Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El caso de Mr. Lucraft.

Walter Besant.
El caso de Mr. Lucraft.
 
 
I
A menudo he contado la historia de la única cosa notable que me ha sucedido en el curso de una larga existencia. Nunca he sido creído por nadie. Deseo,
sin embargo, dejar detrás de mí un relato veraz, en el cual figuren todos los hechos tal como sucedieron, y tal como los recuerdo. Estoy convencido de
que no necesito añadir un solo detalle. Cuanto más pienso en la historia, más cuenta me doy de lo milagroso de mi salvación y de las espantosas consecuencias
que un providencial accidente apartó de mi cabeza. Sólo tengo motivos para sentirme agradecido y humilde.
No he leído nada semejante a mi caso. He consultado libros que hablaban de apariciones, de brujerías, y del poder del diablo puesto de manifiesto de modo
indubitable, pero no he encontrado absolutamente nada que pueda compararse, en ningún sentido, con mi propio caso. Si existiera algún sucesor de Mr. Grumbelow,
poseedor de sus diabólicos poderes, este sencillo relato podría servir de advertencia a los jóvenes que se encuentren en la situación en que yo me encontraba
en 1823. En realidad, lo único que me mueve a escribirlo es la posibilidad de que pueda servir de ejemplo moral.
Nunca he sido un hombre rico, pero hubo una época en que era muy pobre, y de esa época precisamente tengo que hablar en mi historia.
Mi ascendencia no es cosa importante; bastará decir que fue de lo más oscura. Mi madre murió cuando yo era niño; y mi padre, que no era un hombre como
para enorgullecerse de tenerle por padre, hacía mucho tiempo que nos había abandonado. Era marinero de profesión, y decían de él que tenía una esposa en
cada puerto, además de unas cuantas que vivían, como mi madre, tierra adentro. Para variar de ambiente, seguramente. Todas casadas como Dios manda con
él, y todas honradas. Nunca he sabido lo que fue de mi padre, ni me he molestado en averiguarlo.
Antes de dedicarme a mi primera profesión «seria», ejercí muchos y variados oficios. Fui compañero de viaje y ayudante de un calderero ambulante, que me
trataba con tanta amabilidad como cabía esperar…, cuando estaba sobrio. Cuando estaba borracho, solía utilizar mi cabeza como blanco de sus lanzamientos
de ollas y cazuelas. Luego fui grumete, aunque en un solo viaje, en un barco carbonero. El barco pertenecía a un filántropo, el cual estaba demasiado ocupado
con los problemas de los negros para pensar en los derechos de sus propios marineros; de modo que sus buques, asegurados muy por encima de su valor real,
eran enviados al mar para que sobrenadasen o se hundiesen, según plugiera a la Providencia. Creo que ningún grumete ha recibido nunca en un solo viaje
los puntapiés y los pescozones que yo recibí. Sin embargo, el barco me condujo felizmente desde South Shields hasta el puerto de Londres. Allí me escapé,
y más tarde me enteré de que en el viaje de regreso el Spanking Sally se había hundido. Entonces me alisté como marinero en un buque que hacía la travesía
del Atlántico. Al llegar a Nueva York, fui amanuense de un falso corredor de bolsa; cajero de una tienda; desempeñé muchos oficios, pero ninguno por mucho
tiempo. Luego regresé a Inglaterra, y, no sabiendo qué camino seguir, me uní a una compañía de cómicos de la legua. No era un porvenir brillante, desde
luego, pero aquella vida me gustaba; me gustaba el trabajo; me gustaban los aplausos; me gustaba viajar de pueblo en pueblo; incluso me gustaba, siendo
como era joven } ligero de cascos, la naturaleza precaria del sueldo. Dios sabe que el mío era bastante reducido. Pero formábamos una alegre compañía,
y alguno de sus miembros destacó posteriormente en la escena. Si hubiésemos conocido algo de Historia, cosa que no ocurría, podríamos haber recordado que
el propio Moliére fue cómico de la legua, en una época de su vida. Hay gente que opina que en los tiempos difíciles resulta filosófico reflexionar en el
hecho de que muchos grandes hombres pasaron también momentos difíciles en su vida. A mí no me hubiese servido de consuelo. En realidad, la pobreza no me
molestaba demasiado, excepto en lo que toca a las botas. La mayoría de nosotros compartíamos lo que poseíamos, y siempre había comida abundante, incluso
para mi apetito naturalmente voraz. Juliet, que comía como un pajarito, me asignaba siempre la ración de cuatro.
Juliet era la hija del director de la compañía: Juliet Kerrans, en la escena miss Juliet Alvanley. Ella tenía dieciocho años, y yo veintitrés, una edad
romántica e inflamable. Y nos llevábamos muy bien, no sólo fuera del escenario sino también dentro de él. Era su pareja en muchas obras. Romeo cuando ella
representaba a Julieta, un papel que interpretó su madre hasta que ella misma se dio cuenta de que estaba demasiado gorda para continuar interpretándolo;
Juliet era lady Teazle y yo Charles Surface; Juliet era Rosalind y yo Orlando; Juliet era Angelina y yo sir Harry Wildair. En las escenas de amor no quedábamos
mal. Mirando desapasionadamente hacia atrás, supongo que éramos unos actores detestables. Nos faltaba lo que en la profesión se llama «tablas», y nos guiábamos
por unas cuantas normas anticuadas y convencionales. Juliet había nacido en un teatro y tenía, por lo menos, cierta seguridad en sí misma. Yo, en cambio,
me sentía nervioso e inseguro. Además, no disponíamos de decorados ni de vestuario apropiado. Pero contábamos con un par de circunstancias favorables:
éramos jóvenes y atractivos. Juliet tenía el más encantador de los rostros y la más deliciosa de las figuras; su voz era muy dulce, y su lozana juventud
hacía innecesarios los afeites a que tan apegadas son las actrices. Arrastraba familias enteras a nuestras representaciones. Y en los lugares donde actuábamos,
los hombres —especialmente los jóvenes oficiales— la acosaban. Le escribían notitas, le enviaban flores… Sus desvelos eran vanos, desde luego: allí estaba
el viejo Kerrans para velar por su hija, y yo, y todos los miembros de la compañía. En cuanto a mi propio aspecto, no podía quejarme. Un hombre de setenta
y pico de años puede decirlo sin rubor. Era un joven de buena presencia, y recibía una gran cantidad de cartitas y de billets-doux. Juliet las rompía todas.
Me llegaban escritas en papel color de rosa con tinta violeta, y empezaban «Al más guapo y al más noble de los hombres», para terminar «Tu fiel desconocida,
Araminta». Aquellas muestras de admiración femenina me tenían sin cuidado, porque estaba perdidamente enamorado de Juliet.
Juliet solía entregar las no titas que recibía a su padre, el cual se encargaba de localizar a sus autores y les hacía adquirir palcos o asientos de preferencia.
De modo que lo único que los admiradores de Juliet obtenían era el privilegio de pagar más que los otros espectadores, ya que la muchacha era tan buena
como benita: una mezcla difícil de encontrar en el mundo del teatro de hace cincuenta años. Juliet era alta y, en aquella época, delgada. Más tarde siguió
el mismo camino que su madre, a pesar de que su esbeltez no lo hacía presagiar. Tenía los ojos y los cabellos negros: unos ojos que nunca perdían su brillo;
y unos cabellos que, si bien en los últimos años se volvieron grises, entonces eran una sedosa red para capturar los corazones de sus admiradores. Desde
luego, Juliet sabía que era bonita: ¿acaso hay alguna mujer bonita que lo ignore? Y, al mismo tiempo, ignoraba y no quería comprender el poder de su propia
belleza. Y a causa de esa ignorancia, se enamoró de mí.
Su padre lo supo y trató de evitarlo desde el primer momento. Pero era un hombre cargado de experiencia, y sabía que ciertos remedios deben aplicarse en
pequeñas dosis, para que hagan el efecto a la larga. De modo que Juliet y yo vivimos una temporada en pleno paraíso, gozando de los besos robados y hablando
del instante dichoso en que nos convertiríamos en marido y mujer. Una noche —yo representaba el papel de Romeo—, me sentía tan inflamado por la pasión
que, por una vez, mi actuación resultó convincentemente natural. El teatro estaba lleno; y el público se dejó ganar por la emoción hasta el punto de que
se olvidó de aplaudir.
Desgraciadamente, el viejo Kerrans se dio cuenta de que Juliet y yo no representábamos un papel, sino que manifestábamos nuestros propios sentimientos,
y decidió intervenir sin más dilación.
El día siguiente era sábado. Cuando fui a cobrar mi paga semanal, encontré al padre de Juliet con el rostro enrojecido y una mirada huidiza.
