Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La destrucción del Goetheanum.

James Salter.
La ddestrucción del Goetheanum.
     
EN el jardín, de pie y a solas, encontró a la joven que era amiga del escritor William Hedges, entonces desconocido, pero incluso Kafka había vivido en
el anonimato, dijo ella, y lo mismo había ocurrido con Mendel, refiriéndose tal vez a Mendeléiev. Se alojaban en un pequeño hotel al otro lado del Rin.
Por lo visto, nadie era capaz de dar con él, le aseguró. El río fluía con celeridad, la superficie estaba viva. Consigo arrastraba objetos, maderas rotas,
ramas. Giraban en torbellino, se sumergían y volvían a salir a flote. A veces eran piezas de mobiliario, escaleras, marcos de ventanas. En una ocasión,
bajo la lluvia, pasó un sillón. Los dos vivían en la misma habitación, pero de un modo completamente platónico. En la mano de ella, advirtió él, no había
alianza, ni ningún tipo de joya. Tampoco llevaba nada en las muñecas. —A él no le gusta estar solo —le dijo—. Se debate con su obra. Se refería a una novela.
Aún faltaba mucho para que la concluyera, pero las partes escritas eran extraordinarias. En Roma le habían publicado un fragmento. —Se titula El Goetheanum
—le dijo—. ¿Sabes lo que es eso? Intentó recordar aquella extraña palabra, pero ya se disolvía en su mente. Las luces del interior de la casa habían empezado
a iluminarse bajo la noche azulada. —Es la gran obra de su vida. El hotel del que hablaba ella era pequeño, con habitaciones pequeñas y letras amarillas
cruzando la fachada. Había muchos edificios así. Desde el lado oscuro de la catedral se podía ver en medio de estos edificios, algo más abajo y hacia el
río. Y también a través de los escaparates de las tiendas de anticuarios y los callejones. Dos días después volvió a verla a lo lejos. Era inconfundible.
Se movía con una gracia indiferente, como una bailarina cuya carrera ha terminado. La gente no le hacía ningún caso. —Ah, sí. ¿Qué tal? —le saludó. Su
tono era distraído. Estaba convencido de que ella no le había reconocido, y no supo muy bien qué decir. —He pensando en algunas de las cosas que me dijiste...
—empezó él. Ella se había detenido mientras la gente la empujaba al pasar, los brazos llenos de paquetes. La calle se hallaba en plena actividad. Ella
no había entendido quién era él, de eso estaba seguro. Había salido a hacer unos sencillos recados, los de una pareja remota y santa. —Perdona —dijo ella—,
la verdad es que no caigo. —Nos conocimos en casa de Sarren —explicó él. —Sí, ya sé. Siguió un silencio. Él quería decirle algo sencillo, pero ella se
lo impedía. Había estado en el museo. Cuando Hedges trabajaba necesitaba estar a solas. A veces se lo encontraba dormido en el suelo. —Está loco —le dijo—.
Ahora tiene la convicción de que estallará una guerra. Que todo quedará destruido. Sus propias palabras parecían carecer de interés para ella. Los empellones
de la gente la estaban apartando. —¿Permites que te acompañe un minuto? —preguntó él—. ¿Vas en dirección al puente? Ella miró a ambos lados. —Sí —decidió.
Avanzaron por las estrechas calles. Ella no decía nada. Miraba los escaparates de las tiendas. La boca se le curvaba hacia abajo, como la de una sirvienta,
o la de una chica provinciana. —¿Te interesa la pintura? —oyó que ella le preguntaba. —Sí. En el museo había obras de Holbein y de Hodler, de El Greco,
de Max Ernst. El silencio de los grandes salones. Allí se podía entender lo que significaba ser grande. —¿Quieres que vayamos mañana? —inquirió ella—.
No, mañana tenemos que ir a alguna parte. ¿Tal vez pasado mañana?     
