Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Amor de Artur.

Xosé Luís Méndez Ferrín.
Amor de Artur.
 
«Icelui Preux vers les Roches décrites
Alloit chantant les vertus et mérites
Du Prince Artus, des bons tant regretté,
Et récitoit sur son luth argenté…»
Jean-Baptiste Rosseau
Roches de Salisburi (1713)
«…………………………
non quelli a cui fo rotto il petto e l’ombra
con esso un colpo per la man d’Artù.»
Dante
(Comedia, Inferno, canto 32, 61-62)
 
I
Rey Artur supo, por la boca mesturera de Galván, que Ginebra le era infiel con Lanzarote.
Por el paseo de los grandes helechos, bordeado de dalias, avanzaba solitario el monarca de corazón lastimado. Todo el dolor del mundo mordía su garganta
con fiereza de lince. Al final del parque, con gesto torvo, la torre sombría de la Dolorosa Guarda erguía sus adarves contra un cielo de plomo en el que
giraba un ejército de pequeños diablos o vencejos chillones. Noble el rostro descompuesto, globos marrones y azules bajo la mirada, rey Artur lloró con
lágrimas de fuego, y los gemidos le encanecían de saliva los bigotes y la barba. ¡Ginebra, Lanzarote! Ella había sido la bien amada, la única, la gaviota
del amanecer lluvioso, la piel cegadora de nieve ardiente, la seguridad pétrea de los estados, el azafrán de las comidas de ceremonia, cendal de Persia
en la fuente abrasada de los estíos, noches de celo de los venados junto al pabellón de caza apagando los otros gritos de amor de bronce señorial entre
doseles y pieles de nutria, y el cuerpo desnudo de ella renovándose en el lecho con el movimiento incesante y diverso de las cascadas. Él, Lanzarote, el
macho cabrío repleto de gracia en los combates y un tizón encendido en cada ojo, la fiel presencia armada y repetida no sabe Artur desde cuándo, y le parece
que desde siempre, en cada solana, en cada puerta, al pie de todas las escaleras, en el triunfo de todos los torneos; la fuerza de la edad en la que el
caballero recibe la cumbre de los atributos solares, en la que las potencias marciales se simplifican y las victorias se acercan al héroe con el ademán
sumiso de la corza de pie blanco, cifra del amor sin límites del que sirve y tiene honor.
Consumada y conocida la traición, apurado el dolor hasta el último fondo en el que navegan oscuras dudas y disculpas deseadas, rey Artur sólo ansía, derrumbado
en la tarde, recuperar, recuperar la piel de Ginebra, volverla hacia sí, descubrir de nuevo el calor de las horas pasadas y líquidos grumosos de deseos
satisfechos y de ensueños acoplados en los atardeceres de la gloria y de los floridos banquetes, que Ginebra, garza, grulla, galana, vuelva, y que Lanzarote
no regrese jamás de Armórica si no es para recibir el deshonor de manos de rey Artur, que llora de nuevo por el paseo de los helechos mientras llama a
voces a Galván, pues parten hacia el monasterio viejo de Dodro, en el que Ginebra está cautiva y tal vez alcanzó el arrepentimiento.
 
II
Estaba tachonado de luces el cielo de verano en Dodro. El Can, la Osa Mayor, el Carro, alentaban un vaho pálido y ardiente. La luna llena, en sus inicios,
había sido un globo de fuego tras la sierra de Sangres. Ahora se alzaba completa como una moneda, dispensadora de frío y de deseos plurales.
Una celda estricta en la que la austeridad no impide que una toca de seda, recamada de esmeraldas y montada en anillas de oro, cuelgue de un gancho de
herrero, percha tosca en el revés de la puerta de castaño pulido: allí yace Ginebra.
El claro de luna iluminó las sienes de la Reina. Artur le pide, muy firme, con palabras solemnes, su vuelta al tálamo, al gobierno de las casas reales.
