Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El árbol de oro: cuento.

El árbol de oro, Ana María Matute

(España)

Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la
aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la
ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se
veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo
asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita
alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y
las nieves, a las afueras del pueblo.

La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien
áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como
quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia
rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de
la tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su
atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo
de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos
azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y
muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don
que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que
fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en
su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien
le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella
red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas
conversaciones, y ---yo creo que muchas veces contra su voluntad--- la
señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o
distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.

Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada
llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en
un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de
lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al
terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie
sabía en realidad por qué.

Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la
hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la
escuela, pidió encargarse de la tarea ---a todos nos fascinaba el
misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca---, y la
señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a
la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y
moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudó un
poco, y al fin dijo:

Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita.

A la salida de la escuela le pregunté:

---¿Qué le has dicho a la maestra?

Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules.

---Le hablé del árbol de oro.

Sentí una gran curiosidad.

---¿Qué árbol?

Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban
al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo
con misterio.

---Si no se lo cuentas a nadie...

---Te lo juro, que a nadie se lo diré.

Entonces Ivo me explicó:

---Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco,
hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno,
siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para
que no me duelan.

---¡Qué embustero eres!---dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró
con desprecio.

---No te lo creas---contestó---. Me es completamente igual que te lo
creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver
mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a
darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie
podrá entrar allí y ver mi árbol!

Lo dijo de tal forma que no pude evitar preguntarle:

---¿Y cómo lo ves...?

---Ah, no es fácil---dijo, con aire misterioso---. Cualquiera no podría
verlo. Yo sé la rendija exacta.

---¿Rendija...?

---Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la
derecha: me agacho y me paso horas y horas... ¡Cómo brilla el árbol!
¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se
vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería
acaso de oro también?

No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol
creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la
clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la
llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:

---¿Lo has visto?

---Sí---me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:

---Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano
lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esta flor es
parecida al arzadú.

---¡La flor del frío! ---decía yo, con asombro---. ¡Pero el arzadú es
encarnado!

---Muy bien ---asentía él, con gesto de paciencia---. Pero en mi árbol
es oro puro.

---Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.

No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.

Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me avergonzaba
sentirlo, pero así era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a
otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia
Yo espié su regreso, el primer día, y le dije:

---¿Has visto un árbol de oro?

---¿Qué andas graznando?---me contestó de malos modos, porque no era
simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo
caso. Unos días después, me dijo:

---Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el
recreo. Nadie te verá...

Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos
temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí
estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me
agaché y miré.

Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa:
la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo. Nada más. Lo
mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y
nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me
habían estafado.

Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves
regresé a la ciudad.

Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el
cementerio ---era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol,
como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y
sosegada de la llanura---, vi algo extraño. De la tierra grasienta
pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con
las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me
vino a la memoria, como un sueño, y pensé: "Es un árbol de oro" Busqué
al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro,
mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: Ivo Márquez, diez
años de edad.

Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría