Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El enigma.

Luis Enrique Délano.
El enigma.
 
A Miguel de Fuenzalida,
el creador de Román Calvo
 
No dejaba de haber cierta simpatía en la chifladura de don Pablo Garay. En la ciudad, su manta de descifrar enigmas era tan conocida, que los buenos caballeros
le huían en la calle, temerosos de la disertación que sobre este tema pudiera darles. Al principio en su casa se jugaban largas partidas de ajedrez. Los
aficionados del pueblo acudían con regocijo, porque además del original espectáculo de ver peones a la siga de las reinas y caballos saltando por sobre
las torres, don Pablo solía destapar antiguas y empolvadas botellas de vino añejo. Pero cuando se entusiasmaba, el caballero iniciaba verdaderas conferencias
sobre el arte de descifrar enigmas y acerca de las ventajas que pueden reportar (¡creía en ellas el pobre don Pablo!) las puertas secretas. Don Pablo tenía,
también fama de ser un buen médico homeópata; continuamente era llamado a atender enfermos, sobre todo entre los habitantes de los alrededores. El acudía
con paciencia y bondad, y luego de recetar brebajes compuestos de jugos de hierbas, daba rienda suelta a la manía directora de su espíritu: los enigmas.
Cuando yo llegué a aquel pueblo, no tenía ahí ningún amigo. Los primeros días me pesaba la soledad horriblemente. Luego, mi condición de cajero de Banco
me proporcionó ocasión de hacer un rápido conocimiento de las personas más representativas de esa ciudad, perdida en el frío corazón del Sur. Pero el día
que por primera vez vi acercarse a mi ventanilla al bueno de don Pablo, confieso que me parecieron demasiado extraños su modo de andar, su apariencia de
hombre misterioso y esas patillas grises, que daban la sensación de ser postizas. Un cuarto de hora bastó para que simpatizáramos hasta el punto que el
viejo me invitó a su casa para esa misma noche. El convite me pareció delicioso: al fin iba a pasar una velada acompañado, en esa ciudad donde era extranjero.
Un compañero de trabajo que había escuchado mi conversación con don Pablo y el convite cinc me hiciera, se acercó a advertirme con qué clase de personaje
me iba a topar, terminando por hablarme de su manía y de la fama de loco que ella le había dado en la ciudad. No le hice caso y en la noche fui a la casa
de don Pablo.
Me recibió el viejo en su biblioteca salón, cuarto donde alternaban los estantes repletos de libros con las mesas de ajedrez y los cómodos divanes en que
recostar el cansancio y las ganas de soñar. Apenas nos habíamos sentado cuando me largó esta frase que, lo confieso, no dejó de causarme cierta impresión:
–Le habrán dicho que soy loco, ¿verdad?
Dudé un momento antes de responder, desconcertado.
–Pues bien, sí, me lo han dicho.
–Y entonces, ¿por qué ha venido?
–Porque lo que llaman su locura, es decir, su aficción a los misterios, a mí me parece una cosa interesantísima. Puedo asegurarle que yo soy un hombre
de los mismos gustos.
–¡Bravo, bravo!, gritó el viejo. Es usted la primera persona de talento que encuentro en este pueblo. Creo que vamos a ser muy buenos amigos.
Y para demostrar su regocijo llamó a una vieja sirviente que atendía su viudez y la mandó traer una botella de vino añejo. Ya al despedirme éramos íntimos
amigos; me había mostrado el viejo su colección enorme de libros policiales, habiéndome de la superioridad de concepciones que encontraba en Leroux comparándolo
con Conan Doyle, de la lógica de Sherlock Holmes, etcétera. Al marcharme, junto a la impresión agradable que me había producido don Pablo, me llevé también
una media docena de libros que el viejo me prestó para matar el hastío.
II
Un día pasó don Pablo a invitarme a las rejas de mi ventanilla. Quería que esa noche fuera a su casa; ya tenía bastante confianza en mi, según me dijo,
e iba a revelarme un secreto. Fue esa vez cuando empecé a creer en la locura del viejo. Pero sus palabras misteriosas y dichas con cierta reserva, guiaron
mis pasos por la noche en la dirección de su casa.
–¿Ha intentado usted alguna vez, – comenzó por preguntarme, – descifrar un enigma?
Quedé perplejo.
–¿No?
–Bueno, respondí, cuando muchacho recuerdo que era aficionado a desenvolver pequeños misterios.
–Y ahora último, ¿ha experimentado usted?
–Pues bien, sí. ¿Recuerda, don Pablo, el robo del Banco Inglés el año 22? Yo entonces trabajaba ahí, y guiado por ciertos indicios aconsejé a dos agentes
