Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo - El grito de la tierra

"El domingo remitió por fin la persistente lluvia y Greymouth parecía recién lavada. Las instalaciones mineras menoscababan un tanto el hermoso paisaje, pero la naturaleza acabó triunfando. Los bosques de helechos se extendían hasta la ciudad y junto al río Grey había muchos rincones románticos. La iglesia se hallaba en las afueras y las calles por las que Roly conducía el automóvil de los Lambert cruzaban unos prados de un verde intenso.
—Recuerda un poco a Inglaterra —señaló Lilian, acordándose del día de la regata de Cambridge. Al final Ben había tenido razón: el célebre enfrentamiento entre Cambridge y Oxford se había suspendido por primera vez a causa de la guerra. Tampoco tras la salida de Rupert del college tendría Ben una oportunidad de distinguirse como timonel.
La escena ante la iglesia se desarrollaba exactamente tal como Lilian la recordaba de su infancia. Los hombres instalaban las mesas y las mujeres llevaban cestas con la comida mientras charlaban alegremente y buscaban lugares sombríos donde depositar sus exquisiteces durante la misa. El buen tiempo puso su granito de arena y el reverendo consideró la posibilidad de celebrar el servicio en el exterior. Los niños, impacientes, extendieron mantas alrededor del altar improvisado, al tiempo que madres y abuelas decoraban las mesas para el bazar que seguiría. Por supuesto también se subastarían pasteles y se premiarían los productos de panadería. La señora Tanner, a quien se consideraba el pilar más sólido de la comunidad, cotilleaba con sus amigas criticando a Madame Clarisse, la dinámica propietaria del pub y madama del burdel. Sin embargo, esta se mantenía impasible y, como todas las semanas, conducía a su rebaño de chicas de vida alegre al servicio dominical, con la evidente intención de no saltarse la comida campestre.
Elaine y su ayudante de cocina, Mary Flaherty, descargaron sus cestos, mientras Roly y Tim conversaban sobre vehículos con otros propietarios de automóviles de la comunidad.
—Ayúdame mejor con el cesto —siseó Mary a su novio, que en esos momentos se estaba pavoneando de que el Cadillac de los Lambert era el coche que tenía más caballos. Roly obedeció con un suspiro.
Elaine saludó con una sonrisa forzada a su suegra, Nellie Lambert, y obligó a sus hijos a hacer las reverencias y cortesías de rigor ante su abuela. Luego los niños desaparecieron entre la muchedumbre y justo después empezaron a jugar y hacer ruido con sus amigos. Lilian se unió a un par de muchachas que cortaba flores para el altar.
Y por fin, justo antes de que comenzara la misa, apareció el vehículo de los Biller, más grande y más moderno que el juguete favorito de Tim y Roly. Los hombres lanzaron unas miradas codiciosas al enorme auto, mientras que Elaine y su amiga Charlene se concentraban más en los pasajeros. También Matt Gawain había contado a su esposa el notable parecido entre Caleb Biller y el hijo mayor de Florence, así que ambas mujeres contuvieron la respiración cuando padre y vástago salieron del coche. No se sintieron defraudadas. Incluso la expresión algo enfurruñada del adolescente recordaba a Caleb en su juventud. Elaine todavía recordaba a la perfección su primer encuentro durante una carrera de caballos. El padre de Caleb había forzado a participar en ella al muchacho, cuya actitud reflejaba todo el miedo y la rebeldía que lo embargaban.
También el joven Biller parecía haber acudido a la celebración contra su propia voluntad, después de haber mantenido una discusión con su madre, ya que ella le lanzaba miradas enojadas frente a las cuales él presentaba otro rasgo característico de Caleb: encorvar los hombros con resignación. Benjamin era deportista y musculoso, pero tan alto y delgado como su progenitor. No tenía prácticamente nada en común con sus hermanos menores, ambos bajos y robustos, que más se parecían a su madre y —como Nellie Lambert expresaba en un eufemismo— a la «rama oscura de los Weber».
Florence reunía a su familia a su alrededor. Era una mujer compacta que de joven había tendido a ser regordeta, pero con el tiempo esto había cambiado. El extenuante trabajo de Florence no le dejaba tiempo para comer mucho ni con frecuencia. Aun así, esto no la había convertido en una belleza. Su rostro seguía siendo blando y, pese a la palidez causada por su encierro en el despacho, tenía la tez salpicada de pecas. Su cabello castaño y grueso estaba recogido en un moño tirante y en la boca lucía una mueca de enojo. Florence se esforzó en sonreír cuando presentó a sus tres hijos al reverendo. Los más jóvenes realizaron de inmediato un saludo de cortesía calcado de un manual, mientras que el mayor se mostró renuente y solo insinuó una inclinación. Acto seguido, no obstante, descubrió a las chicas que estaban colocando las flores alrededor del altar y en sus ojos apareció un brillo de interés.
La pequeña pelirroja...
Lilian había colocado la última guirnalda y contemplaba el altar con el ceño fruncido. Sí, no había quedado mal. Se volvió en busca de la aprobación del reverendo y descubrió unos ojos de un verde claro. Un rostro alargado, el cabello claro, el cuerpo trabajado de un remero que se tensaba en ese momento, al reconocerla.
—Ben —dijo ella en un susurro.
También los rasgos del joven mostraron incredulidad en un principio; pero luego una sonrisa casi celestial le iluminó el semblante.
—¡Lily! ¿Qué haces tú aquí?"

De "El grito de la tierra", de Sarah Lark