Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El barbero: cuento.

El Barbero

Javier Tomeo

(España)

Desde el primer momento comprendí que aquél era el hombre que había
buscado inútilmente durante las últimas semanas. Le descubrí apoyado en
la puerta de su humilde barbería, observando con avidez a todos los
peatones que pasaban por delante.

No me anduve con rodeos. Fue como uno de esos flechazos en los que
sobran las palabras y promesas fútiles. Entré en la barbería, me senté
sin vacilar en el único sillón y le pedí que me afeitase. Me dispuse. a
soportar el trance con la mayor dignidad posible. El hombrecito me pasó
la yema de los dedos por la cara, reconociéndome la piel, y ni siquiera
protesté cuando, en su suprema miopía, me enjabonó también la frente.

-Usted no había estado nunca aquí -observó, pasando la gran navaja por
el asentador.

-¿Cómo puede saberlo? -le pregunté, temiendo que no fuese tan miope como
daban a entender los gruesos cristales de sus gafas y su escasa pericia
con la brocha-. ¿Es usted capaz de distinguir mis facciones?

-Conozco a todos mis clientes por la piel -respondió, ufanándose de su
capacidad táctil.

-Tiene usted razón -reconocí-. Es la primera vez que entro en esta
barbería. No soy de este barrio, vivo en el otro extremo de la ciudad y
cada mañana me afeito en una barbería distinta.

-Me parece estupendo que un caballero tan distinguido como usted
deposite su confianza en fígaros desconocidos -dijo el hombrecito, sin
dejar de afilar la navaja-. Sobre todo cuando son como yo,
insuperablemente miopes.

-Lo malo es que hasta hoy esos barberos ignotos me han defraudado
siempre -suspiré.

-Ya -susurró el hombrecito, comprendiendo sin duda el alcance de mi
observación-. Sin embargo tiene usted bastantes granos.

-Así es -reconocí.

-A cierta edad, la piel se convulsiona -dijo-. Es una regla de tres que
no falla nunca.

- Para mí ya pasó la época de las convulsiones -observé tristemente- y
creo que ése es uno de mis grandes problemas.

-Lo que quiero decirle -puntualizó- es que cada uno de esos granos, en
cierto modo, podría constituir una gran excusa.

-Eso es lo que yo pienso -susurré.

La navaja se llevó el primer grano por delante y la herida empezó a
sangrar, pero no por eso abrí los ojos.

-No voy a animarle -le dije-, pero tampoco pienso pedirle que se ande
con más cuidado.

-¿Podría usted creerme -exclamó el hombrecito, agrandando la herida con
la punta de la navaja- si le dijese que no puedo resistir la vista de la
sangre?

-Le creo -susurré, apretando los dientes.

-¿Qué le parece, pues, si continuamos? -me preguntó, echándome todo el
aliento a la cara.

-Adelante -musité.

-Creo que usted y yo tendríamos una buena excusa -observó-. Usted es un
hombre desesperado, sin valor para suicidarse, y yo soy el barbero más
miope del mundo. No nos faltan circunstancias atenuantes. Usted, además,
no me guardaría rencor.

-No -le tranquilicé-, no se lo guardaría. Así que acabe usted lo que ha
empezado.

El hombrecito resopló obscenamente por la nariz y me palpó el cuello,
buscándome sin duda la yugular. Fue a descargar el golpe definitivo,
pero en aquel preciso instante entró en la barbería otro cliente,
frustrando todos nuestros planes.

-Vuelva usted mañana -me susurró al oído el barbero, después de
restañarme las heridas y dejándome a medio afeitar-. Mañana estaremos solos.

Pero al día siguiente, lo que son las cosas, no tuve ya valor suficiente
para volver. De haber vuelto, obviamente hoy no hubiera podido contarles
esta historia.

@ Javier Tomeo.