seguir una pista. Fueron ellos, precisamente, los que descubrieron a los ladrones.
–¡Bravo! Eso es interesante, y un día de estos me lo contará usted con detalles. Ahora no hay tiempo, escúcheme; igual que usted, yo soy gran aficionado
a estos asuntos y un regular experimentador. De haber vivido en otro ambiente, habría sido detective... Yo, por ejemplo, cuando tuve leída la mitad de
El Misterio del Cuerto Amarillo, sabía ya las circunstancias que aprovechó Larzén para cometer su crimen.
Bueno, bueno, esas cosas no importan. Lo esencial es que me escuche usted. Seguramente le habrán señalado entre mis manías la de curar enfermos. Si, tengo
ciertos conocimientos que me permiten obrar en ese sentido. Pues bien, hace unos dos años me llamaron del convento de los Franciscanos. Un lego se moría
y no había manera de salvarlo. Por suerte, pude primero sacarlo de su estado de gravedad y curarlo definitivamente después. El lego, agradecido, vino un
día a verme, e impuesto tal vez de los rumores que circulaban acerca de mi afición a los misterios, me contó la siguiente historia:
"Hubo hace mucho tiempo en el convento, comenzó el lego, un precededor mío que, moneda por moneda, robó una gran cantidad de la caja de las limosnas. La
llave de esa caja la llevaba siempre consigo el Superior, pero según se cuenta, aquel ladrón fabricó otra, para robarse las limosnas. Los padres, que usaban
ese dinero en socorrer a una infinidad de desamparados, iban notando alarmados la disminución de las limosnas. Un día sorprendieron al ladrón, pero nada
pudieron saber, porque él huyó inmediatamente del convento.
Pasaron algunos meses y una tarde un hombre llamó a la puerta con tímidos y vacilantes golpes. El Hermano Portero fue a abrir y se encontró con que era
el ladrón. Venía herido, en el camino lo habían apuñaleado y llegó al Convento casi sin vida. Hizo señas que quería hablar, pero entre sus incoherentes
palabras sólo pudieron entender los Padres: "capilla", "plata" y "papel".
Cuando rodó al suelo, muerto, apretaba en su mano derecha un papel arrugado lleno de palabras y cifras que nadie pudo entender. Se decía en el Convento
que el lego, a la manera de los antiguos piratas, había ocultado su dinero e indicado en el papel cifrado el sitio del escondite, en previsión de cualquier
cosa que pudiera ocurrir. Cuando lo hirieron acudió al Convento, arrepentido, a confesar de seguro el lugar, pero la muerte no lo dejó hablar, quedando
como único recurso el papel cifrado".
Cuando el lego acabó su relato, le dije:
–Bueno. ¿Y qué tengo yo que ver con esto? Si tuviera el papel, en tres días podría encontrar el escondite, pero sin él...
–Es que aquí lo traigo, me dijo. Lo encontré ayer sacudiendo unos viejos libros de la biblioteca.
No pude contener mi alegría, creyendo sinceramente que, en tres días lo habría descubierto. Sin embargo, amigo mío, han pasado dos años y no he logrado
descifrar ni una sola letra del documento. Considerando que la interpretación de las cifras sería mucho más fácil en el mismo lugar del hecho, es decir,
en la capilla, pedí permiso al Superior para buscar en ella, ofreciéndole la mitad de lo que encontrara, para la Comunidad. Pero se negó sonriendo, y me
dijo que todo aquello era una fantasía. Todos los Domingos – la capilla de los Franciscanos sólo se abre al público los días Domingo – asisto a las tres
misas y mientras los fieles siguen la ceremonia, yo observo y observo. Desde entonces hasta acá no he encontrado nada, casi nada..."
Un dinámico entusiasmo se había apoderado de mí. Cuando el viejo terminó su relato con las tristes palabras de desencanto, yo exclamé con energía:
–Don Pablo, encontraremos el dinero, no lo dude. Déme ese papel.
Don Pablo sacó el papel de su cartera y me lo pasó. Casi no lo miré. Una confianza tan ciega en mi mismo me nació en ese momento, que le dije, adoptando
cierto aire de superioridad:
–Usted no descifró el papel, don Pablo, pero yo le juro que antes de tres días el enigma ya no será tal. Y me marché llevándome el precioso documento.
¿Fanfarronería? Sí... Tal vez... Pero los hechos iban a hablar. ¡Con qué fiebre estudié aquella noche el papel! ¡Con qué ansias pasaba mi vista ignorante
sobre las cifras, queriendo leer lo que no estaba escrito, la intención del que las escribió, apoyada detrás de la tinta. El texto del arrugado papel era
el siguiente:
 