Ese día se despertó temprano, ya nervioso. La habitación parecía desocupada. El cielo era amarillo por la luz, y la superficie del río fluía incandescente
entre las márgenes de piedra. El agua se deslizaba con fragmentos blancos como el fuego, cuyo núcleo no se podía siquiera mirar. A las nueve, el cielo
había palidecido y el río se había vuelto plateado. A las diez era marrón, el color de la sopa. Las barcazas y los antiguos buques de vapor avanzaban poco
a poco corriente arriba o se deslizaban veloces hacia abajo. Los pilares de los puentes formaban pequeñas estelas. Un río es el alma de una ciudad, sólo
el agua y el aire pueden purificar. En Basilea, el Rin yace entre márgenes de piedras bien alineadas. Los árboles están muy cuidados, y entre ellos se
ocultan las viejas casas. La buscó por todas partes. Cruzó el Rheinbrücke y, observando las caras de la gente, siguió hasta el mercado al aire libre, en
medio del gentío. Buscó entre los tenderetes. Las mujeres compraban flores, montaban en los tranvías y se sentaban con el ramo en el regazo. En el restaurante
de la Bolsa había hombres orondos comiendo, con sus pequeñas orejas pegadas al cráneo. Ella no aparecía por ningún lado. Incluso entró en la catedral,
y por un momento confió en encontrarla esperándole. No había nadie. La ciudad se transformaba en piedra. La hora de puro sol había pasado ya, no quedaba
nada, sin embargo, una tarde abrasadora le había quemado los pies. Los relojes dieron las tres. Al final renunció y regresó al hotel. Había una tira de
papel blanco en su casillero. Una nota. Le vería a las cuatro. Dominado por la emoción, se tumbó para pensar. Ella no se había olvidado. Volvió a leer
la nota. ¿De veras iban a encontrarse en secreto? No estaba muy seguro de lo que eso significaba. Hedges tenía cuarenta años, carecía casi de amigos, su
esposa vivía en alguna zona de Connecticut, él la había abandonado, había renunciado al pasado. Si no era un gran hombre, al menos seguía el camino de
la grandeza, que es como decir el camino del desastre, y además tenía la oportunidad de dedicarse a su propia existencia. Ella estaba constantemente a
su lado. Nunca puedo perderla de vista, se quejaba. Nadine: era un nombre que había elegido ella misma.     
Ella llegó con retraso. Terminaron por ir a tomar el té de las cinco; Hedges estaba ocupado leyendo la prensa inglesa. Se sentaron a una mesa que daba
al río, el menú que sostenían en la mano era largo y delgado como los billetes de avión. Se la veía muy tranquila. Él habría querido seguir mirándola todo
el tiempo. De alguna manera logró leer «Ensalada de bogavante, filete de lomo...». Tenía mucha hambre, anunció. Había estado en el museo, los cuadros la
dejaban famélica. —Y tú ¿dónde has estado? —le preguntó. De pronto comprendió que ella le había estado esperando. Por las galerías había jóvenes parejas,
las piernas bañadas por la luz del sol. Había deambulado entre ellas. Sabía muy bien lo que hacían: se preparaban para el amor. Él desvió la mirada. —Me
muero de hambre —dijo ella. Comió espárragos, luego puchero húngaro y después un trozo de tarta que dejó a medias. Por la mente de él cruzó la idea de
que tal vez ella y Hedges no tuvieran dinero, y que aquélla fuera su única comida del día. —No, William tiene una hermana casada con un hombre muy rico.