En la mente de Ginebra se compone un no rúnico, una negativa pétrea, un rechazo granado en guijarros rotos e hirientes. Por entre unas luces blancas acechan
lirios como algas oscuras, las voces de las peñas negras de los cantiles de invierno. Doña Ginebra se niega, decidida, a regresar al lado del gran Rey
total, al lado del amor de fronda y de roble antiguo. Ladina, la desgraciada dama escupe insultos hirsutos, gotitas de veneno, propuestas armadas de pullas
que a rey Artur aguijonean. Que a rey Artur colocan en marcha, en posición de partida, y que, finalmente, precipitan hacia la puerta. Poliédrica, la noción
de la incuria más absoluta se estrella en los labios de Ginebra y rompe en luces mil como de odio o de cierta insania, y el lucerío bate en el pecho de
rey Artur, espantado. Estrechas, minas de repulsión le nacen en las partes bajas a la reina infiel y no es Lanzarote y realmente no se trata de Lanzarote;
Lanzarote no entra en esta charca de dolor y desgarramiento, sino que rey Artur no comprende, rey Artur está tan lejos administrando las palabras y los
jabalíes de Bretaña, que no comprende, y estrellas cortantes se rompen en artilugios de ira estricta que desprecian el presente y que sitúan a rey Artur
en las distancias. Sobre Ginebra, entonces, se precipitan pájaros internos de codicia y de rabia. Porquerías, andrajos la ensombrecen en la dilatada sombra
y ecos de Dodro Vello y la conducen al alarido. Se descomponen los hábitos de la reina reclusa. Rasga las vestes con uñas de grafito puntual. La sangre
le mana en surcos por las tetas de ámbar. Vuela, como una piedra de intención asesina, la toca real contra la cabeza de Artur, que, en aquel instante,
desconoce a Ginebra, recobra su miseria y abandona la celda a un trote manso, y encogido de horror.
El monasterio de Dodro Vello —sepulcros, cánticos, encuentros de seda y de sombra— era un animal subterráneo: erizado de bóvedas con crestería descompuesta;
en él habitaban lujuria y aislamiento, y todo hablaba por la voz de la reina Ginebra, allí cautiva, mientras Artur, enloquecido, picaba espuelas entre
paños de luna llena.
 
III
La compañía había levantado sus pabellones y encendido fuego al mando de Galván, en un claro del bosque, a la orilla del río Esmeralda, que corre al pie
del monte Sangres, en cuyas faldas se asienta el monasterio de Dodro Vello.
Junto a las hogueras, la hueste juega a la taba y paladea lentos tragos de aguamiel. Cuando el Rey se deja ver entre la niebla, bocas viscosas murmuran
la consigna, aúllan y hacen cantar al metal sordo de las armas. Galván alza el tapiz de la tienda principal. Rey Artur entra, despidiendo a su caballero
con un gesto impreciso.
Ya solo, en la penumbra, voces lejanas de hombres en un canto ronco y constante, no comprende rey Artur la razón de su inmenso dolor. El porqué, la continua
pregunta le golpea sin cesar. Las risas de los soldados le disgustan y enervan. Ginebra, pese a estar prisionera, desdeña volver a su lado. Artur recorre
la tienda de punta a punta. Piensa que sólo Merlín podrá confortar su corazón ultrajado con una sentencia cargada de sentido y de consuelo.
Es la hora en la que surge el lucero y en la que los ojos insomnes escuecen, anunciando el alba. Rey Artur ha resuelto viajar en busca de Merlín. Con grandes
voces llama a Galván, que acude veloz y sumiso. Luego recorre, éste, el real, montado y armado, alertando a las mesnadas con un acento de tormenta. Aullidos
quiebran los albores y chocar de armas y relinchos ensordecen los oídos. Más que desmontarse, se derriban las tiendas. Ojos pitarrosos y borrachos confunden
riendas, gualdrapas y jireles; caen jaeces por el suelo y huecas resuenan las lorigas contra escudos, yelmos, cascos, roeles, antes de ser recobradas y,
de cualquier manera, vestirlas sobre las camisas y ser cubiertas con los briales en los que luce la gloria del Graal. Apellida Galván. Rey Artur, inquieto,
se acaricia la barba con gesto repetido. Alguna acémila huye por las márgenes del río Esmeralda, perseguida por un mozo rubio, de ojos asustados, al que
la niebla llega hasta las rodillas.
Se forma, finalmente, la hueste. A la cabeza, rey Artur, descompuesto, echando baba por entre los labios muy abiertos. Detrás de él, Galván y Keu, el senescal,
ambos con una mano en las riendas y la otra en la cadera. Va entrando la tropa por la llanura, con un sol de estío que entibia las espaldas. Camino de
Francastel, posada de Merlín, rey Artur se entrega a la esperanza y recuerda a Ginebra cogiendo rosas en el vergel de Camelot.
 
IV
Rey Artur, Galván y Keu se miran en silencio. Están horrorizados por lo que ven desde la colina. Una y otra vez vuelven a fijar la vista en Francastel.