—Mira, muchacho —me dijo, entregándome el dinero—, eres una excelente persona y hay en ti madera de actor. Pero no puedo permitir que manosees descaradamente
a mi Juliet delante de todo el mundo. De modo que he decidido prescindir de ti. Creo que no me será difícil encontrar a otro Romeo. Tú puedes marcharte
a Londres y buscar otro empleo; como verás, te entrego el sueldo de otra semana, además de la corriente, y cuando Juliet esté casada, o cuando te hayas
hecho rico, o cuando ocurra algo que cambie las cosas, todos nos alegraremos mucho de tu regreso. No necesitas despedirte de Juliet, porque ya lo he hecho
yo por ti esta mañana. Adiós, muchacho, y buena suerte.
¡Buena suerte! ¡Si hubiese sabido la clase de suerte que me aguardaba!
Acepté el despido con el corazón destrozado, y aquella misma tarde tomé la diligencia para Londres.
Pasé la primera quincena tratando de encontrar un empleo.
En aquella época, en Londres sólo había dos o tres teatros, y no tenían plaza ni siquiera para un meritorio.
A continuación probé en los teatros de Greenwich y de Richmond, pero inútilmente. Luego escribí a los empresarios de varias ciudades, sin que ninguno de
ellos me contestara. Entretanto, el escaso dinero que poseía había ido fundiéndose. Y una mañana, después de pagar el alquiler de mi habitación —una semana
por anticipado—, me encontré sin un penique.
Tenía algunas cosas que podía empeñar: un reloj, un abrigo, unos cuantos libros… Lo que me dieron por ellas me permitió comer una semana. Y una mañana,
después de comprar un panecillo y una salchicha para desayunar, me encontré de nuevo con los bolsillos vacíos, y ahora sin ningún objeto que pignorar.
Muchos jóvenes se han encontrado alguna vez en circunstancias parecidas, pero dudo que ninguno de ellos se haya sentido nunca tan desesperadamente hambriento
como yo me sentía aquel día. Recuerdo que, tras haber devorado mi salchicha a las ocho, alrededor de las doce me dio una especie de mareo producido por
la debilidad y agravado por el delicioso aroma de la carne asada que surgía por las ventanas de las cocinas de los restaurantes mientras andaba por las
calles sin rumbo fijo. A eso de la una, contemplé con envidia a los felices mortales que podían entrar en un restaurante y encargar sabrosas viandas; a
eso de las dos contemplé a los mismos felices mortales que salían de los restaurantes, andando más lentamente pero con un aire de indudable satisfacción.
A las dos y media comprendí que no podría resistir mucho más tiempo. Había estado andando toda la mañana, visitando oficina tras oficina en busca de un
empleo, pero ya no podía andar más. Me recliné contra un poste —me encontraba en Bucklersbury— situado enfrente de una tienda, en cuyos escaparates se
amontonaban las liebres, los pollos y los pavos, rodeados de un esplendor de zanahorias, nabos y coliflores, hasta que mis sentidos no pudieron resistir
más aquella contemplación. Soñaba despierto en una enorme caldera en la cual poder colocar todo el contenido del escaparate para devorarlo de una vez.
Mi apetito, al cual ya he aludido, era hereditario. Una de las pocas cosas que puedo recordar de mi madre son sus constantes quejas acerca de lo que mi
padre solía comer en casa y fuera de ella. Y yo… Bueno, como ya he dicho, en la compañía me asignaban la ración de cuatro. ¡Aquellos filetes con cebolla
frita que había comido en compañía de la encantadora Juliet! Mi debilidad crecía más y más. Soñaba despierto montones de pescado, carne, queso, budines…
¡Alimentos sólidos, Dios mío, alimentos sólidos! Me entraron deseos de penetrar en el primer restaurante que me saliera al paso, y, después de comer hasta
reventar, llamar al camarero e informarle tranquilamente de que no tenía dinero. En cierta ocasión había representado una comedia en la cual el actor cómico,
después de haber devorado una opípara comida en un restaurante, le dice al camarero que vaya a buscar al dueño. Cuando este se presenta, el actor cómico
le pregunta qué haría en el caso de que un cliente, después de encargar y de devorar una buena comida, se declarase insolvente. «¿Qué haría —exclamaba
el dueño—. ¡Enviarle al otro lado de la calle de un puntapié!» «Entonces —decía el actor cómico, poniéndose en pie y levantándose los faldones de la levita,
de cara a la puerta de la calle—, temo que tendré que molestarle». Yo representaba el papel del dueño.
A las tres y media, creí que iba a desmayarme. La contemplación del escaparate había agudizado hasta lo indecible mis sensaciones de hambre, pero estaba
demasiado agotado —y al mismo tiempo demasiado fascinado— para moverme de allí.
De pronto vi avanzar por la acera, en dirección al lugar donde yo me encontraba, a un caballero de edad madura que llevaba delante de él, como un Lord
Mayor en un cuento francés, su enorme abdomen. Tenía el pelo blanco, las cejas blancas, las patillas blancas y un rostro enrojecido. Andaba muy lentamente,
como si un ejercicio violento pudiera provocarle un ataque de apoplejía, y se apoyaba en un pesado bastón. Al pasar por delante de la tienda miró hacia
el escaparate y sacudió tristemente la cabeza. En aquel preciso instante proferí un involuntario gruñido. El caballero se volvió hacia mí y se me quedó
mirando. Supongo que mi aspecto debía ser de lo más raro, reclinado contra el poste y con una expresión melancólica y desesperada al mismo tiempo en el
semblante. Observé que tenía unos grandes ojos saltones surcados de venillas rojas que le conferían una expresión lobuna.
—Joven —me dijo, en tono severo—. ¿Está usted enfermo? ¿Acaso ha abusado de la bebida?
Sacudí la cabeza.
—Lo único que tengo es hambre —dije. No vi la necesidad de ocultarlo—. Un hambre espantosa, descomunal.
El caballero apoyó sus dos manos en el puño de oro del bastón y volvió a sacudir la cabeza con aire de desaprobación. De su garganta brotó un gruñido semejante
al chirrido de una sierra.
¡Gruñido! «¡Aquí hay un buen tipo para ti!» ¡Gruñido! «¡Tiene hambre, y se siente desgraciado!» ¡Gruñido! «¡Tiene hambre, y se queja!» ¡Gruñido! «¡Tiene
hambre —lo mejor que un hombre puede desear— y se atreve a quejarse!» ¡Gruñido! «Me preguntó adonde irá a parar la clase baja, si continúa así. ¿No se
siente avergonzado de sí mismo joven?» ¡Gruñido! «Vive en el país de la abundancia, Londres es una gigantesca caravana, llena de las cosas más deliciosas
que un hombre pueda desear comer… ¡Y el desdichado se queja!»
—¿De qué me sirve tanta abundancia, si no tengo dinero? —murmuré.
¡Gruñido!
—¿Tiene usted buen apetito, normalmente, o sólo regular?
—¡Excelente! —respondí—. No es justo que un miserable como yo tenga un apetito tan monstruoso. Pero nací con él y no puedo remediarlo.
—Venga conmigo, joven —gruñó el caballero—. Ande delante de mí. Y no hable, porque esto podría impedir que aumentara su apetito. Ande despacio y no abra
la boca.
Echó a andar detrás de mí, sin dejar de gruñir.
—No está mal, no está mal… Un tipo excelente. ¡Qué espacio para el desarrollo del Arco de Alderman! ¡Qué tórax para contener un estómago! ¡Qué hombros
para una mesa, y qué piernas para poner debajo de ella! ¡Cielos! ¡Qué cena haría este muchacho, si tuviera dinero! Joven y apetito… Salud y hambre…, desperdiciadas
en un pobre. ¡Qué cosas! Por aquí, joven.
Me señalaba una puerta, ante la cual se detuvo. Luego sacó del bolsillo una llave más pequeña que las que solían utilizarse en aquella época y abrió la
puerta. Penetramos en un pasadizo que, al cerrarse la puerta detrás de nosotros, quedó oscuro como la pez. Subimos unos cuantos peldaños, y al llegar al
primer rellano el caballero, que resoplaba como un buey, abrió otra puerta y entramos en otra habitación. Era una habitación muy amplia, que resplandecía
con la luz proyectada por más de una docena de candelabros. El centro estaba ocupado por una mesa enorme, puesta para una sola persona. En el exterior
brillaba la luz del día, ya que no eran todavía las cuatro de la tarde.
—Siéntese, joven, siéntese —resopló mi huésped—. ¡Oh, querido! ¡Oh, querido! Siéntesé. Me gustaría tener tanta hambre como usted.
Me senté en la silla más próxima y miré a mi alrededor. Lo primero que observé fue que no podía ver la puerta por la cual habíamos entrado. La habitación
era octogonal, y en cada uno de los fados había algún mueble pesado; una mesa con cristalería, una estantería llena de libros, un sofá, pero ninguna puerta.
Mientras continuaba mis observaciones, la cabeza empezó a darme vueltas. No había tampoco ninguna ventana ni ningún hogar. Luego me dio un vahído y perdí
el conocimiento. En parte a causa de la debilidad provocada por el hambre, en parte a causa del efecto que me habían producido aquella extraña habitación
y aquel anciano contemplándome con sus grandes ojos lobunos.