Puede conseguir dinero a través de ella. Le dio la impresión de que hablaba con un leve acento. ¿Era inglesa? —Nací en Génova —le contestó. Después citó
unos versos de Valéry, que más tarde él averiguó que eran incorrectos. «Tardes azotadas por el viento, el escozor del mar»... Le encantaba Valéry. Un antisemita,
dijo ella. Le describió un viaje a Dornach, que se hallaba a unos cuarenta minutos en tranvía, luego un largo paseo desde la estación, donde estuvo discutiendo
con Hedges acerca de qué dirección tomar. Siempre la fastidiaba que él careciera del sentido de la orientación. El camino era cuesta arriba y pronto Hedges
se quedó sin aliento. El profesor Rudolf Steiner había elegido Dornach como el centro de su dominio. Allí, no lejos de Basilea, después de los barrios
residenciales, había soñado con establecer una comunidad, con un gran edificio central que llevara el nombre de Goethe, cuyas ideas se lo habían inspirado,
y por fin en 1913 habían colocado la primera piedra. El diseño era del propio Steiner, así como los detalles, las técnicas, las pinturas, las vidrieras
con grabados especiales... Y, tal como había ideado su forma, ideó su construcción. Se construyó todo en madera, dos enormes cúpulas que se entrecruzaban;
el trazado en sí de esa curva constituía un acontecimiento matemático. Steiner creía sólo en las curvas, no habría ángulos rectos por ningún lado. Pequeñas
cúpulas secundarias, como cascos de soldado, contenían puertas y ventanas. Todo se hizo en madera, con la excepción de las relucientes losas de pizarra
noruegas que cubrían el techo. Las primeras fotos lo mostraban rodeado de andamiajes, como una especie de monumento enorme, y al fondo se distinguían huertos
de manzanos. La construcción la llevaron a cabo personas de todo el mundo, muchas de las cuales habían abandonado su profesión o sus estudios. En la primavera
de 1914 habían colocado ya las vigas del techo, y cuando los trabajos aún estaban en marcha, estalló la guerra. Desde las cercanas provincias francesas
les llegaba el estruendo de los cañones. Fue el mes más caluroso de aquel verano. Nadine le enseñó la fotografía de una estructura enorme y extensa. —El
Goetheanum —le dijo. Él no dijo nada. La oscuridad de la foto, la resonancia de las cúpulas empezaron a apoderarse de él. Y se rindió a ello como al espejo
de un hipnotizador. Sintió como se iba alejando de la realidad. No opuso resistencia. Anhelaba besar los dedos que sostenían la postal, los delicados brazos,
la piel que olía a limón. Notó que temblaba, y comprendió que ella podía darse cuenta. Se quedaron así sentados, la mirada de Nadine era tranquila. Él
penetraba en aquel escenario gris, wagneriano, que tenía ante sí, y que ella podría cerrar en cualquier momento, como una caja de cerillas, para devolverlo
al interior de su bolso. Los ventanales recordaban un viejo hotel de alguna ciudad centroeuropea. Un hotel de Praga. Sus formas le murmuraban. Era una
fortificación, una terminal, un observatorio desde donde se podía mirar dentro del alma. —¿Quién es Rudolf Steiner? —preguntó. Apenas escuchó la explicación
que ella le dio. Empezaba a caer en el éxtasis. Steiner era un gran maestro, un sabio que creía en el hecho de que las intuiciones más profundas podían
revelarse en el arte. Creía en los movimientos y juegos misteriosos, en los ritmos, la creación, las estrellas. Por supuesto. Y, por algún motivo, de todo
esto había entresacado ella una situación hipotética. Se había convertido en la ilusionista de la existencia de Hedges. Era éste, el reconocido erudito
en Joyce, el desaliñado fantasma de las tertulias literarias, quien la había encontrado. Al principio se había mostrado distante, apenas había hablado