¿Qué había sido de aquella torre de homenaje, grácil como un copero arábigo, que era fama que el pueblo de los elfos negros había construido para Merlín,
mago de Bretaña, en una sola noche? ¿Dónde aquellas casas espaciosas, de piedra de mármol azulado, en las que la vida retirada y secreta de Merlín transcurría
y que tenían puertas ocultas que se abrían a distintos mundos? ¿Y las cercas coronadas de adarve de madera oscura y techo de pizarra fina? En su lugar,
un montón informe de cascotes era todo lo que quedaba del famoso y franco castillo de Francastel.
—Esto es obra de magia, mi señor —comentó Galván.
Rey Artur, sin responder, descabalgó y ordenó montar las tiendas para pasar la noche en aquel lugar a la espera de lo que pudiera ocurrir, o sea, de lo
que Merlín determinara que ocurriera.
 
V
De vez en cuando se oyen los pasos de los centinelas, y el rumor de las armas rompe un silencio de frío. Rey Artur duerme un sueño inquieto. Al fondo de
sus ojos navegan salsas oscuras y líquidos ambarinos. Se le forman redondeles y grises hélitros y trompas rojas. A veces, una onda o voluta se recompone
y resulta allí una daga, un niño, la huida de una mamá lejana que asusta a Artur y le hace gemir sobre el catre de campaña, que cruje y en el que suda
entre pieles de armiño. Por medio del sueño, en el que ahora hay una llanura azul, se forman los edificios de Francastel, que rey Artur al punto reconoce.
Resbalando por escaleras y corredores del castillo, el sueño le llena de alegría porque allí están las grandes llamaradas de la piedra del hogar, y en
un escaño riquísimo, guarnecido de plata y de oro, he aquí la figura de Merlín que se levanta y que clava los ojos de azabache en los ojos de su señor,
antes de hincar la rodilla y de besarle la mano. El corazón de Artur palpita, leve como una mariposa nocturna, ante el más sabio de los bretones y de los
sabios del mundo. Por entre el sueño, rey Artur alza del suelo a Merlín y ambos se besan en la boca. Rey Artur se sienta junto a la lumbre y deja que Merlín
le peine el cabello. Antes de que el rey hable, Merlín le explica que destruyó Francastel en el pasado para no verse obligado a recibir en él a Artur y
no tener que responder, en virtud de las leyes de la hospitalidad bretona, a las preguntas del Rey sobre el porqué de los amores de Ginebra y Lanzarote
del Lago.
—Preferí —dice Merlín— no decirte la verdad.
Entristecido, rey Artur le pide al mago, al menos, un consejo.
—Te daré más que un consejo —le dice éste—. Te diré que quien te puede guiar no es otro que el encantador Roebek, de Tagen Ata.
Entonces, le explica a Artur que lo primero que tiene que hacer es viajar a Conarán. En la plaza de esta ciudad deberá sentarse y esperar un signo. Este
signo será inequívoco y servirá para indicarle que el hermano en sabiduría de Merlín está dispuesto a recibir al rey Artur. Asimismo, tendrá que estar
muy atento a todos los hechos señalados y sucesos notables que Artur vea en la plaza de Conarán. Una vez delante de Roebek, el Rey le preguntará francamente
por qué Ginebra le abandonó por Lanzarote y por qué ella no quiere regresar a Camelot.
Dicho esto, el sueño estalla en cien cristales. Rey Artur se deja, entonces, caer en un pozo de lana, en el que, al fin, descansa amoroso y reposa abrigado
hasta el alba.
 
VI
He aquí que, ya en Irlanda, en el camino entre Francastel y Conarán, sorprendió a la compaña de rey Artur la noche de primeros de año, en la que se abren
los sepulcros de los antepasados y los dioses difuntos pueden reunirse con nosotros.
Antes de ponerse el sol, rey Artur vio volar una bandada de cisnes sobre el lago Espadanedo, y lo consideró un signo de que las sombras deseaban que detuviese
allí mismo su viaje. Mandó montar las tiendas y se apartó de su gente. Caminó solitario por el brezal, suspirando a menudo.
Como coronase un otero, vio el sol rojo irisándose en las brumas sutiles del lago. Con el resplandor de frente, se recortaban grandes piedras que allí
había y que antes parecían invisibles, confundidas con el matiz de las carquesias, las aliagas y los robles.