Cuando recuperé el sentido estaba tendido en un sofá, y unos dedos suaves y fríos frotaban mis sienes y acercaban un perfumado pañuelo a mis labios. Abrí
los ojos y me incorporé, completamente restablecido. El anciano estaba de pie a mi lado.
—Déjale descansar un momento, Bola de Nieve —dijo—. Tal vez la impresión ha sido demasiado fuerte.
Me volví hacia el otro lado para ver quién era Bola de Nieve. Se trataba de un negro del tipo más negroide, tan viejo y arrugado come un árbol de los bosques
tropicales; sus mejillas colgaban en pliegues, sus lanudos cabellos eran blancos y sus encías desdentadas; su nariz estaba tan aplastada por la edad que
resultaba casi invisible al mirarle como yo le estaba mirando, de perfil. Sus manos eran tan suaves como las de una mujer, pero frías como el hielo; y
sus ojos eran rojizos y fieros.
—¿Qué opinas de él, Bola de Nieve? —inquirió el caballero.
—Un joven muy excelente, massa, muy excelente, con un gran apetito. Creo que durar mucho más que el otro joven. ¡Cluck! Este joven tener estómago excelente,
muy excelente. Y ser fuerte como un toro. ¡Cluck-cluck! ¿Cuánto comer él esta noche?
—Veremos, Bola de Nieve, veremos. Probaremos primero con la cena, y luego comprobaremos qué tal se le da. Los jóvenes no responden siempre a las esperanzas
que se depositan en ellos. Pero éste tiene muy buen aspecto y quizá, Bola de Nieve, quizás… ¡Ah! —suspiró.
—¿A qué hora cenar usted, massa?
—No lo sé —respondió el anciano, volviendo a suspirar—. Quizás a las nueve, quizá más tarde… Anda, desvanécete y sirve.
Los suspiros de mi anfitrión tenían algún significado, indudablemente. ¿Desapareció Bola de Nieve a través del suelo? ¿Se hundió la mesa cuando él desapareció
y volvió a surgir cargada de platos? Eso me pareció.
Me puse en pie de un salto. La vista y el olor de la comida habían vuelto a excitar mi voraz apetito.
—¡Quiero comer! —grité.
—Comerá, joven, comerá. Pero, antes, un momento, sólo un momento. Cuénteme otra vez y de un modo explícito la naturaleza y la extensión de su apetito.
Diga la verdad. «Sé sincero. ¡Oh! ¡Sé sincero! Nuestras pequeñas lenguas no deben mentir por un trozo de carne o por una manzana». ¿Conoce usted el salmo?
—Tengo un hambre de mil diablos. ¿Por qué iba a mentir en una cosa como ésa?
—Mi querido y joven amigo, existen muchas clases de apetitos. El suyo puede ser desmesurado al principio y prometer grandes cosas, y terminar muy pronto.
¿No ha oído usted hablar de los que comen más con los ojos que con la boca? Vamos a ver; su apetito de usted, ¿es duradero? ¿Se mantiene a través de una
larga cena? ¿Es regular en su repetición?
—Va usted a comprobar de lo que soy capaz —me jacté, insensato de mí—. Nunca he gozado de una larga cena en toda mi vida. Mi apetito se mantiene a través
de muchas libras de carne, y es tan regular como un reloj.
—Ya es algo. La carne es un buen banco de pruebas. Y, dígame: ¿es un apetito que se recupera a sí mismo rápidamente? Esto es muy importante. Quiero decir
si se trata de un apetito de día a día o de hora a hora… ¿Es bueno a todas las horas del día?
—¡Ojalá no lo fuera!
—¡No blasfeme, joven! Dígame, si ahora comiera hasta hartarse, son las cuatro y media, ¿cuándo cree que estaría de nuevo en disposición de comer?
Sus ojos brillaban como un par de enormes rubíes a la luz de las velas, y sus manos temblaban.
—Yo diría que alrededor de las ocho. Pero podría tomar un tentempié a eso de las siete. En este momento me siento capaz de comerme una montaña.
—¡Se siente capaz de comerse una montaña! ¡Maravillosos son los dones de la Providencia! Mi querido y joven amigo, me siento profundamente agradecido por
haberle encontrado a usted. Siéntese y permítame que le sirva; estoy deseando verle comer. ¡Este es un gran día, un bendito día para mí! ¡Bola de Nieve,
desvanécete!
Yo estaba demasiado hambriento para extrañarme de nada, y me senté. Empezó a servirme, sin dejar de hablar mientras lo hacía:
—Huevos escalfados… ¡Se ha comido los seis! Sopa de tortuga… ¡Despacio, mi joven amigo, despacio! ¡Ah, impetuosa juventud! ¿Más? Espere, salsa verde. Saboree,
saboree la comida. Es un pecado comer tan aprisa. Se lo traga todo sin saborearlo. No…, basta de sopa. —Apartó la sopera a un lado y acercó otro de los
platos—: Salmón…, con pepinillos. Salsa de cangrejos…, ¡es como un sueño maravilloso! Filete de lenguado… Croquetas de gallina… ¡Todo ha desaparecido como
una nube del cielo! No devore la comida, amigo mío, saboréela. Costillitas de cordero, muy tiernas… ¿Un poco más de pan para la salsa? Perdices en conserva,
fardelillos de col… ¡Se come hasta los huesos! Descanse, mi querido amigo, y beba algo. Aquí hay champaña, vino del Rin y Sauternes; no beba nunca jerez;
es un vino artificial, incluso el de mejor calidad. Vamos, un poco de champaña.
—Siempre bebo cerveza, señor —dije modestamente—: Pero, si se empeña, beberé un poco de champaña.
Me bebí tres copas en rápida sucesión, y lo encontré bueno. Entretanto, el caballero asentía y hacía gestos de deleite que yo no acertaba a comprender.
—Ahora, mi París de Troya, mi Nerón, mi Judas Macabeo —mezclaba absurdamente los nombres, aunque a mí me tenía sin cuidado—, aquí hay una espalda de carnero,
con patatas, coliflor y pasas de Corinto. ¿Más champaña? Puede pagarse una fortuna por contemplar este espectáculo. ¿Salsa? ¿Más champaña? ¿Un poco más
de arroz, Alejandro Magno? ¡Jo, jo, jo! ¡Un poco más de arroz, ha dicho! ¡Es un Goliath! ¡Sí, este joven es un verdadero Goliath!
Estaba tan excitado que pensé que iba a darle un ataque. Pero sus halagos no dejaban de complacerme.
—Escoja: ¿codorniz o becada? ¡Oh, oh, oh! ¡Las dos, como Pompeyo! ¿Más champaña? ¿Mermelada, mi Rehogábalo, mi moderno Caracalla, mermelada de albaricoque?
¿Budín? ¡Mermelada y budín! ¡El rey Salomón en toda su gloria! ¿Más champaña? ¿Un poco de vino del Rin para terminar? Se bebe el vino de un trago, este
joven Sansón. Queso…, queso de Brie…, y apio. Un vaso de oporto con el queso. Se lo bebe de un trago, también, como Og, rey de Bashan.
Yo me sentía realmente impresionado con la magnificencia de la cena, la verborrea clásica y bíblica, y el extraordinario placer que mi apetito le producía
al anciano caballero. Aplaudía; asentía con la cabeza; daba saltitos de júbilo; parpadeaba y sonreía; chasqueaba los labios; daba muestras de un indescriptible
deleite. Cuando hube terminado de comer, me entregó una botella de clarete y me contempló mientras yo daba cuenta de ella. Luego me sirvió una taza de
café muy cargado, con una copita de licor. En lo que a mí respecta, espero haber puesto en evidencia que comí extraordinariamente bien: en realidad, nunca
había soñado siquiera en una comida como aquélla. Y no era únicamente porque estuviera medio muerto de hambre, sino porque todo lo que me habían servido
era muy sabroso.
—¿Cómo se siente ahora? —me preguntó mi anfitrión, mientras una sombra de ansiedad cruzaba por su rostro.
II
Los ojos de mi anfitrión tenían una expresión muy rara: una especie de apasionado anhelo.
—Me siento perfectamente, y más agradecido de lo que soy capaz de expresar.
—¡Olvide la gratitud! ¿Se siente usted demasiado… repleto? ¿Se le sube la sangre a la cabeza? ¿Nota alguna molestia? ¿La lengua pastosa, quizás? Ha sido
maravilloso, providencial, haberle encontrado. Precisamente a usted, y en el momento en que más le necesitaba… Desde luego, nuestras bendiciones nos llegan
cuando menos las esperamos.
Aquél era un lenguaje muy raro, pero todo había sido tan raro que ya no me asombraba de nada. Además, la comida me había dejado en un estado de ánimo tan
beatífico, que lo único que me apetecía era descansar, física y mentalmente.
—Ahora —continuó mi anfitrión—, mientras hace usted la digestión… A propósito, espero que su digestión no se vea turbada por el exceso de comida o de bebida…
¡Claro que no! No esperaba menos de un joven como usted. Ahora, suave y desapasionadamente, para no turbar su digestión, hábleme de usted. ¿Qué es lo que
ha hecho hasta ahora?