con ella la noche en que se conocieron. Entonces hacía poco que ella estaba en Nueva York. Vivía en la calle Doce, en una habitación sin amueblar. Al día
siguiente sonó el teléfono. Era Hedges. Le pidió que almorzaran juntos. Desde el primer instante había sabido quién era ella, le dijo. La llamaba desde
una cabina pública, el tráfico rugía. —¿Podemos encontrarnos en Haroot’s? —le preguntó. Hedges iba sin peinar y los dedos le temblaban. Aguardaba sentado
junto a la pared, demasiado nervioso para mirar otra cosa que no fueran sus manos. Ella se convirtió en su compañera. Pasaban largas jornadas juntos paseando
por la ciudad. Hedges lucía camisas de color azul tinta. Le compró ropa. Era generoso en extremo, como si el dinero careciera de importancia para él. Se
le deshacía en los bolsillos igual que papel viejo, y cuando pagaba se le caía al suelo. La hacía ir a restaurantes donde él comía con su esposa, y le
pedía que se sentara en la barra para poder verla mientras ellos comían. Poco a poco empezó a introducirla en otro mundo, un mundo que despreciaba la exposición
a la luz, un mundo más rico que el que conocía ella, ciertos libros ocultos, ciertas filosofías, incluso cierta música. Descubrió que tenía talento para
eso, instinto. Logró cierto dominio sobre sí misma. Había períodos de profundo cariño, de serenidad. Acudían a casa de un amigo y escuchaban música de
Scriabin. Cenaban en el Russian Tea Room, los camareros sabían cómo se llamaba él. Hedges llevaba a cabo una labor extraordinaria, estaba moldeando la
vida de ella. Sin embargo, también él había descubierto una nueva existencia: al final se había convertido en un transgresor de la ley. Al cabo de un año
se habían trasladado a Europa. —Es muy inteligente —explicó ella—. Lo notas de inmediato. Posee una mente que lo abarca todo. —¿Cuánto hace que estás con
él? —Una eternidad. Regresaron andando en dirección al hotel donde ella se alojaba, a esa hora moribunda con que concluye el día. Junto al río, los árboles
eran negros como las piedras. En el teatro representaban la ópera Wozzeck, a la que seguiría La flauta mágica. En las tiendas de grabados había mapas de
la ciudad y el famoso puente tal como era en la época de Napoleón. Los bancos estaban repletos de monedas recién acuñadas. Ella guardaba un extraño silencio.
Hubo un momento en que se detuvieron delante de un restaurante donde había una pecera con enormes truchas moteadas, grandes como un zapato. Se deslizaban
perezosas dentro del agua verdosa, moviendo lentamente la boca. En el cristal, el rostro de Nadine se reflejaba como el de una mujer en un tren, indiferente,
solitaria... Su belleza no iba dirigida a nadie. Era como si, perdida en sus propios pensamientos, no le viera. Luego, con frialdad, sin decir nada, sus
ojos coincidieron con los de él. No vacilaron. En ese momento comprendió que Nadine lo valía todo.     
Habían pasado una época nada fácil. La razón es ajena a los problemas de los hombres, dijo Hedges. Su esposa había conseguido de alguna manera hacerse
con su cuenta bancaria. No es que fuera gran cosa, pero tenía el olfato de un hurón y había descubierto otros ingresos que podían revertir en favor de
él. Además, estaba convencido de que a sus hijos no les entregaba las cartas que él les escribía. Tenía que enviárselas a la escuela o a casa de sus amigos.
Sin embargo, la cuestión que predominaba siempre, sobre todas las demás, era el dinero. La falta de éste los abrumaba. Hedges escribía artículos, pero
eran difíciles de vender, dado que no dominaba todos los temas. Había escrito uno sobre Giacometti, con muchas citas turbadoras, todas inventadas. Intentaba
cualquier cosa. Mientras tanto, a ambos lados del océano había jóvenes que escribían guiones para el cine o vendían cosas por las que cobraban cifras fabulosas.
