Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El ángulo del horror: cuento.

El ángulo del horror

Cristina Fernández Cubas

Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de
la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea,
Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el
mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto,
antes de que la familia tomara cartas en el asunto y estableciera un
cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí.
Encerrado con llave en una habitación oscura, fingiendo hallarse
ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de la buhardilla tan
sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras unas opacas gafas de
sol, refugiándose en un silencio exasperante e insolito. «Está
enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña
actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño.
Por eso había decidido montar guardia en el último piso, junto a la
puerta del dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor
indicio de movimiento, aguardando a que el calor de la estación le
obligara a abrir la ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y
estrecha por la que ella entraría de un salto, como un gato perseguido,
la sombra de cualquiera de las sabanas secándose al sol, una aparición
tan rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría
más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha dado
permiso para irrumpir de esta forma?». 0 bien: «¡Lárgate! ¿No ves que
estoy ocupado?». Y ella vería. Vería al fin en qué consistían las
misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su extrema palidez y
se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos horas de
estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridícula y humillada. Abandonó
su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a
contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas
defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera,
los pasos exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha.
Golpeó con los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz
fatigada: «Soy Julia». En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo
yo, Julia». Pero ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el
oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido de los muelles
oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido metálico, de
nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra. Está abierto». Y
Julia, en aquel instante, sintió un estremecimiento muy parecido al
extraño temblor que recorrió su cuerpo días atrás, cuando comprendió, de
pronto, que a su hermano, le ocurría algo.

Hacía ya un par de semanas que Carlos había regresado de su primer viaje
de estudios. El día dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado
de rojo en su calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez
más lejana e imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo
de la British Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí misma,
admirada de que a los dieciocho años se pudiera crecer aún, saltando con
estusiasmo en la terraza del aeropuerto, devolviéndole besos y saludos,
abriéndose camino a empujones para darle la bienvenida en el vestíbulo.
Carlos había regresado. Un poco más delgado, bastante más alto y
ostensiblemente pálido. Pero Julia le encontró más guapo aún que a su
partida y no prestó atención a los comentarios de su madre acerca de la
deficiente alimentación de los ingleses o las excelencias incomparables
del clima mediterráneo. Tampoco, al subir al coche, cuando su hermano se
mostró encantado ante la perspectiva de disfrutar unas cuantas semanas
en la casa de la playa y su padre le asaeteó a inocentes preguntas sobre
las rubias jovencitas de Brighton, Julia rió las ocurrencias de la
familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza bullía de planes y
proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de preguntar y
avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las incidencias del
verano, en el tejado, como siempre, con los pies oscilantes en el
extremo del alero, como cuando eran pequeños y Carlos le enseñaba a
dibujar y ella le mostraba su colección de cromos. Al llegar al jardín,
Marta les salió al encuentro dando saltos y Julia se admiró por segunda
vez de lo mucho que había crecido su hermano. «A los dieciocho años»,
pensó. «¡Qué absurdo!» Pero no pronunció palabra.

Carlos se había quedado ensimismado contemplando la fachada de la casa
como si la viera por vez primera. Tenía la cabeza ladeada hacia la
derecha, el ceño fruncido, los labios contraídos en un extraño rictus
que Julia no supo interpretar. Permaneció unos instantes inmóvil,
mirando hacia el frente con ojos de hipnotizado, ajeno a los movimientos
de la familia, al trajín de las maletas, a la proximidad de la propia
Julia. Después, sin modificar apenas su postura, apoyó la cabeza en el
hombro izquierdo, sus ojos reflejaron estupor, el extraño rictus de la
boca dejó paso a una inequívoca expresión de lasitud y abatimiento, se
pasó la mano por la frente y, concentrando la vista en el suelo, cruzó
cabizbajo el empedrado camino del jardín.

Durante la cena el padre siguió interesándose por sus conquistas y la
madre preocupándose por su mal color. Marta soltó un par de ocurrencias
que Carlos acogió con una sonrisa. Parecía cansado y soñoliento. El
viaje, tal vez. Besó a la familia y se retiro a dormir.

Al día siguiente Julia se levantó muy temprano, repasó la lista de
lecturas que Carlos le había recomendado al partir, reunió las
cuartillas en las que había anotado sus impresiones y se encaramó al
tejado. Al cabo de un buen rato, cansada de esperar, saltó a la azotea.
La ventana de su hermano se hallaba entornada, pero no parecía que
hubiese nadie en el interior del dormitorio. Se asomó a la balaustrada y
miró hacia el jardín.