Le conté mi historia, que él interrumpió de cuando en cuando para dirigirme alguna pregunta acerca del crecimiento, la duración y la regularidad de mi
apetito. Creo que mis respuestas le dejaron satisfecho. Me pareció que no sentía un gran interés por lo que yo le contaba, y que únicamente estaba ansioso
por lo que respecta a mi apetito. Cuando hube terminado mi relato se acercó a la mesa —entonces me di cuenta de que todos los rastros del banquete habían
desaparecido— y extendió sobre ella un documento, junto al cual colocó una pluma. Luego cogió una silla, se sentó delante de mí y su expresión se hizo
grave.
—Ahora vamos a hablar de negocios —dijo.
Yo no tenía la más leve idea de la clase de negocios que podía querer tratar conmigo, pero asentí y esperé. Quizás iba a ofrecerme un empleo. Visiones
de un generoso sueldo, para saciar mi voraz apetito, cruzaron por mi cerebro.
—En el caso de usted —empezó—, la posesión de un apetito tan voraz tiene que tropezar con serios inconvenientes. No tiene usted dinero; dentro de unas
horas volverá a estar hambriento; experimentará usted grandes sufrimientos, mayores que los que experimentan los hombres menos favorecidos con la mejor
de las bendiciones: me refiero al apetito.
—Sí —dije—, es un verdadero problema para mí, especialmente cuando paso una mala época, como la actual.
Casi saltó de la silla.
—No perdamos el tiempo con palabras inútiles —exclamó—. Ya nos hemos puesto de acuerdo. Joven, voy a librarle de ese problema. Voy a comprarle su apetito.
Le miré fijamente. ¿Se había vuelto loco?
—Es un ofrecimiento raro, lo sé —continuó mi anfitrión—, un ofrecimiento raro, y probablemente le ha cogido por sorpresa. Pero es auténtico. Quiero comprarle
su apetito.
—Pero…, pero…, ¿comprar mi…, mi apetito? —tartamudeé.
—Nada hay más fácil. Lea esto.
Me entregó el documento que estaba sobre la mesa, y que había sido redactado para mí, supongo. Decía lo siguiente:
«Yo, Luke Lucraft, encontrándome en plena posesión de mis facultades mentales y gozando de buena salud, hago donación por mi libre voluntad de todo mi
apetito a Ebenezer Grumbelow, para que haga de él el uso que estime más conveniente. A cambio, estoy de acuerdo en aceptar una asignación mensual de 30
libras, más una suma de 50 libras que recibiré en el momento de la firma del presente documento. Prometo que conservaré cuidadosamente mis costumbres habituales
y que no haré nada que pueda dañar el don de un generoso apetito; que no trabajaré inmoderadamente, ni me acostaré tarde, ni haré nada que pueda alterar
la aparición normal de un saludable y vigoroso apetito».
Seguía un espacio para mi firma y para la de un testigo.
—Como puede usted ver —continuó mi anfitrión—, no le impongo ninguna condición desagradable. Me limito a exigirle que lleve una vida normal. ¿Está usted
de acuerdo?
—No sé qué decir. Ha sido todo tan repentino…
—Vamos, vamos. —En su voz apareció una nota de dureza que no había observado en ella hasta entonces—: Déjese de tonterías. ¿Está de acuerdo?
Volví a leer el documento.
—Concédame un poco de tiempo —dije—. Permítame pensarlo hasta mañana por la mañana.
—¡Pensarlo! —Su rostro enrojeció, y sus ojos saltones llamearon—: ¡Pensarlo! ¿Qué diablos tendrá que pensar? ¿Acaso tiene un penique, un amigo, o una sola
oportunidad en el mundo entero? Le concederé cinco minutos: ni un segundo más.
Se puso en pie y se quedó delante de mí, contemplándome. Al levantar la mirada hasta su rostro mis ojos quedaron cegados por una especie de bruma, y en
medio de aquella bruma mi anfitrión pareció disolverse lentamente hasta desaparecer. Cuando le oí hablar de nuevo, su voz me llegó desde muy lejos, aunque
muy clara, como si me hablara a través de algún tubo.
—Luke Lucraft —me dijo—, mírese a usted mismo.
Sí, me vi a mí mismo, y a pesar de estar situado fuera de lo que veía, experimentaba las mismas emociones que si hubiera sido el actor real de las escenas
que contemplaba.
Estaba muerto de hambre, y con indecible vergüenza solicitaba una limosna de los transeúntes. Una mujer me dio un chelín y corrí a comprar algo que comer.
Estaba durmiendo entre la paja y los residuos vegetales del mercado de Covent Garden. Me despertaba hambriento y miserable. Mendigaba de nuevo, y no me
daban nada. Luego…, luego…, luego robaba. Nadie me descubría. Pero a la tercera vez era descubierto y detenido. El horror y la vergüenza del momento en
que comparecía ante el juez es algo que nunca podré olvidar. Todo ello acompañado de una constante e insoportable sensación de hambre. En la última escena
que vi, yo estaba tendido, muerto, muerto de hambre y de frío, en una miserable y desnuda buhardilla.
¿De qué malas artes se había valido el viejo para engañar mis sentidos? Era una mentira, y él lo sabía. Pero yo buscaría un trabajo honrado, por pesado
que fuera.
—Éste es su futuro, joven —susurró a mi oído la voz del tentador—. Una triste perspectiva. Una vida miserable, y un desdichado final. Ahora, contemple
el otro aspecto.
La escena cambió. Me vi a mí mismo, en otra condición. Mi hambre se había desvanecido por completo.
Iba bien vestido y me sentía alegre y animado. Estaba bailando en un salón lleno de muchachas bonitas. Estaba paseando entre los árboles y las flores;
estaba leyendo, tendido al sol; estaba contemplando cuadros: estaba en el teatro; estaba cabalgando en el parqué; estaba siguiendo a los perros de caza;
estaba haciéndole el amor a Juliet.
Las escenas cambiaban con la misma rapidez con que mi fantasía pasaba de una cosa a otra. Pero en todas me sentía igual: libre de la necesidad terrena
del hambre, libre de la ansiedad, con abundancia de dinero…
Mentiras, también. Pero, ¿en virtud de qué poder conseguía embaucarme así aquel nigromante?
—Unas escenas muy distintas, mi querido y joven amigo, ¿no es cierto? —inquirió el anciano caballero, y su voz estaba cada vez más cerca de mí—. Bueno,
ya han transcurrido sus cinco minutos.
La nube que había delante de mis ojos se desvaneció. Me encontré sentado en la habitación octogonal, con el anciano delante de mí, reloj en mano, como
si estuviera contando los segundos.
—Cinco minutos y quince segundos —gruñó—. Escoja.
—Ya he escogido —dije—. Acepto su ofrecimiento.
—Bien, muy bien —dijo el anciano, con un suspiro de alivio—. No esperaba menos de usted. ¡Bola de Nieve! ¡Bola de Nieve!
La influencia de las cosas que acababa de ver era demasiado intensa sobre mí. No podía razonar ni reflexionar.
El anciano dio unas palmadas.
Inmediatamente, el horrible negro apareció detrás de la silla de su dueño, como si hubiera brotado del suelo. Y creo que brotó del suelo, efectivamente.
Su aspecto era más diabólico que nunca, sonriendo de oreja a oreja y con los ojos brillando a la luz de los candelabros como dos grandes brasas de carbón.
La luz caía, también, sobre las hendiduras y las arrugas de su rostro, destacándolas como las colinas y los valles de un mapa en relieve. Todo me desconcertaba,
pero aquel viejo criado me producía un efecto más desconcertante que todo lo demás.
—Bola de Nieve nos servirá de testigo —dijo el anciano caballero—. Bola de Nieve, este joven caballero, Mr. Luke Lucraft, está a punto de firmar un pequeño
documento, en el cual, por pura fórmula, necesitaremos también tu firma en calidad de testigo.
—¡Cluck! —dijo el negro—. Este joven caballero tener mucha suerte…, tener mucha suerte. ¿A qué hora tener que servirle la cena al massa?
—¿Cuándo cree usted que volverá a tener hambre? —me preguntó el anciano—. Contésteme sinceramente, sin absurda vanidad…, porque sería peor para usted.
La verdad, sencillamente. Ahora son las seis.
—Yo diría que a eso de las nueve estaré en condiciones de cenar, y a las diez es seguro que volveré a tener hambre. La comida ha sido muy copiosa…
—Bien. —El anciano se volvió hacia Bola de Nieve—: Como puedes ver, este joven es modesto y no promete cosas descabelladas. Cenaré, una cena abundante,
a las diez en punto. Ahora, Mr. Lucraft firmará.
Me acerqué a la mesa y cogí la pluma, pero no había tinta.
—¡Cluck! —dijo el infernal negro, sonriendo horriblemente—. ¡Cluck! Massa esperar un poco.