Hedges estaba solo. Los hombres de su edad ya se habían creado una reputación; en cambio, a él todo le pasaba de largo. Sin embargo, a menudo era consciente
de ello. Conocía las vidas de Cervantes, de Stendhal, de Italo Svevo, pero ninguna de ellas era tan inverosímil como la suya. Allí adonde fueran, había
que llevar sus cuadernos de notas y sus papeles. Y no hay nada tan pesado como el papel. En Grasse había tenido dificultades con sus dientes, algún problema
con las raíces de los antiguos empastes. Se arruinó, tuvo que pagar a un dentista francés casi el último céntimo que le quedaba. En Venecia le había mordido
un gato, lo que le produjo una terrible infección: el brazo se le hinchó hasta casi alcanzar el doble de su grosor, como si la piel fuera a estallar. La
camariera les dijo que los gatos tienen un veneno en la boca, como las serpientes, y que a su hijo le había pasado lo mismo. Los mordiscos eran siempre
profundos, añadió, y el veneno penetraba en la sangre. Hedges estaba angustiado, no conseguía dormir. Habría sido mucho peor si esto hubiese ocurrido cincuenta
años atrás, les dijo el médico. Le tocó un punto cerca del hombro. Hedges estaba demasiado débil para preguntar qué significaba eso. Dos veces al día acudía
una mujer con una aguja hipodérmica metida en una caja de hojalata abollada y le ponía sus inyecciones. Cada vez tenía más fiebre. Apenas podía leer. Quiso
dictar unas últimas disposiciones y Nadine se encargó de anotarlas. Insistió en que le enterraran con la fotografía de ella sobre su pecho, y le hizo prometer
que arrancaría la que llevaba en su pasaporte. —Y ¿cómo voy a regresar a casa? —había preguntado ella. El gran río fluía a sus pies, bañado por la luz
del sol, casi sin hacer ruido. Al final, las vidas de los artistas siempre parecen hermosas, incluso las terribles discusiones sobre el dinero, las noches
en que no hay nada que hacer. Además, durante este tiempo, Hedges no ayudaba en nada... Vivía una vida e imaginaba otras diez, siempre hallaba refugio
en una de ellas. —Pero ya estoy cansada de todo eso —dijo ella—. Es un egoísta. Un chiquillo. Su aspecto no era el de una mujer que hubiera sufrido. Lucía
prendas suaves como la seda. Tenía blancos los dientes. A lo lejos, en los senderos, las parejas almorzaban, las chicas se habían quitado los zapatos y
dejaban colgar los pies al borde del río. Lanzaban trocitos de pan al agua. El desarrollo del individuo había llegado a su apogeo, creía Hedges, ahí estaba
la esencia de nuestro tiempo. Había que encontrar un nuevo rumbo. Sin embargo, él no creía en la colectivización. Era un callejón sin salida. De todos
modos, no estaba muy seguro de cuál podía ser ese rumbo. Sus escritos lo revelarían, sin embargo, estaba trabajando contra el tiempo, contra el flujo de
los acontecimientos; como Trotsky, estaba en el exilio. Por desgracia, no había nadie para matarle. Aunque esto poco importaba, al final lo harían los
dientes, decía. Nadine estaba mirando bajo la superficie del agua. —Ahí abajo no hay nada más que anguilas —comentó. El siguió su mirada. La superficie
era impenetrable. Intentó descubrir una única sombra oscura, traicionada por su gracia. —Cuando llega el momento del apareamiento —dijo ella— se dirigen
hacia el mar. Seguía con la mirada fija en el agua. Según había oído decir, al llegar ese momento, las anguilas se deslizaban a través de los prados, por
la mañana, brillantes como el rocío. Le contó que, cuando ella tenía catorce años, su madre había cogido su muñeca favorita, la había llevado al río y
la había tirado al agua: sus días de infancia habían terminado. —Y yo ¿qué debería tirar al agua? —preguntó él. Fue como si no le hubiese oído. Luego alzó
la vista. —¿Te refieres a eso? —preguntó al fin.     
Nadine quería que cenaran juntos. ¿Sospecharía algo Hedges? Procuró no pensar en ello, ni que eso le alarmara. En todas las literaturas había escenas como
ésas, pero aun así no lograba imaginar cómo sería. Un gran escritor podía argumentar: «Sé que no puedo retenerla», pero ¿sería capaz de renunciar a ella?