Carlos estaba allí, en la misma posición que la noche anterior,
contemplando la casa con una mezcla de estupor y consternación,
inclinando la cabeza, primero a la derecha, luego a la izquierda,
clavando la mirada en el suelo y cruzando abatido el empedrado camino
que le separaba de la casa. Fue entonces cuando Julia comprendió, de
pronto, que a su hermano le ocurría algo.

La hipótesis de un amor imposible fue cobrando fuerza en los tensos
almuerzos de la casa. Una inglesa, una rubia y pálida jovencita de
Brighton. La melancolía del primer amor, la tristeza de la distancia, la
apatía con la que los jóvenes de su edad suelen contemplar todo lo que
no haga referencia al objeto de su pasión. Pero eso fue al principio.
Cuando Carlos se limitaba a mostrarse huraño y esquivo, a sobresaltarse
ante cualquier pregunta, a evitar su mirada, a rechazar las caricias de
la pequeña Marta. Tal vez, en aquel momento, debía haber actuado con
firmeza. Pero ahora Carlos acababa de pronunciar: «Entra. Está abierto»,
y ella, armándose de valor, no tenía más remedio que empujar la puerta.

Al principio no acertó a percibir otra cosa que un calor sofocante y una
respiración entrecortada y lastimera. Al rato, aprendió a distinguir
entre las sombras: Carlos se hallaba sentado a los pies de la cama y en
sus ojos parecían concentrarse los únicos destellos de luz que habían
logrado atravesar su fortaleza. ¿0 no eran sus ojos? Julia abrió
ligeramente uno de los postigos de la ventana y suspiró aliviada. Sí,
aquel muchacho abatido, oculto tras unas inexpugnables gafas de sol, con
la frente salpicada de relucientes gotitas de sudor, era su hermano.
Sólo que su palidez le parecía ahora demasiado alarmante, su actitud
demasiado inexplicable, para que pudiera justificarlo en lo sucesivo a
los ojos de la familia.

-Van a llamar a un médico -dijo.

Carlos no se inmutó. Siguió durante unos minutos con la cabeza inclinada
hacia el suelo, entrechocando las rodillas, jugueteando con sus dedos
como si interpretara una pieza infantil sobre el teclado de un piano
inexistente.

-Quieren obligarte a comer... A que abandones de una vez esta habitación
inmunda.

A Julia le pareció que su hermano se estremecia. «La habitación», pensó,
«¿qué encontrará en esta habitación para permanecer aquí durante tanto
tiempo?» Miró a su alrededor y se sorprendió de que no estuviera todo lo
desordenada que cabía esperar. Carlos, desde la cama, respiraba con
fuerza. «Va a hablar», se dijo y, sofocada por la agobiante atmósfera,
empujó tímidamente uno de los postigos y entreabrió la ventana.

-Julia -oyó-. Sé que no vas a entender nada de lo que te pueda contar.
Pero necesito hablar con alguien.

Un destello de orgullo iluminó sus ojos. Carlos, como en otros tiempos,
iba a hacerla partícipe de sus secretos, convertirla en su más fiel
aliada, pedirle una ayuda que ella se apresuraría a conceder. Ahora
comprendía que había obrado rectamente al montar guardia junto a aquella
habitación en sombras, actuando como una ridícula espía aficionada,
soportando silencios, midiendo hasta la saciedad las dimensiones de la
tórrida y solitaria azotea. Porque Carlos había dicho: «necesito hablar
con alguien ... ». Y ella estaba allí, junto a la ventana entreabierta,
dispuesta a registrar atentamente todo cuanto él decidiera confiarle,
sin atreverse a intervenir, sin importarle que le hablara en un tono
bajo, de difícil comprensión, como si temiera escuchar de sus propios
labios el secreto motivo de su desazón. «Todo se reduce a una cuestión
de ... » Julia no pudo entender la última palabra pronunciada entre
dientes, a media voz, pero prefirió no interrumpir. Sacó un arrugado
cigarrillo del bolsillo y se lo tendió a su hermano. Carlos, sin
levantar la vista, lo rechazó.

-Todo empezó en Brighton, en un día como tantos otros -continuó-. Me
eché en la cama, cerré la ventana para olvidarme de la lluvia, y me
dormí. Eso fue en Brighton... ¿no te lo he dicho ya?

Julia asintió con un carraspeo.