Al extinguirse el último rayo en la lámina de agua, un coro de sordas voces se alzó de la tierra. Confuso, el Rey siente la presencia de innumerable gente.
Empuña a Escalibur, la espada divinal, sin sacarla de la vaina más de cuatro dedos. Asienta con firmeza ambos pies sobre el camino que se pierde frente
a él en un rellano. Por allí parecen venir las voces, y son flojas, ásperas, deformes: las voces de los difuntos. En seguida, una hueste indefinida de
lucecitas y de blancor ciega al Rey. En un relámpago, ve con los ojos cerrados una leche indefinida en la que navegan sombras. Abre los ojos, y las luces
están allí, y también una figura erguida sobre un caballo inmóvil, como de piedra. La canción se apaga, se elide. Artur reconoce a Dagda, irlandés de las
profundidades de la tierra: el poderoso dios perdido, el gran campeón en el comer y en el amar. Impelido por el terror, rey Artur quiere alzar la mano
hacia la frente para hacer la señal de la cruz, y un dolor cristalino y agudo se la inmoviliza. Liberada, Escalibur vuelve a ocupar su vaina, y el choque
de la guarnición contra la boca de oro es un estallido que resuena como un trueno metálico en los rebollos, en las grandes piedras. La voz de Dagda es
fina como los encajes de lino, estrecha como una culebra de los prados estivales, honda como el cantar de las cascadas y del viento en los bosques y en
las cavernas.
—Chan eil càil ceàrr air Arthur! —grita Dagda en gaélico.
Rey Artur saluda al dios de antaño y éste le dice que en los Reinos Muertos su pena por Ginebra ha sido objeto de compasión y de conversaciones, en las
largas horas sin sol y sin ocaso que los Tuatha Dé Danann tienen que soportar con la sola esperanza del día del comienzo del año. Dagda está allí para
ayudar a rey Artur. Para ello tuvo que vencer, ante la Asamblea, a Lug, el de la mano enorme, que odia a rey Artur y a los bretones. Durante toda la primavera
se miraron a los ojos, ambos dioses, y cada uno rememoraba el banquete de hace mil años en el que disputaron una fosa de comida. Entonces ganó Dagda, que
no sólo había comido más cantidad de castañas y de venado, sino que, en su fogosidad combativa, había arrebañado con la mano terrones y piedrecitas del
fondo del hoyo, y se las había tragado también. Con sólo una mirada, Dagda se impuso de nuevo a Lug. Y vedlo ahí, con su hueste. Le dice a Artur tres palabras.
Una: que se guarde de Galván, protegido de Lug, y que no escuche sus palabras, pues él se mueve sólo por envidia de Lanzarote. Dos: que siga al pie de
la letra los consejos de Roebek, de Tagen Ata. Tres: que las aves vuelven siempre al puño de su amo.
Dicho esto, las luces empezaron a retroceder por donde vinieron y Dagda se pierde entre los cánticos que ahora llenan la niebla pesada, sólo clareada por
la luz de la luna, del lago Espadanedo.
Rey Artur regresa al campamento. Desgranaba en su interior las palabras del dios antiguo, sin comprender el sentido de la tercera.
 
VII
Plaza de Conarán, más allá de las marcas de los reinos de Bretaña. Hablas desviadas, chillidos incluso. Rostros del color de la tierra y miradas bajas
en las que arde algo. Rey Artur, Galván, Keu, el senescal, sus mesnadas, disfrazados de mercaderes, contemplan la fiesta. Danzas, gritos, músicas estentóreas,
carcajadas rasgando el aire polvoriento. Mozas alzando las sayas y bocas de viejos sin dentadura que chillan un deseo ruin y pálido. Carátulas, máscaras,
bulla.
Rey Artur se acomoda con desgana en el escaño de una posada. Galván pide comida. Frente a ellos, se sienta un caballero que, en medio de la diversión,
parece serio, y lleno de belleza y dignidad. Rey Artur se fija en él y ve, distraídamente, cómo saca del cinturón un conejo y ordena al posadero que se
lo cocine entero para la comida. Al punto habló el caballero con los de Artur y cantó para ellos unas hermosísimas cantigas de amor y de tristeza, al compás
del instrumento que consigo llevaba.
Rey Artur recuerda entonces, vivamente, a Ginebra. Las músicas acordadas y aquellas palabras dulcísimas caen en su pecho como plomo derretido. Ama a Ginebra
con encarnizamiento, con rabia, con eructos, incluso, de su vientre.