Cogió mi mano izquierda con su suave y fría zarpa. Noté un agudo pinchazo en mi muñeca.
—Moje la pluma en la sangre —dijo el anciano caballero—. Es un simple formulismo.
—¡Cluck! —dijo Bola de Nieve.
—Una simple fórmula, porque no tenemos tinta a mano.
—¡Cluck-cluck!
Estampé mi nombre en el documento y, siguiendo las instrucciones del anciano caballero, coloqué mi dedo índice sobre la roja firma, diciendo:
—Declaro que ésta es mi voluntad.
Luego le entregué la pluma a Bola de Nieve. Escribió su nombre debajo del mío. Mientras firmaba, me pareció que las letras formaban la palabra «Belcebú».
Le miré con una especie de terror. El negro sonrió, como si adivinara mis pensamientos, y soltó otro de sus espantosos «clucks».
Luego empecé a experimentar la misma debilidad que había sentido al principio. Ascendía lentamente desde mis pies, de modo que oí la voz del anciano caballero,
pero no vi nada. Cada vez me sentía más débil.
—La cena a las diez, Bola de Nieve —estaba diciendo—. Ya empiezo a tener hambre. ¿Qué haré hasta las diez? Empiezo a tener hambre, desde luego. Creo que
podría cenar a las nueve y media… ¡Oh! ¡Bendito día! Bola de Nieve, me servirás una cena para tres…, para cuatro…, para cinco. Beberé champaña, Perrier
Jouet, curasao y ponche. ¡Ponche de curasao! Hace más de tres meses que no lo he probado. ¡Oh! Bendito…, bendito…, bendito…
No oí nada más, porque me sumí en una especie de letargo y su voz se apagó.
Cuando recobré el conocimiento estaba apoyado en el poste en Bucklersbury, donde había encontrado al anciano.
Eché a andar como un sonámbulo. Al pasar por delante de un restaurante, un intenso olor a carne asada hirió mi olfato. Y digo hirió, porque me produjo
una extraña sensación de repugnancia.
—¡Puaf! —murmuré—. ¡Carne asada!
Mi hambre había desaparecido, esto era un hecho evidente. Sentía completamente tranquilizadas aquellas zonas, cualesquiera que sean, donde reside el apetito.
Andaba sumido en una especie de trance, tratando de poner en claro lo que me había sucedido. Lo primero que descubrí fue que no podía recordar el nombre
del anciano caballero. Más tarde diré cuándo y en qué circunstancias volví a recordarlo. Me acordaba perfectamente de todos los acontecimientos de aquella
tarde. Veía al anciano caballero, con su rostro enrojecido, sus ojos saltones y su pelo blanco; veía al arrugado negro; veía la habitación octogonal sin
puertas ni ventanas; la espléndida comida; a mi anfitrión observando todos mis gestos; me acordaba de todo, excepto del nombre del anciano al cual había
vendido…, mi apetito.
Todo aquello era tan raro, que me eché a reír al pensar en ello. Debí emborracharme: el anciano me había proporcionado una buena comida, y había bebido
demasiado. Pero, entonces, ¿por qué lo recordaba todo tan claramente, en sus menores detalles?
Sobre la cama de la única habitación que constituía mi alojamiento encontré una carta. Era de una firma de abogados, y había sido echada al correo a las
seis y media —media hora después de haber firmado aquel documento—. Me informaban de que un cliente suyo, cuyo nombre no mencionaban, les había comisionado
para que me entregaran mensualmente la suma de 30 libras, a partir del día de la fecha. ¿Cómo habían obtenido sus instrucciones con tanta rapidez?
Estaba demasiado cansado con las aventuras del día para pensar más en el asunto; y, a pesar de que sólo eran las nueve, me acosté y me quedé inmediatamente
dormido. Al cabo de una hora volví a despertarme, con una rara sensación, como si estuviera comiendo demasiado. Al instante supe lo que estaba sucediendo,
por una especie de premonición. El anciano estaba cenando, más de lo conveniente… por mí. Salté de la cama, resoplando. Y en aquel preciso instante el
anciano empezó a beber más de la cuenta. La cabeza me daba vueltas. Reí, canté y bailé; y poco después caí sin sentido sobre la alfombra, y no recuerdo
nada más.
Me desperté a primera hora de la mañana. Continuaba tendido en el suelo. La cabeza me dolía terriblemente. Al caer había dado de cabeza contra una de las
patas de la cama y me había lastimado un ojo. Además, había roto un par de sillas. Estaba helado y temblaba de pies a cabeza. Me metí en cama, y traté
de recordar lo que había sucedido. Era evidente que me había emborrachado durante la comida y había regresado a casa con la cabeza llena de fantasías y
de sueños; quizá la propia comida fue un sueño y una alucinación; si era así, las punzadas del hambre no tardarían en volver a presentarse. Pero no se
presentaron. Luego me quedé dormido y no desperté hasta que el sol estaba muy alto y el reloj daba las diez. Mientras me vestía me sentí enfermo y agotado.
Me temblaban las manos y tenía el rostro hinchado y los ojos enrojecidos. Seguramente me había intoxicado. Hasta entonces había sido un hombre de costumbres
morigeradas, en parte por lo que a la mayoría de nosotros nos obliga a ser sobrios: la pobreza; pero, desde luego, a los veinticuatro años había visto
lo suficientemente del mundo como para poder reconocer las señales del exceso de bebida. Y en aquel momento yo las mostraba todas, sin faltar una. Por
desgracia, estaba destinado a familiarizarme demasiado con las malditas señales. Involuntariamente, cuando me hube vestido, puse mis manos en mis bolsillos;
en ellos había dinero, oro…, soberanos: mi bolsillo estaba lleno de monedas de oro. Las conté, estupefacto. Cuarenta y nueve, y una que cayó rodando: cincuenta.
Era parte de la suma por la cual había vendido mi apetito; y sobre la mesa reposaba la carta de los señores Crackett Charges, anunciándome una asignación
mensual de treinta libras.
¡Todo era cierto, entonces!
Me senté y traté de poner en orden mis pensamientos. Todo estaba claro, excepto el nombre del comprador: Mr…, Mr… Me acordaba de Bola de Nieve, de la casa,
de la habitación y de la comida, pero no del nombre del anciano, de cuya villanía sólo tenía una ligera idea en aquellos momentos. Y no volví a recordar
el nombre hasta que me lo dijeron, mucho más tarde.
Todo era muy raro. Dicen que hay hombres que han vendido su alma al diablo por dinero, renunciando a una eternidad de dicha por unos cuantos años de placer;
pero en lo que a mí respecta, había cambiado, al parecer, los inconvenientes de un saludable apetito sin tener nada que comer, por los medios de vivir
tranquilamente sin él. En una transacción así no podía haber pecado; era algo muy distinto al trato hecho por Fausto, por ejemplo. Y aquí estaban los hechos
de signo positivo, por así decirlo: mi bolsillo lleno de soberanos, y una carta anunciándome una asignación mensual de treinta libras.
Hechos de signo positivo. Ustedes verán. No había cometido ningún pecado con aquella transacción. Ustedes juzgarán. Ningún daño podía derivarse de un asunto
tan trivial. Ustedes leerán. Cuando me disponía a salir me encontré con la patrona, la cual me anunció qué debía abandonar su casa al término de aquella
semana.
—Pensé que era usted un joven tranquilo y sobrio —me dijo—. Nunca más volveré a fiarme de las apariencias. Ha tenido usted despiertos a todos los huéspedes
hasta las dos de la mañana, con sus cantos y sus bailes, que sólo interrumpía para golpear las sillas contra el suelo. No le permitiré quedarse ni un minuto
más en esta casa, aunque me lo pida de rodillas. Los vecinos me amenazaron con llamar a la policía. Hace más de veinte años que vivo en este barrio, y
siempre he sido una mujer respetable.
Quedé desolado. Después de todo, quizás había sido yo, y no el anciano caballero, mi amable benefactor, la causa de todo aquel jaleo. Era evidente que
había ingerido una gran cantidad de vino. Me disculpé humildemente y salí a la calle.
Eran las once, pero no sentía el menor deseo de desayunar. Esto era una experiencia completamente nueva para mí. Sin embargo, entré en un café, de acuerdo
con la costumbre, y encargué una taza de té y un panecillo. Cuando me los sirvieron descubrí, con una horrible premonición de peores desdichas, que mi
sentido del gusto había desaparecido. Excepto que una cosa era líquida y la otra sólida, no distinguía nada. Y el sentido del olfato no me ayudaba; como
descubrí más tarde, mi nariz estaba afectada agradable o desagradablemente, pero no me servía para nada. El olor a pólvora, a gas y a tabaco ofendían a
mi olfato. Lo mismo que ciertos olores culinarios. En cambio, ciertas flores, el té y el clarete me complacían, pero era incapaz de distinguir entre ellos.
Y no solamente no podía saborear las cosas, sino que el comerlas no me hacía ningún bien. Comía y bebía maquinalmente, porque sabía que el cuerpo necesita
alimentos.