-Soñé que había concluido los exámenes con gran éxito, que me llenaban
de diplomas y medallas, que, de repente, deseaba encontrarme aquí entre
vosotros y, sin pensarlo dos veces, decidía aparecer por sorpresa. Me
subía entonces a un tren, un tren increíblemente largo y estrecho, y,
casi sin darme cuenta, llegaba hasta aquí. «Es un sueño», me dije y,
enormemente complacido, hice lo posible por no despertarme. Bajé del
tren y me encaminé cantando hacia la casa. Era de madrugada y las calles
estaban desiertas. De pronto me di cuenta de que me había olvidado la
maleta en el compartimento, los regalos que os había comprado, los
diplomas y las medallas, y que debía regresar a la estación antes de que
el tren partiera de nuevo para Brighton. «Es un sueño», me repetí.
«Figura que he enviado el equipaje por correo. No perdamos tiempo.
Luego, a lo peor, la historia se complica.» Y me detuve ante la fachada
de la casa.

Julia tuvo que hacer un esfuerzo para no intervenir. También a ella le
ocurrían esas cosas y nunca les había concedido la menor importancia.
Desde pequeña se supo capaz de regir algunos de sus sueños, de
comprender súbitamente, en medio de la peor pesadilla, que ella, y sólo
ella, era la dueña absoluta de aquella mágica sucesión de imágenes y que
podía, con sólo proponérselo, eliminar a determinados personajes,
invocar a otros o acelerar el ritmo de lo que ocurría. No siempre lo
lograba -para ello era necesario adquirir la conciencia de la propiedad
sobre el sueño- y, además, no lo consideraba especialmente divertido.
Prefería dejarse embarcar por extrañas historias, como si sucedieran de
verdad y ella fuera simplemente la protagonista, pero no la dueña, de
aquellas imprevisibles aventuras. Una vez su hermana Marta, a pesar de
sus pocos años, le contó algo similar. «Hoy he mandado en mi sueño»,
había dicho. Y ahora recordaba de pronto ciertas conversaciones sobre el
asunto con los compañeros del instituto e, incluso, le parecía haber
leído algo semejante en las memorias de una baronesa o condesa que le
prestó una amiga. Encendió el arrugado cigarrillo que sostenía aún en la
mano, aspiró una bocanada de humo, y sintió algo áspero y ardiente que
le quemaba la garganta. Al escuchar su propia tos se dio cuenta de que
en la habitación reinaba el más absoluto silencio y que debía de hacer
ya un buen rato que Carlos había dejado de hablar y que ella se había
entregado a estúpidas elucubraciones. -Sigue, por favor -dijo al fin.
Carlos, después de un titubeo prosiguió:

-Era la casa, la casa en la que estamos ahora tú y yo, la casa en la que
hemos pasado todos

los veranos desde que nacimos. Y, sin embargo, había algo muy extraño en
ella. Algo tremendamente desagradable y angustioso que al principio no
supe precisar. Porque era exactamente esta casa, solo que, por un
extraño don o castigo, yo la contemplaba desde un insólito ángulo de
visión. Me desperté sudoroso y agitado, e intenté tranquilizarme
recordando que sólo había sido un sueño.

Carlos se cubrió la cara con las manos y ahogó un gemido. A su hermana
le pareció que musitaba un innecesario «hasta llegar aquí ... » y
revivió, con cierta decepción, la transformación a la que había asistido
días atrás en la puerta del jardín. «De modo que era eso», iba a decir,
«simplemente eso.» Pero tampoco esta vez pronunció palabra. Carlos se
había puesto en pie.

-Es un ángulo -continuó-. Un extraño ángulo que no por el horror que me
produce deja de ser real... Y lo peor es que ya no hay remedio. Sé que
no podré librarme de él en toda la vida...

Los últimos sollozos la obligaron a desviar la mirada en dirección a la
azotea. De repente le incomodaba encontarse allí, sin acertar a entender
gran cosa de lo que estaba escuchando, sintiéndose definitivamente
alarmada ante el desmoronamiento de aquel ser a quien siempre había
creído fuerte, sano y envidiable. Quizá sus padres estuvieran en lo
cierto y lo de Carlos no se remediase con atenciones ni confidencias.
Necesitaba un médico. Y su labor iba a consistir en algo tan sencillo
como abandonar cuanto antes aquella habitación asfixiante y unirse a la
preocupación del resto de la familia. «Bueno», dijo con decisión, «había
prometido llevar a Marta al cine ... ». Pero enseguida reparó en que su
semblante desmentía su fingida tranquilidad. Las gafas de Carlos la
enfrentaron por partida doble a su propio rostro. Dos cabezas de cabello
revuelto y ojos muy abiertos y asustados. Así debía de verla él: una
niña atrapada en la guarida de un ogro, inventando excusas para salir
quedamente de la habitación, aguardando el momento de traspasar el
umbral de la puerta, respirar hondo y echar a correr escaleras abajo. Y
ahora, además, Carlos, desde el otro lado de los oscuros cristales,
parecía haberse quedado embobado escrutándola, y ella sentía debajo de
aquellas dos cabezas de cabello revuelto y ojos espantados dos pares de
piernas que empezaban a temblar, demasiado para que pudiera seguir
hablando de Marta o del cine, como si aquella tarde fuera una tarde
cualquiera en que importaran Marta o la vaga promesa de llevarla al
cine. La sombra de una sábana agitada por el viento le privó por unos
instantes de la visión de su hermano. Cuando de nuevo se hizo la luz,
Julia reparó en que Carlos se le había aproxi-

