando A Nemo nadaba en la misma pecera que yo metí las dos manos.
Se le irritó la vagina, no quiso seguir; ya el erotismo se me había ido con la magia. Terminamos contándonos cosas en los escalones. Poco antes habíamos dado a los moscones y a otros interesados algunas buenas postales para el novio.

VI
En una feria del libro, medio borracho, acepté por primera vez haber practicado la necrofilia. Uno de los amigos con los que estaba bebiendo lo resumió: singar con esa geva es lo más parecido a metérselo a una muerta. Le di la razón y me di otro trago.

Hassan
Don Juan
2013