C  r  i  s  t  o        123  pt        D  i  o  s        13  n
J  e  s  ú  s            14  n    d  e    V  i  r  g  e  n           134s
                                                  4  A.
 
¿Qué quería decir esto? A la primera mirada comprendí que mi juramento de descifrarlo en tres días era algo arriesgado. No obstante, luché tanto tratando
de someter mi inteligencia al mandato de la voluntad, que tres días después fui en busca de don Pablo, llevando ya la solución. El viejo me aguardaba con
ansias, aunque con un poco de desconfianza, ya que sus propios esfuerzos habían sido estériles.
–Don Pablo, – le dije, – yo no he ido nunca a la Capilla de los Franciscanos, así es que necesito que me dé ciertos detalles. ¿Hay en ella alguna cripta?
Sé que antiguamente se enterraba a los muertos en las iglesias.
–Si, me interrumpió don Pablo. Hay dos criptas. Una la de doña Mercedes Pérez de la Ossa, y la otra la de...
–Don Juan de Vargas, le interrumpí yo a mi vez.
El viejo se puso rojo y comenzó a tartamudear.
–¿Pero cómo lo sabe, sin haber visitado nunca la Capilla?
–Muy sencillo, porque ahí escondió el lego su dinero.
–Pero usted se adelanta, dijo con angustia. Los cálculos que yo he hecho me hacen pensar que el escondite está situado en un punto a 123 metros de la imagen
de Cristo, a 124 de la de la Virgen, como dice el documento, a...
–Pero, don Pablo, ¿cómo cree usted que el lego, que no era hombre tonto, a juzgar por la clave, iba a tomar como señales de su escondite, distancias entre
imágenes de santos, que cualquier día pueden ser cambiadas de lugar?
–Tiene razón, tiene razón. Pero explíqueme, Hilton, cómo ha llegado a sus conclusiones.
–Fíjese, es muy sencillo. Las palabras del papel, Cristo, Jesús, Dios y Virgen no indican que el escondite está en la Capilla. Sólo inducen a pensar que
el que las escribió estaba familiarizado con ellas, (un lego al fin y al cabo). Si yo he partido de ese punto de vista, ha sido porque el mismo ladrón
así lo indicó antes de morir, cuando fue a llamar a las puertas del convento. Acuérdese de sus palabras: "capilla", "plata", "papel". Al principio también
pensé yo que los números 123, 13, etc., significaban distancia entre el escondite y las imágenes, pero pronto deseché esa hipótesis por absurda. Cristo
123 pt, es decir, lo que podemos llamar el primer período del documento, es lo que me ha dado la clave. Muchas veces traté de encontrar una relación entre
la palabra Cristo y el número 123; no había ninguna. Pero ¿y si la cifra en vez de ser 123 fuera 1, 2 y 3? Ahí ya cambiaba la cosa. 1, 2 y 3. La luz se
hizo en mi cerebro. Cristo 1, 2 y 3 eran las letras número uno, número dos y número tres de la palabra Cristo, o sea, eran C, R e I. Seguían dos consonantes,
pt, que uniéndolas a CRI, daban una palabra incompleta, pero con muchas probabilidades de ser la verdadera: CRIPT. Con el mismo procedimiento seguí adelante.
Dios 1 y 3, es decir, la primera y la tercera letra de la palabra Dios, DO; seguía una n, lo que daba DON. Ya orientado pude continuar con mucha facilidad.
Jesús 1 y 4, JU; otra n, JUN, Tenia ya CRIPT, DON, JUN DE, (de era la palabra siguiente en el papel). Virgen 134 era VRG, y una s, VRGS. Terminaba el documento
con la indicación 4A, cuatro letras a, indudablemente; traté de colocarlas en las palabras incompletas; puse una en CRIPT, otra en JUN y las dos restantes
en VRGS. Tenia la solución: CRIPTA DE DON JUAN DE VARGAS. Sencillo ¿eh?
En don Pablo Garay luchaban dos sentimientos. Por una parte la envidia, la rabia por que otro hubiera hecho lo que él no pudo hacer; por otro lado, la
admiración hacia quien lo ganó en capacidad. Venció la admiración y me abrazó emocionado..."
 
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Cuando ese inteligente y buen muchacho que se llamaba Víctor Hilton, llegó a este punto del relato, sonrió feliz ante nuestra curiosidad e impaciencia.
–Hasta aquí llegó mi gloria, concluyó contento. Lo que sucedió después es tan bochornoso, tan desconcertante, que no vale la pena contarlo.
Pero nosotros reclamamos. Nuestra curiosidad estaba latente y queríamos oír el fin, fuera cual fuera.
–Bueno, dijo Hilton, un día conseguimos con el lego a quien don Pablo había salvado la vida, que nos introdujera ocultamente en la Capilla. El Superior
había salido y los demás Padres estaban en el huerto. Provistos de algunas herramientas comenzamos nuestra tarea de quitar la loza sepulcral que anotaba
el nombre de Don Juan de Vargas. Debajo encontraríamos el premio a nuestros esfuerzos. Confieso que una emoción desconocida me agarrotaba los dedos. Influían
tanto la proximidad del tesoro como la conciencia de la irreverencia que estábamos cometiendo.
Detrás de la loza había una capa de yeso. Cuando la hubimos raspado con nuestros cuchillos y cuando cuatro o cúneo ladrillos fueron quitados de su sitio,
la llama del triunfó brilló en nuestros ojos. ¡Qué emoción! En lugar del ataúd, que lógicamente debiera estar ahí, sólo había una pequeña caja de madera,
la que dejó el lego, claro. A mí me cupo la honra de alzar la tapa. Estaba vacía.
En ese momento, por una de las puertas laterales, entró el Superior, quien nos dijo tranquilamente, sonriendo con benevolencia ante nuestra turbación:
–Señores, el dinero que escondió el lego fue hallado hace ya más de cincuenta años y pasó a poder de la Comunidad...
Espero que ahora mismo enviarán ustedes un albañil para que repare estos perjuicios...
 
 
El enigma.
Luis Enrique Délano.