mado aún más. Sostenía las gafas en una mano y mostraba unos párpados
hinchados y una expresión alucinada. «Es maravilloso», dijo con un hilo
de voz. «A ti, Julia, a ti aún puedo mirarte.» Y de nuevo esa
preferencia, esa singularidad que le otorgaba por segunda vez en la
tarde, terminó con sus propósitos con inverosímil rapidez. «Está
enamorado», dijo durante la cena, y comió sin apetito un plato de
insípidas verduras que olvidó de salar y sazonar.

No tardó en darse cuenta de que había obrado de forma estúpida. Aquella
noche y las que siguieron a la primera visita a la buhardilla. Cuando se
erigió en mediadora entre su hermano y el mundo; cuando se encargó de
hacer desaparecer de su alcoba los platos intocados; cuando reveló a
Carlos, como la fiel aliada que había sido siempre, el diagnóstico del
médico - depresión aguda- y la decisión de la familia de internarlo en
una casa de reposo. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.
Carlos acogió la noticia de su inmediato internamiento con sorprendente
dejadez. Se caló las gafas oscuras -aquellas gafas impenetrables de las
que sólo en su presencia osaba desprenderse-, manifestó su deseo de
abandonar la buhardilla, paseó del brazo de Julia por algunas
dependencias de la casa, saludó a la familia, contestó a sus preguntas
con frases tranquilizadoras. Sí, se encontraba bien, mucho mejor, lo
peor había pasado ya, no tenían por qué preocuparse. Se encerró unos
minutos en el baño de sus padres. Julia, a través de la puerta, oyó el
clic-clac del armarito metálico, el chasquido de un papel, el goteo del
agua de colonia. Al salir le encontró peinado y aseado, y le pareció
mucho más apacible y sereno. Le acompañó hasta su cuarto, le ayudó a
echarse en la cama y bajó el comedor.

Fue algo después cuando Julia se sintió súbitamente asustada. Recordó la
cerradura de la buhardilla arrancada de cuajo por su padre hacía ya unos
días, la preocupación de su madre, el gesto significativo del médico al
declararse incompetente ante los dolores del alma, el clicclac del
armarito metálico... Un armario blanco y ordenado en el que nunca se le
había ocurrido curiosear, el botiquín, el orgullo de su madre, nadie en
tan poco espacio podía haber reunido tal cantidad de remedios para
afrontar cualquier situación. Subió los escalones de dos en dos,
jadeando como un galgo, aterrorizada ante la posibilidad de nombrar lo
que no podía tener nombre. Al llegar al dormitorio empujó la puerta,
abrió los postigos y se precipitó sobre el lecho. Carlos dormía
plácidamente, desprovisto de sus inseparables gafas oscuras, olvidado de
tormentos y angustias. Ni todo el sol de la azotea que ahora se filtraba
a raudales por la ventana, ni los esfuerzos de Julia por despertarle,
consiguieron hacerle mover un músculo. Se sorprendió a sí misma
gimiendo, gritando, asomándose a la escalera y voceando los nombres de
la familia. Después todo sucedió con inaudita rapidez. La respiración de
Carlos fue haciéndose débil, casi imperceptible, su rostro recobró por
momentos la belleza reposada y tranquila de otros tiempos, su boca
dibujó una media sonrisa beatífica y plácida. Ahora ya no podía negar
evidencias: Carlos dormía por primera vez desde que regresara de
Brighton, aquel dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de
rojo en su calendario.