Sin embargo, todos estos conocimientos, y más, me llegaron gradualmente. Después de obligarme a mí mismo a desayunar, decidí hacer una visita a los abogados,
que tenían su oficina en Lincoln’s Inn Fields.
Me recibió un joven escribiente vestido de negro que parecía estar muy satisfecho de sí mismo.
—¡Ja! —dijo—. Sabía que no tardaría en presentarse, después de recibir la carta. Firme esto.
Era un recibo, y estaba a punto de preguntarle si tenía que firmarlo con sangre, cuando él zanjó la cuestión acercándome un tintero.
—Aquí, debajo del sello de ocho peniques… No estoy autorizado a contestar ninguna pregunta que pueda usted formularme, Mr. Lucraft, ni a formularle a usted
ninguna; de modo que coja su dinero y buenos días. Supongo que, al igual que los otros, desconoce usted el nombre de su bienhechor y que le gustaría conocerlo.
Pero puede usted ahorrarse la pregunta. Yo no se la contestaré, y tengo órdenes de no introducirle a la presencia de Mr. Charges ni de mister Crackett.
Ya tuvieron bastantes molestias con el último. Entró en su oficina, borracho, y armó un gran escándalo.
Me estremecí.
—Sin embargo, Mr. Lucraft, esperó que será usted más afortunado que sus predecesores.
—¿Dónde están? ¿Quiénes son?
—Ignoro dónde están —respondió el escribiente con una mueca—. Pero lo imagino. Todos muertos y enterrados. Y todos muertos de lo mismo: delirium tremens.
¡Pobre caballero! Es demasiado bueno para este mundo, y cuanto más bien hace más desengaños recibe. De todos modos, ha tenido muy mala suerte con sus pensionistas.
Cuando desapareció el último dijo que no tendría ninguno más, porque ya estaba cansado de que abusaran de su bondad. Pero su buen corazón le ha traicionado
una vez más. Ojalá se hubiera fijado en mí…
—¿Cómo ha dicho que se llama?
El escribiente me dirigió una astuta mirada.
—Si usted no lo sabe, ¿cómo voy a saberlo yo? —dijo—. Aquí está el cheque, Mr. Lucraft, y espero que vendrá a recogerlo durante mucho más tiempo que los
otros. Aunque todos los pensionistas parecen predestinados a un final temprano. ¡Santo cielo! ¡Un tipo tan saludable como Tom Kirby! ¡Si le hubiese visto
la primera vez que se presentó a recoger el cheque! Fuerte como un toro, y fresco como una lechuga.
—¿Tenía un buen apetito?
—No. No comía apenas nada. Murió de consunción antes de que transcurriera el tercer mes. Nadie le vio beber nunca, pero todas las noches estaba borracho,
como los demás. Quizá sea una simple coincidencia. Le deseo más suerte, míster Lucraft.
Esta conversación no me tranquilizó, precisamente, y decidí presentarme en Bucklersbury y visitar al anciano caballero. Encontré el poste contra el cual
estaba reclinado cuando él me abordó; no me cabía ninguna duda, ya que las liebres y las coliflores continuaban en el escaparate de la tienda, sólo que
su aspecto me resultaba ahora sumamente desagradable. Encontré la calle a la cual me había conducido, y luego…, luego…, no pude encontrar la puerta por
la cual habíamos entrado. No sólo no había ninguna puerta, sino que aquél no parecía un lugar donde pudiera existir una puerta como la que yo recordaba.
Recorrí la calle arriba y abajo, dos veces. Examiné todas las ventanas. Le pregunté a un guardia si había visto en aquella calle a un anciano caballero
como el que le describí, o un negro que respondiera a las señas de Bola de Nieve; pero no pudo darme ninguna información. Sin embargo, mientras caminaba
por la acera pude oír claramente —produciéndome una impresión que sol incapaz de describir— el infernal «¡Cluck-cluck!» del negro de manos suaves, piel
arrugada y ojos enrojecidos. Estaba riéndose de mí desde algún escondite. Hasta entonces no me había causado ningún daño, que yo supiera, pero desde aquel
momento le odié.
Por entonces yo no estaba satisfecho de mi buena suerte. Incluso deseaba ansiosamente recuperar lo que había vendido. Me sentía preocupado, e intuía que
iban a presentárseme nuevas dificultades. Pensaba en el destino de aquellos desconocidos y desdichados predecesores, todos muertos a causa de la bebida.
¡Santo cielo! ¿Iba yo a morir miserablemente de delirium tremens, después de haber vendido mi sentido del gusto, sin poder distinguir el vino del agua,
ni siquiera por el olor?
A la una y media, la hora del almuerzo para los que tienen apetito, experimenté de nuevo la sensación de que me estaban rellenando de comida. Entré en
un fumadero del Strand y me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, alrededor de las seis, la opresión se había desvanecido. Y entonces empecé
a comprender, en parte, las consecuencias de lo que había hecho: y digo en parte, porque me esperaba algo peor, mucho peor. Estaba condenado, lo veía claramente,
a ser la víctima de la glotonería del anciano. Él comería, y yo sufriría las consecuencias. El anciano, tal como me había dicho el escribiente, había matado
ya a tres hombres muy fuertes: yo sería el cuarto. Me dirigí de nuevo a Bucklersbury y examiné todas las casas, en busca de algo que pudiera darme una
pista. Vagabundeé por las calles de la ciudad, con la esperanza de encontrar a mi verdugo y obligarle a que me devolviera mi libertad. No encontré ninguna
pista, no encontré al anciano. Pero le sentí. Alrededor de las siete empezó a cenar; comía lentamente, a juzgar por la naturaleza gradual de mis sensaciones;
pero ingirió una sorprendente cantidad de comida, y a eso de las ocho él peso de mi estómago era tan grande, que apenas podía respirar. ¡Cómo maldije mi
locura! ¡Cuán imponentemente me retorcí bajo el peso que había cargado sobre mis propios hombros! Y luego empezó a beber. ¡El muy bribón! Noté que la cabeza
me daba vueltas; no experimentaba ninguna sensación de alegría, ninguna de las agradables gradaciones de excitación, esperanza y confianza a través de
las cuales los hombres suelen llegar a la etapa final, al olvido absoluto. Me estaba emborrachando, lenta pero inexorablemente. Luché inútilmente contra
aquella sensación; a mi alrededor todo empezó a dar vueltas; traté de hablar, pero la lengua parecía habérseme hinchado monstruosamente; las losas de la
acera volaron al encuentro de mi frente y perdí el conocimiento.
III
Por la mañana me encontré tendido en un banco de piedra en una pequeña habitación enjalbegada. La cabeza me dolía horriblemente. En mi cerebro resonaba,
con burlona reiteración, el infernal «¡Cluck-cluck!» del negro. No tuve mucho tiempo para meditar; se abrió la puerta y apareció un policía de uniforme.
—¡Vamos! —me ordenó en tono rudo—. ¡Acompáñeme, si es que puede sostenerse en pie!
Inmediatamente comprendí lo que había sucedido; me encontraba en los calabozos de una comisaría, e iba a comparecer ante el juez.
No he olvidado aún aquella ignominia, a pesar de que han transcurrido más de cuarenta años. «Embriaguez y escándalo público». ¿Qué podía decir en mi descargo?
Nada, absolutamente nada. Di un nombre falso, pagué la multa y me dejaron marchar. Regresé a mi alojamiento y traté de enfrentarme con el problema.
Era evidente que el demonio al cual me había vendido era incapaz de la menor consideración hacia mí. Comería y bebería todo lo que se le antojara, sin
importarle las consecuencias que pudiera acarrearme. Era evidente, asimismo, que procuraría extraer el mayor jugo posible de su trato, comiendo vorazmente
todos los días y emborrachándose como una cuba todas las noches. Y yo me encontraba completamente indefenso. No me cabía ninguna duda de que las consecuencias
serían tan graves para mí como si fuera realmente culpable de aquellos excesos. Sólo me quedaba un pequeño consuelo: mi apetito decaería, y mi verdugo
sería castigado donde más había de sentirlo. Me tendí a esperar la hora del almuerzo; no experimenté ninguna sensación de hartura; en consecuencia, era
indudable que el anciano caballero estaba sufriendo ya un castigo subsidiario, por así decirlo, por su glotonería del día anterior. Por la tarde salí a
la calle, temiendo a cada paso encontrarme con alguien que hubiera sido testigo de mi vergüenza de aquella mañana, para ingerir mi ración normal de alimento.
Era horrible pensar que los excesos de la noche no afectaban para nada mi capacidad para ingerir alimentos, que se mantenía a un nivel regular. En realidad,
yo era una máquina humana que a horas determinadas exigía agua y combustible. Regresé a casa temprano, a fin de evitar una repetición de la desgracia de
la última noche, y me encerré en mi habitación.
A las siete empezó la cena; a las ocho me encontraba repleto de comida; a las nueve estaba borracho. Pensé que lo mejor que podía hacer era ocultarme en
alguna parte. Alquilé una casita situada al norte de Islington, compré algunos muebles y me retiré a vivir allí, condenándome a mí mismo a la soledad.