Y he aquí que, cuando el conejo del caballero desconocido es depositado en la mesa, éste abre la boca, guarda silencio, deja caer al suelo la cítola. Luego,
con la vista muy fija en el conejo, se pone blanco. Rompe a llorar el caballero. Sus sollozos conmueven a toda la mesa. Rey Artur siente deseos de llorar
con él.
De pronto, Galván detiene a un paje vestido de verde que se dirige a rey Artur. Rey Artur otorga, consiente que el doncel bese su mano. Galván, muy irritado,
se levanta y derrumba el escaño corrido. Caen gentes borrachas al suelo entre confusos juramentos y refunfuños. El caballero desconocido recoge su cítola
y huye dando pequeños saltos, abandonando intacto el conejo asado. El paje, sin soltar la mano de rey Artur, ruega a éste que haga el favor de seguirle.
Galván grita. Le dice al Rey, con duro acento, que no debe seguir al paje, que puede ser una trampa de Lanzarote para perderle. Le recuerda que están en
tierra ajena. El paje del vestido verde tiene cara de niña y los ojos azules. Sonríe dando la cara a rey Artur, y aguarda. Rey Artur recuerda, entonces,
la primera palabra de Dagda. No confiar en Galván. Nunca Galván había vencido en justas y en torneos a Lanzarote. Artur recuerda, como si la viese, la
pálida figura sobre el caballo de piedra, en el territorio de las piedras y de las nieblas. Cuídate de Galván, no sigas sus consejos. El doncel aprieta
dulcemente la mano del Rey, insiste. El Rey rechaza a Galván, que tropieza con el escaño caído y acaba en el suelo. Se mezcla, Galván, con los borrachos.
Une a ellos su voz descomedida.
Por medio de la plaza de Conarán, rey Artur sigue, pensativo, al paje del vestido verde. Sabe que le va guiando hacia la casa de Roebek, de Tagen Ata.
 
VIII
Seguía rey Artur al paje, y conforme traspasaban el portal de un palacio de paredes verdes, le parecía más alto de estatura y de más duro y firme paso;
al abrirse las puertas de una sala inmensa en la que colgaban estandartes verdes, la espalda del verde paje le parecía cargada de un invisible peso de
ancianidad y prudencia; a medida que el paje entregaba su gabán verde en manos de dos servidores de verde túnica y larguísimas barbas, y se volvía hacia
Artur, éste apreciaba en él las arrugas de un tiempo antiquísimo, y los que habían sido unos ojos claros y tiernos, y una sonrisa de granada y unos labios
de piedra pulida, eran ya luces en una oscura poza, estricta hendidura en faz de piedra, donde no aleteaba movimiento alguno. Rey Artur comprendió:
—Me hallo en presencia de Roebek, creo —dijo.
El encantador asintió con la cabeza. Se inclinó ante rey Artur. Le indicó un rico asiento tapizado de verde terciopelo.
—He nacido, señor, en Tagen Ata, tierra que se tiende en un confín oscuro —dijo, al fin, con una voz metálica y potente—, y allí me educaron para ejercer
las sabidurías escondidas en las letras y en los números. Sé, por mi señor Merlín, que quieres saber la razón por la cual doña Ginebra te ha sido infiel
con Lanzarote y rehúsa volver al gobierno de tu casa y a compartir tu lecho.
—También quiero recuperar a Ginebra; recuperar a Ginebra. No sólo saber; poseerla de nuevo.
—Lo sé —cortó Roebek con un leve gesto de impaciencia.
—Hace unos momentos —dijo Artur como hablando consigo mismo— vi en la plaza a un hidalgo que lloraba con la vista puesta en un conejo. No sé por qué no
se me va de la mente. Estoy pensando que ese episodio tiene algo que ver con la razón y la causa de mis desdichas.
—No te engañas —respondió Roebek, de Tagen Ata, como si hablase en la boca de una tinaja—, pues la historia del caballero es la cifra de la tuya.