No tuvo tiempo para lamentarse de su estúpida actuación ni para desear
con todas sus fuerzas que el tiempo girase sobre sí mismo, que todavía
fuera agosto y que ella, sentada en el alero del tejado, esperase
ansiosamente, junto a un montón de cuartillas, la llegada de su hermano.
Pero cerró los ojos e intentó convencerse de que era aun pequeña, una
niña que durante el día jugaba a las muñecas y coleccionaba cromos, y
que, a veces, por las noches, sufría tremendas pesadillas. «Soy la dueña
del sueño», se dijo. «Es sólo un sueño.» Pero cuando abrió los ojos no
se sintió capaz de continuar con el engaño. Aquella terrible pesadilla
no era un sueño ni ella poseía poder alguno para rebobinar imágenes,
alterar situaciones o lograr tan siquiera que aquel rostro hermoso y
apacible recuperase la angustia de la enfermedad. De nuevo la sombra de
una sábana agitada por el viento se señoreó unos instantes de la
habitación. Julia volvió la mirada hacia su hermano. Por primera vez en
la vida comprendía lo que era la muerte. Inexplicable, inaprehensible,
oculta tras una apariencia de fingido descanso. Veía a la Muerte, lo que
tiene la muerte de horror y de destrucción, de putrefacción y abismo.
Porque ya no era Carlos quien yacía en el lecho sino Ella, la gran
ladrona, burdamente disfrazada con rasgos ajenos, riéndose a carcajadas
tras aquellos párpados enrojecidos e hinchados, mostrando a todos el
engaño de la vida, proclamando su oscuro reino, su caprichosa voluntad,
sus inquebrantables y crueles designios. Se restregó los ojos y miró a
su padre. Era su padre. Aquel hombre sentado en la cabecera de la cama
era su padre. Pero había algo enormemente desagradable en sus facciones.
Como si una calavera hubiese sido maquillada con chorros de cera,
empolvada e iluminada con pinturas de teatro. Un payaso, pensó, un clown
de la peor especie... Se asió del brazo de su madre y una repugnancia
súbita la obligó a apartarse. ¿Por qué de repente tenía la piel tan
pálida, el tacto tan viscoso? Salió corriendo a la azotea y se apoyó en
la balaustrada.

-El ángulo -gimió-. Dios mío... ¡he descubierto el ángulo!

Y fue entonces cuando notó que Marta estaba junto a ella, con uno de sus
muñecos en los brazos y un caramelo mordisqueado entre sus dedos. Marta
seguía siendo una criatura preciosa. «A ti, Marta», pensó, «a ti todavía
puedo mirarte.» Y aunque la frase le golpeó el cerebro con otra voz, con
otra entonación, con el recuerdo de un ser querido que no podría ya
volver a ver en la vida, no fue esto lo que más la sobresaltó ni lo que
le hizo echarse a tierra y golpear las baldosas con los puños. Había
visto a Marta, la mirada expectante de Marta, y en el fondo de sus ojos
oscuros, la súbita comprensión de que a ella, Julia, le estaba
ocurriendo algo.

Cristina Fernández Cubas

Breve reseña sobre su obra

Cristina Fernández Cubas (España)

Cristina Fernández Cubas nació en Arenys de Mar, Barcelona, en 1945.

Licenciada en Derecho y periodista, se dio a conocer en 1980 con un
libro de cuentos, Mi hermana Elba, que reinauguró en España, según el
crítico Alejandro Valls, la tradición que va de Poe a Cortázar, es
decir, un tipo de relatos en los que la realidad aparece integrada por
aspectos perceptibles y también por otros inquietantes e inexplicables.

Los relatos de su segundo libro, Los altillos de Brumal (1983), siguen
la misma línea, es decir, nos adentran también en espacios misteriosos e
inquietantes. Lo Extraordinario o Innombrable acecha en silencio en los
primeros cuentos de Cristina Femández Cubas. Sin embargo, el último
relato de este libro ya anuncia el nuevo rumbo que tomaría la autora. En
efecto, uno de los personajes de este cuento había conseguido arrinconar
lo inexplicable en favor de un simple, común y cotidiano drama rural.

El abandono de lo sobrenatural, aunque sin dejar de poner en entredicho
cierto concepto de realidad, es evidente en El ángulo del horror (1990).
En los relatos de este libro, el horror -esa sensación viscosa mucho más
imprecisa que la pura y simple situación terrorífica- lo hallamos en la
vida cotidiana. Por ejemplo, al descubrir una visión nueva y horrorosa
de los seres queridos.

La obra de Cristina Fernández Cubas se completa con otro libro de
relatos, Con Ágatha en Estambul (1994) y con las novelas El año de
Gracia (1985), traducida a numerosos idiomas, y El columpio (1995).

El crítico Leopoldo Azancot ha definido la narrativa de la autora con
estos términos: Lo que singulariza a Cristina Fernández Cubas es su
valerosa voluntad de enfrentarse con las zonas más o menos oscuras de su
vida interior, de utilizar la ficción para aventurarse por zonas de las
que de otra forma no hubiera podido sino presentir abismos, áridas
extensiones inabarcables, miedos agazapados como animales a medias
repugnantes y feroces.

El ángulo del horror integra el volumen homónimo.