Entre aquellas cuatro paredes, al menos, estaba seguro. Y allí, noche tras noche, esperé temblando los ataques de glotonería y de embriaguez, ya que mi
verdugo no tenía piedad.
En cuanto a mis comidas, las compraba preparadas. Consistían casi exclusivamente en pan y en carnero frío. Para comprender la lamentable condición a que
me había reducido la falta del sentido del gusto, les bastará saber que el carnero hervido, frío, era tan agradable para mí como cualquier otra forma de
alimento. Descubrí, después de repetidas tentativas, que el carnero constituye el mejor combustible —es mucho mejor que el buey y que el cerdo— para mantener
la máquina humana en funcionamiento el mayor tiempo posible. De modo que comía carnero. También descubrí la cantidad exacta de comida que necesitaba, y
que sólo una pequeña parte de su composición tenía que ser de procedencia animal, de modo que tenía siempre una buena provisión de patatas hervidas. Me
aprovisionaba dos veces al día, a las once de la mañana y a las cinco de la tarde. Así fortalecido, me enfrentaba con las horas de tormento.
Aquel período de mi vida fue tan desdichado, que la mente humana apenas puede concebirlo. Día a día, mi cuerpo se estaba convirtiendo en una auténtica
ruina. Por las mañanas me temblaban las manos. Perdía la facultad de pensar de un modo coherente. Un verdadero desastre, en una palabra.
La gente no puede saber, a menos que se haya encontrado en mi situación, cosa muy improbable, la importancia que el comer y el beber tienen en la vida
de un hombre. Entre el resto del mundo y yo se había abierto un abismo. Ellos podían disfrutar de lo que a mí me estaba vedado: podían celebrar los acontecimientos
felices con algún manjar extraordinario; podían dar a la dicha una forma externa y tangible. Yo, en cambio, no sólo estaba privado de todo eso, sino que
ni siquiera podía gozar de una alegría en sí misma. Ya que, si se mira bien, la mayoría de las alegrías o de los sufrimientos humanos están relacionados
con los sentidos. Había renunciado a la mitad de mí mismo, y la otra mitad permanecía como amodorrada e incapaz de reaccionar. En lo que respecta a mi
pálida y descolorida existencia, era tan monótona como un reloj. Si me olvidaba de alimentarme, me sentía invadido por la habitual debilidad. Pero no gozaba
del placer de saborear por anticipado una agradable cena; no disfrutaba con la contemplación de una copa de vino al trasluz, brillando con la pasión del
rubí o la dulzura del ópalo…
Como ya he dicho, todas las cosas me sabían igual y el carnero frío constituía mi plato básico. Sólo podía distinguir entre la cerveza, el vino, el café
y el té por el aspecto, y en consecuencia bebía agua. Si me decidía, cosa que ocurría muy rara vez, a comer en un restaurante, escogía mi piéce de résistence
por el aspecto, por algún atractivo en la forma, pero no por el sabor o el olor. El color requemado de la carne asada podía atraerme un día y repugnarme
al siguiente. Tres cuartas partes de mi vida habían desaparecido, y con ellas toda mi felicidad.
Aquella época duró alrededor de cuatro meses. El día uno de cada mes me presentaba en las oficinas de los abogados para recibir mi paga —el salario del
pecado— de manos del escribiente, el cual me examinaba con aire crítico pero no me dijo nada hasta el día primero del cuarto mes. Entonces, mientras me
entregaba el dinero, me susurró en tono confidencial a través de la mesa:
—Mire, amigo, a mí no me importa, pero tiene usted peor aspecto que el pobre Tom Kirby. ¿Por qué no deja usted de beber? ¿Qué placer encuentra emborrachándose
de ese modo? El anciano caballero estuvo aquí ayer, y me preguntó qué aspecto tenía usted y si creía que su estado de salud era bueno. Le preocupan mucho
sus pensionistas, ¿sabe?
Cogí mi dinero con mano temblorosa y salí de allí a toda prisa. Cuando llegué a mi casa, no me avergüenza confesar que lloré como un chiquillo.
¡Delirium tremens! No tardaría en presentarse, y entonces se precipitaría el final. Era demasiado horrible. Piensen en mi situación. Tenía veinticuatro
años. No sólo estaba privado del placer —un verdadero placer, se lo aseguro— de comer y beber; yo era el hombre más sobrio del mundo y, sin embargo, llevaba
en el rostro y en mi aspecto, y sentía en mi cerebro, todas las huellas y los síntomas de un incurable alcoholismo. Aquel viejo glotón, aquel oculto asesino,
no tendría piedad. Debió haber observado la progresiva decadencia de mi apetito, y, al ver que la cosa empeoraba, había decidido matarme bebiendo más desaforadamente
que nunca.
Creo que no hubiera tardado ni una semana en morir, de no haberse producido un hecho inesperado, del cual me enteré más tarde: el viejo demonio cayó enfermo
con un terrible dolor de garganta que no le permitía tragar nada. ¡Imaginen mi alegría al comprobar qué podía acostarme sobrio, despertar sin que me doliera
la cabeza, notar que los síntomas de mi alcoholismo desaparecían lentamente, ver tranquilizados mis nervios! Durante quince días fui feliz…, tan feliz
que incluso llegué a creer que la mejora sería definitiva y que el anciano se había arrepentido de su maldad. Un día, después de un par de semanas de verdadero
paraíso terrenal, estaba paseando por el Strand, pues no temía ya salir a la calle, y me encontré con mi antiguo director, el padre de Juliet. Me saludó
con una afabilidad realmente emotiva, dadas las circunstancias.
—¡Mi querido muchacho! Me he preguntado muchas veces por dónde andarías… Ven y cuéntamelo todo. ¿Has cenado ya? Vamos a cenar juntos.
Me disculpé lo mejor que supe y le pregunté por Juliet.
—Medianamente, muchacho. ¿Sabes, Lucraft? A veces pienso que no me porté demasiado bien contigo. Pero…, no tenías dinero. Reúne un poco de dinero, muchacho,
y vuelve con nosotros.
¡Sencillamente maravilloso! Olvidé mis preocupaciones, mis ataduras… Me olvidé de todo, menos de Juliet.
—Yo…, yo…, tengo…, tengo algún dinero —tartamudeé—. Lo conseguí inesperadamente.
—¿De veras? —inquirió Mr. Kerrans, palmeándome el hombro—. Entonces, ven a ver a Juliet. Espera…, no. Pasado mañana damos una función a beneficio de Juliet.
Estamos actuando en Richmond. Puedes representar uno de tus antiguos papeles: el de sir Harry Wildair. Modificaré los programas. ¿Seguro que vendrás?
—¡Seguro! —respondí, muy excitado—. Me sé el papel de memoria, de cabo a rabo. Dígale a Juliet que un viejo amigo actuará con ella.
Quedamos de acuerdo y nos separamos. Compré un ejemplar de la obra en Lucy’s y estudié de nuevo el papel.
Al día siguiente me dirigí a Richmond, y encontré a mi Juliet sumida en una impaciencia que me llegó al corazón. Había adelgazado y estaba muy pálida;
yo, en cambio, había engordado y tenía el rostro enrojecido, a pesar de que quince días de tranquilidad habían mejorado mi aspecto.
—Estás muy desmejorado —me dijo Juliet—. Mr. Mould —Mr. Mould era el encargado del vestuario— dice que tienes el aspecto de un aficionado a la bebida.
Me eché a reír, pero la procesión me iba por dentro.
Levantamos el Salón a las siete.
Empecé con todo mi antiguo fuego, porque estaba actuando de nuevo con Juliet. Olvidé mis preocupaciones; era realmente feliz, y creo que actué bien. El
caso es que me aplaudieron mucho. Durante el primer entreacto, un repentino terror se apoderó de mí. Noté que el viejo estaba comiendo otra vez. La cosa
no pasó a mayores, porque comió muy poco. Pero luego empezó a beber, y a beber aprisa.
Era inútil luchar contra ello. Creo que el diabólico viejo bebió coñac barato, porque al cabo de cinco minutos me había emborrachado. Salí a escena tambaleándome,
riendo y cantando como un salvaje, hasta que caí y no pude levantarme. Lo último que recuerdo es el rugido de furor del viejo Kerrans, diciendo a los tramoyistas
que sacaran a aquel inmundo borracho del teatro y lo arrojaran a la calle. Más tarde me enteré de que se vieron obligados a suspender la función, y que
el beneficio de la pobre Juliet se fue al agua. En lo que a mí respecta, los tramoyistas me sacaron del teatro con la intención de dejarme tirado en medio
de la calle, pero uno de ellos se compadeció de mí y me llevó a su propia casa en un carretón.
Quedé completamente aplastado por aquel golpe. Por primera vez se me ocurrió la idea del suicidio para terminar con todo. Torpe de mí, no caí en la cuenta
de que mi verdugo no podía comer, pero podía beber, y encargó el licor más fuerte que pudo encontrar, con el propósito de matarme de una vez y empezar
con otra víctima.