Roebek levantó la cabeza y, con los ojos fijos en el vado, contó esto:
—El caballero que has visto en la posada vivía muy feliz en su tierra. Con él tenía a un hijo pequeño, al que amaba sobre todas las cosas. El caballero
disfrutaba mucho con la cetrería y tenía un águila amaestrada que era la más veloz y valiente ave de presa que pudiera haber en el mundo. Un día, el águila
le arrebató al caballero su hijo y salió volando, con él en las garras, hacia las montañas. El caballero lloró mucho la pérdida del ser que más quería,
y, un día, paseando al azar con su ballestero, vio cómo la que había sido su águila daba caza a un conejo. Deseoso de vengarse de quien le había robado
a su hijo, ordenó al ballestero que matase al conejo, a fin de dejar al águila sin su presa. Así lo hizo el ballestero, y el águila huyó velozmente hacia
las alturas. Cogió el caballero el conejo y se dirigió a la fiesta de Conarán. Ha sido allí cuando has visto cómo entregaba el conejo al posadero y cómo
le pedía que se lo preparara. Cuando éste se lo presentó cocinado, el caballero lo miró y «vio que el conejo tenía los ojos de su hijo», el que había sido
robado por el águila. Entonces lloró amargamente.
Rey Artur le preguntó, tras un silencio, qué significado tenía aquella historia.
—No es una historia —le respondió Roebek, de Tagen Ata.
—¿Qué es, entonces, lo que me has contado?
—Un enigma, mi señor. Yo soy aquel a quien le ha sido encomendado relatártelo. Pero será Liliana la que lo resuelva y, resolviéndolo, te devuelva la paz
explicándote la pérdida de Ginebra y la traición de Lanzarote.
—¿Liliana? —preguntó Artur con extrañeza.
—Liliana, la esposa secreta de Lanzarote del Lago. Busca a Liliana, busca a Liliana de Escalot.
De pronto, un turbión se abate sobre Conarán. Un viento terrible entra en la sala de Roebek. Se mueven los estandartes verdes del país de Tagen Ata como
si estuvieran vivos. A Artur se le encoge el corazón ante el misterio. Un largo silencio se establece entre el Rey y el mago.
—¿Buscar a Liliana? —dicé, finalmente, Artur.
—Sí —grita Roebek por encima del viento—. Busca a Liliana, hazla tuya. Así regresarás a ti mismo. Las sombras de tu corazón serán dispersadas. Liliana
y no yo, ni Merlín, ni Dagda, iluminará tu espíritu, mi señor Artur.
Rey Artur se levantó y salió a la lluvia. Se encerró, como no lo había hecho nunca, en su más retraída soledad.
 
IX
Kaer Vydr, donde sueña Artur, tiene un ojo de cristales que llena de extraña luz la sala principal de la fortaleza. Artur, rey de Gales, de Logres, de
Gala, de Armórica, de Alba, hasta de Roma a veces, descansa la frente en una mano, y los pliegues de su cofia definen un rostro pálido y perdido. Sobre
las rodillas, Escalibur: la espada compañera que en la oscuridad del ensueño es un doncel de nombre Kaledfwlch, que escupe muerte por los ojos de aguamarina
o cielo limpio de invierno. En la oscuridad de Artur vuelan pájaros. Negros cuervos de Galván que tuercen y retuercen su vuelo guerrero. Se mueven bestias
llenas de sombra, como el Jabalí que Artur persiguió de por vida y que, al ser muerto, el Rey devoró para cosechar su valor duro y constante. El Ciervo
en el que Merlín cabalgaba por los bosques de su retiro. Artur evoca a un rey modesto y ensangrentado que, triste, recorre las márgenes de los lagos y
de los ríos en espera de la luz. Dueñas bellísimas y sonrientes que ofrecen sal y dulzura de aguamiel a sus caballeros esforzados. Un desfile, helo aquí,
de silencio y de fulgor. La luz de Kaer Vydr se vuelve aún más rojiza, y desde los ángulos de la sala acuden sombras espesas, como bichos, como Cabal:
el can inmortal del monarca. Ahora el Rey se arrodilla en las alfombras fruncidas. Por su frente circula un sol enérgico, y el ensueño se hace más insoportable.
El desfile en la casa del Rey Pescador. Silencio, silencio. Es el Graal. Por qué Ginebra fue cubierta por Lanzarote del Lago. Por qué es Artur el amante
más desgraciado, más infeliz Rey que el Rey Pescador. Sobre la mano de Artur, la mano invisible del hada Morgana le comunica un calor que pone yertas sus
partes. El desfile, tantas veces visto, es ahora deseado por el Rey, que nota en sus pies desnudos el contacto invisible de la lengua de Cabal. Al frente
del desfile, una lanza cuyo hierro destella sangre que, escurriéndose, llega a gotear en el codo del hombre pálido que la lleva. Detrás, dos doncellas
de brial azul sostienen una bandeja de plata en la que descansa la cabeza cortada de no se sabe quién. Artur llora y reclama, hacia atrás. Le pide a la
sombra del Rey Pescador. Le pide a Peredur que recupere la Señal, y resulte Perceval, que busque el emblema poblado de sentidos múltiples y liberadores.