Pero la Providencia había dispuesto que los acontecimientos se desarrollaran de un modo muy distinto.
Una noche, pocos días después de mi desgracia en el teatro de Richmond, estaba sentado en mi solitaria vivienda, en espera de la habitual borrachera, cuando
noté una rara agitación dentro de mí, una lucha interna, como si a través de todas mis venas circulara una tormentosa ola. Me tendí en la cama.
«Una nueva diablura del viejo —me dije a mí mismo—. Que haga lo que quiera; al menos, debo tratar de soportarlo con resignación».
Empecé a especular acerca de mi inevitable y cercano fin, y a preguntarme qué proporción del pecado de todas aquellas borracheras me serían cargadas en
cuenta.
Asombrado, comprobé que no sucedía nada más. Mi tumulto interior fue apaciguándose lentamente, y me quedé dormido.
A la mañana siguiente me desperté tarde, y noté que la cabeza no me dolía. Esto quería decir que la noche anterior no me había emborrachado… Me levanté
con la depresión de costumbre, y quedé estupefacto al descubrir que mis nervios no me fallaban y que mi estado de ánimo mejoraba hasta el punto de barrer
toda sombra de depresión.
Maquinalmente, me dirigí a la alacena y saqué mi ración de carnero y de patatas. ¿Cómo describir la alegría que experimenté al comprobar que había recuperado
mi sentido del gusto y que el sabor de la carne fría me pareció horrible? Apenas podía creer a mis sentidos; en realidad, los había perdido durante tanto
tiempo que resultaba difícil aceptar que volvía a estar en posesión de ellos. Probé las patatas. ¡Santo cielo! Para un paladar normal, no hay nada más
espantoso que el sabor de una patata hervida, fría.
Me dirigí a la taberna más cercana y pedí huevos, jamón y té. Lo devoré todo con una pasión casi religiosa. Y luego, convencido de que mi verdugo tenía
que estar muerto, me presenté en la oficina de mis abogados.
Me recibió el escribiente.
—¡Ah! —exclamó, en tono compungido—. ¡El anciano caballero ha muerto! Se apagó como el pabilo de una vela. Pasó a mejor vida en veinticuatro horas. Bueno,
si alguien se ha ganado el cielo en la tierra, ése fue él.
—¿De qué murió? ¿De un empacho de comida y de bebida?
—¡Mr. Lucraft! —me reprendió el escribiente—. Usted es el menos indicado para adoptar ese tono al referirse a su bienhechor, aquel distinguido caballero.
Era un verdadero santo. Murió de apoplejía.
—¡Oh! —exclamé, sin importarme lo que el escribiente decía, pero satisfecho al comprobar que el diabólico viejo estaba realmente muerto.
—El jefe de la firma desea verle a usted —me informó el escribiente—. Sígame.
Me condujo a un despacho en el cual se encontraba un caballero de edad madura sentado detrás de un escritorio.
—¿Mr. Lucraft? —inquirió—. Le estaba esperando. Esta mañana he visto al criado negro de su difunto bienhechor. Me dijo que usted vendría aquí.
Le miré en silencio.
—Tengo una comunicación para usted, de parte de nuestro desaparecido amigo, Mr. Ebenezer Grumbelow. Lleva fecha de hace varias semanas, y hace referencia
a una suma de dinero que obra en mi poder y que debía entregarle a usted en el caso de que él falleciera.
«Ebenezer Grumbelow —murmuré—. Ebenezer Grumbelow».
Este era el nombre que durante tanto tiempo no había podido recordar.
—Mi pobre amigo —continuó el abogado—, después de subrayar que, a menos que cambie usted de costumbres acabará mal, me entregó personalmente el dinero
—aquí está el cheque—, para que la donación no figurase en su testamento.
Cogí el cheque en silencio.
—Bueno… —El abogado me miró con cierta sorpresa—: ¿No tiene usted ninguna observación que hacer respecto a esta muestra de generosidad?
—Ninguna —dije.
—Ignoro —continuó el abogado—, ignoro, firme aquí, por favor, qué motivos tuvo Mr. Grumbelow para hacerle objeto de su generosidad. Pero opino que una
expresión de pesar por su muerte no estaría de más…
Me metí el cheque en el bolsillo.
—Mr. Grumbelow era un filántropo, ¿no es cierto? —inquirí.
—En efecto. Un verdadero filántropo, que dedicó su vida a socorrer a los demás. Todo el mundo lo sabe.
—Y era también un hombre religioso, ¿verdad?
—Desde luego, desde luego. Uno de los hombres más profundamente religiosos de nuestro país…
—¡Cluck-cluck!
En la puerta había aparecido el familiar rostro de Bola de Nieve.
—Supongo que ya conoce usted al fiel criado de míster Grumbelow —dijo el abogado.
—En el documento por el cual se me hace donación de esta suma, ¿hay alguna cláusula especial, alguna condición que yo deba cumplir? —pregunté.
—Ninguna. Es una donación completamente libre. Un momento, aquí hay una postdata que tengo que leerle. Tal vez usted la comprenda. En ella, Mr. Grumbelow
dice que, en lo que respecta a los servicios que él le prestó a usted, y usted a él, será mejor que los mantenga en secreto, por su propio bien.
Me incliné.
—Ahora puedo decirle a usted, Mr. Lucraft, sin el menor deseo de quebrantar la confianza que pueda haber existido entre el difunto y usted, que un amigo
de Mr. Grumbelow —se trata del reverendo Jabez Jumbles, un nombre que usted desconocerá— se propone escribir la biografía de aquel hombre tan notable y
tan religioso, como un ejemplo para la juventud. Cualquier ayuda que usted pueda prestar para un fin tan loable, será recibida con la mayor gratitud. Especialmente,
Mr. Lucraft, cualquier información acerca de la continua ayuda que prestó a los jóvenes, que habitualmente le decepcionaron y murieron alcoholizados.
Volví a inclinarme y me marché.
En el pasillo fui abordado por el negro.
—¿Qué es lo que tienes que decirme, maldito rufián? —exclamé, blandiendo mi puño delante de su arrugado rostro.
—¡Cluck-cluck! Massa no enfurecerse con el pobre viejo Bola de Nieve. ¿Cómo está el joven massa? Tener muy buen aspecto. ¿Cómo andar de apetito el joven
caballero? ¿Tener el estómago fuerte? ¡Cluck-cluck!
Prudentemente, se mantenía a cierta distancia de mis manos. Creo que en aquel instante le hubiera asesinado sin pensármelo dos veces.
—El anciano massa siempre preguntar: «¿Cómo está el joven diablo? Andar a ver, Bola de Nieve». Y yo ir a mirar a la casa del joven massa, y regresar. «Él
estar muy mal, señor —yo decir—. Él empeorar de prisa, como los otros. La gente decir que beber demasiado, beber demasiado». ¡Cluck-cluck! El anciano massa
decirme todas las noches: «Traerme el coñac, Bola de Nieve, traerme el coñac; quiero terminar con él». ¡Cluck-cluck!
—Dime, ¿de qué murió tu amo?
—De ape…, de apo…, Bola de Nieve no saber, señor.
—¡A otro con ese cuento! Vamos, dime la verdad.
—Al anciano massa le llegó su hora —susurró Bola de Nieve, acercándose más a mí—. Le llegó su hora, y el anciano massa tener mucho miedo. ¿Massa Lucraft
necesita un criado? Bola de Nieve muy buen criado. Cocinar muy bien. Hacer a massa rico, como massa Grumbelow.
—¡Antes contrataría al diablo! —exclamé.
—¡Cluck-cluck-cluck! —cloqueó el negro; y en aquel momento, parecía realmente el diablo—. ¡Cluck! Massa poder hacerlo, si massa querer.
Me marché precipitadamente, demasiado excitado por haber recobrado la libertad para fijarme en lo que el negro acababa de decir.
¡Estaba libre! ¿Qué iba a hacer ahora?
Fui a ver a Mr. Kerrans. Le encontré en aquel estado de ánimo que corresponde al padre severo ultrajado en sus mejores y más tiernos sentimientos. Tuve
que invitarle a una generosa ración de coñac; pero finalmente conseguí que aceptara mis puntos de vista, y me permitió hablar con Juliet.
Juliet me perdonó.
Sólo tengo que añadir a esto que, un mes después de nuestra unión, le conté a mi esposa toda la historia.
Juliet me preguntó si la había tomado por una imbécil.
Desde entonces se la he contado a muchas personas, ninguna de las cuales la creyó, con la excepción, quizá, de una anciana dama; una anciana muy respetable
en todos los sentidos, con un solo fallo: cree en Joanna Southcott lo mismo que en mi historia, y a veces mezcla la figura de la profetisa con la de mi
viejo asesino.
Hasta el día de su muerte, Juliet no me permitió beber una sola gota de alcohol. Nunca se sabe, decía, cuándo un hombre puede volver a las andadas…
 
 
El caso de Mr. Lucraft.
Walter Besant.