Por qué el Graal, el Graal. Por qué nos es vedado y permanecemos sin saber las cosas, y los frutos del Rey Pescador se pudren, los animales salvajes se
adueñan de los países, la armonía del mundo es objeto de estrago: Guenebra, Gwenhwyfar, Guenièvre, amada mía, que has dado conmigo en tierra. Rey Artur
desgarra con las uñas su camisa de lino, traza surcos en la carne de su pecho, arranca con empeño mechones de cabellera. El llanto es sordo y acaba en
el momento en que los cristales del Castillo de Vidrio ya no arrojan más líquido escarlata. Paños sangrientos, la risa odiada de Viviana en el fondo el
lago, la voz podrida de los Tuatha Dé Danann, un niño de oro que salvará a los bretones, innumerables hordas de asesinos meridionales, una llanura seca,
voces en las fuentes que nos llaman a silencios de rosas y de plata, la hoz que degüella al niño de oro, hambre y negrura poderosas que llenan los ojos
de Artur de un turbio desear y alegre enjambre. Buscando el sosiego, rey Artur bebe cerveza y reclama la presencia de Keu, senescal que sustituye al traidor
Galván en la búsqueda de la razón del descontentamiento.
 
X
La luz rojiza de las antorchas reverberaba en la espalda de Liliana; Artur recuerda el Jabalí; en el patio se mueven voces turbias que la noche apaga.
Liliana descansa boca abajo, y todo su cuerpo desnudo ciega a rey Artur. Al recordar el tiempo de ser joven y de perseguir al Jabalí que asolaba el mundo,
rey Artur entra en el cuerpo de Liliana y la fuerza del Jabalí le viene de nuevo, y de nuevo siente el vértigo del empuje a chorro y dentro cuando Liliana
relincha y poderosamente muestra los dientes y rasga la almohada carmesí con los dedos de uña corva. Y ella se vuelve y hace girar los ojos por dentro,
luces, por dentro del ojo estallidos y nubes rosa y cirios estriados, dentro de los ojos y en el vientre de la esposa secreta de Lanzarote, luces de amor
en estrépito ansioso, luces. Tal vez quiere vengarse Artur. Nota rey Artur que se le alza allí una aguda cosa de fuego líquido y se contiene endurecido
y ve en la oscuridad la sombra del Jabalí que le llena enteramente, y frena fuegos y hogueras que le invaden las cosas inferiores, infernales como los
soles de verano, y rasga todo ya de carbunclo y de rubí, de estrella erizo, como un cuchillo que le hiriera en gloria de caminos oscuros y feroces, porque
Artur acaba, y luego es ella la que prorrumpe en llanto y araña la espalda del Rey con ira que es clarín de afán obtenido. Rey Artur mira después, incorporado
en el lecho, cómo la luz rojiza ondea en la espalda de Liliana, que alienta apaciguada, con el rostro contra la almohada. El Rey recuerda la muerte del
Jabalí, la pérdida de fuerza de la bestia salvaje, su derrumbe sobre las patas delanteras y la tristeza infinita del poderoso hocico contra la tierra de
Bretaña. Mientras recuerda, su mano recorre la espalda de Liliana cubierta de finísimo terciopelo de oro, como la de Ginebra. Como la de Ginebra, piensa
Artur, y aparta los cabellos oscuros, como los de Ginebra, y besa la frente de Liliana, los labios hinchados y caliente de Liliana, tales como los de Ginebra
después del amor que ambos tenían por costumbre. El Jabalí se desvanece en la distancia del ensueño y las antorchas parecen adquirir una luz distinta,
que contiene los espasmos de la risa de Merlín. Rey Artur salta en el centro de la sala del castillo de Liliana y parece querer escuchar e interpretar
el mensaje equívoco de las luces y en su oído late apenas, estúpida, la voz del centinela que canta los amores que no dejan dormir a la dueña malmaridada.
Artur, en camisa, se inclina sobre Liliana, la esposa secreta de Lanzarote del Lago, y la mano de ella se alza despacito hasta la barba del Rey, y, con
vicio, juega vacilante con las cintas de oro que la ovillan, con rizos recios que nadie había mesado como Ginebra. Y ve, a continuación, Artur, que Ginebra
abre los ojos y le sonríe, y que no es Liliana enteramente y Liliana había hecho en el amor las mañas de Ginebra, e incluso sus palabras en la oscuridad
de la búsqueda de las cimas últimas del querer y del tardar, con todo por entre la pierna desbordando de azufre y de carnicería, habían sido, sí, las palabras
y los trabajos de amor de Ginebra, la perdida. Y Artur sabe entonces que ha llegado al final de su peregrinación en busca de qué cosa y qué razón: pérdida
de las pérdidas que ningún rey enamorado haya tenido jamás. La sonrisa terrible de Merlín invade el rostro de Roebek al fondo de los ojos cerrados. Cuando
los abre, los ojos de Liliana le descubren un pozo de amor inmenso en el que Artur bebe aguas espesas de sabiduría. Porque los ojos de Liliana lo dicen
todo. Los ojos de Liliana son los ojos de Ginebra y Liliana era como Ginebra porque ambas amaban a Lanzarote y Lanzarote amaba a ambas, y a través de Lanzarote
circulaban linfas de identidad oscura y rutilante. Todos amaban a Artur en su deliquio. Y rey Artur lloraba, como el caballero de la posada al ver en el
conejo los ojos de su hijo perdido. Porque el conejo era Liliana; el hijo robado, Ginebra; el águila ladrona, Lanzarote; rey Artur, el caballero del enigma
de Roebek, de Tagen Ata. Entonces acarició en terciopelos el oído del Rey la voz de Liliana, que suavemente cantaba sin abrir la boca. Sólo con la mirada,
iba poniendo palabras de dulzura incompleta como rosáceas nubes de algodón en los crepúsculos de Cornualles. Sin dejar de enredar los dedos en la barba
de Artur, prorrumpía en tropos, estrofas, estramonios amargos en los que el gancho del refrán que vuelve siempre pone una largura infinita en el eterno
retornar de la cantiga secreta. El Rey oía decir que trompas y alaridos de las batallas y el hocico del Jabalí y el metal de Escalibur no eran tan fuertes,
no eran nada en comparación con el amor de Lanzarote por Artur. Que rey Artur era fuego que consumía los ojos de Lanzarote. Que Lanzarote había buscado
a Ginebra para poseer en ella, en su carne de olorosa manzana camuesa, la carne de misterio de su señor Artur. Que Ginebra había amado a Lanzarote porque
amaba sobre todo y sobre todas las cosas a Artur, y poseída por Lanzarote, era poseída por aquél que más ciegamente amaba a Artur, y la ceguera le transmitía,
embriagados ambos de Artur, que los unos se juntaban con los otros porque perforando galerías de traición y sombra en los cuerpos —y en las imaginaciones—
prohibidos, apagaban la sed de Artur que a todos ligaba, en la que todos profesaban un ardor sin límites, que Genifer o Gwenhwyfar o Guenièvre, o como
diablos sea Ginebra, había gritado en Dodro Vello que Artur no comprendía y éste ya lo iba haciendo y pensando que ella se sentía cubierta por un cuerpo
que cubría en el mismo acto a quien ella amaba sobre todo y ella así también lo cubría como varón, y tenían un tierno retoño en Liliana, que era Ginebra,
por Lanzarote, que era las dos en fiebre por Artur. Todo, como el incendio de un bosque en el que tres hermosas hayas ardiesen de consuno y no consiguiesen
hacer transitar el fuego hasta un poderoso roble que, lejos de ellas, permanecía indemne. Las tres palabras del dios Dagda fueron ciertas. Artur conoció
la raíz última de su vivir al final de su reinado. Las aves perdidas siempre vuelven al puño de su amo, última palabra. Y aquella noche Liliana concibió
a Galaad, hijo de Artur y no de Lanzarote, por amor mismo de Lanzarote. A Galaad, que conseguirá el Graal. Y bajo la dulce cantiga silenciosa de Liliana,
Artur se quedaba profundamente dormido, porque aquel castillo era Avallon y Liliana el hada que guardaría su sueño milenario hasta que los días de la alegría
vuelvan de nuevo a las tierras del Occidente del mundo en las que las piedras y los silencios atribulan nuestros corazones esclavos, nuestros corazones
esclavos.
 
 
Amor de Artur.
Xosé Luís Méndez Ferrín.