Hedges, con sus dientes llenos de cavidades y sus años, aparte de las obras que no había escrito. —Le debo tanto... —había dicho ella. Sin embargo, era
difícil enfrentarse a la noche con tranquilidad. A las cinco, él estaba en tal estado de nervios que hacía solitarios en su habitación o releía los artículos
del periódico. Era como si se le hubiese olvidado cómo hablar de las cosas; consciente de sus expresiones faciales, nada de lo que hacía parecía natural.
La persona que había sido se había desvanecido sin saber muy bien por qué, y era imposible crear otra. Todo le resultaba insoportable, imaginó una cena
en la cual se sentiría humillado, decepcionado. A las siete, temeroso de que en cualquier instante pudiera sonar el teléfono, tomó el ascensor para dirigirse
abajo. Su imagen en el espejo le devolvió la confianza: su aspecto era de lo más normal, tranquilo. Se acarició el cabello. El corazón le latía con fuerza.
De nuevo se contempló en el espejo. La puerta se deslizó al abrirse. Salió del ascensor, medio esperando hallarlos allí. No había nadie. Fue pasando las
páginas del periódico de Zúrich al tiempo que de soslayo vigilaba la puerta. Al final consiguió sentarse en uno de los sillones. Resultaba incómodo. Se
cambió. Eran las siete y diez. Veinte minutos después, un viejo Citroën dio marcha atrás y chocó contra el radiador de un Mercedes aparcado en la calle,
con gran estruendo de cristales. El portero y el empleado de recepción corrieron hacia la calle. Había cristales por todas partes. El conductor del Citroën
abrió su puerta. —¡Oh, Dios! —murmuró, mirando a su alrededor. Era William Hedges. Solo. Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Por fortuna, el propietario
del Mercedes —un vehículo con cortinillas— no estaba presente. Un policía se acercaba por la calle. —Bueno, no es demasiado grave —dijo Hedges, que inspeccionaba
su coche: tenía destrozadas las luces de posición, y había una abolladura en el maletero. Después de mucho discutir, al final se le permitió entrar en
el hotel. Llevaba una chaqueta a rayas de algodón y camisa color tinta. Tenía pálido el rostro, empapado en sudor; era el rostro de un colegial impopular,
frente despejada, escaso cabello, suave barba salpicada de canas, la barba de un explorador, de un hombre que había lavado sus calcetines en el Amazonas.
—Nadine vendrá un poco más tarde —dijo. Al estirar el brazo para coger una copa, la mano le temblaba. —El pie se me resbaló sobre el freno —explicó, apresurándose
a encender un cigarrillo—. El seguro lo cubre, ¿verdad? Lo más probable es que no. Parecía que había concluido: la primera de muchas pausas prolongadas
durante las cuales se miraría el regazo. Después, como si fuera eso lo que se había esforzado en recordar, inquirió con dificultad: —¿Qué te parece...
Basilea? El jefe de camareros los había colocado uno frente al otro en la mesa, con la silla vacía entre los dos. Era como si la presencia de ésta pesara
en Hedges. Fue a pedir otra bebida y, al volverse, derribó una copa. De algún modo, este incidente le produjo cierto alivio. El camarero se dedicó a secar
el mantel mojado mediante pequeños toques con una servilleta. Hedges tuvo que esquivarle para hablar. —No sé muy bien lo que te habrá contado Nadine —dijo
en un tono suave; luego hizo una larga pausa—. A veces explica... fantásticas mentiras. —Oh, ¿de veras? —Procede de una pequeña ciudad de Pensilvania —murmuró
Hedges—. Julesberg. Ella nunca ha sido... Tan sólo era una..., una chica corriente cuando nos conocimos. Habían llegado a Basilea para visitar ciertas
instituciones, explicó. Era una ciudad... interesante. La historia tiene algunos sitios en torno a los cuales gira toda una época, y el pueblo de Dornach
era una verdadera prueba de... Nunca llegaría a concluir la frase. Rudolf Steiner había sido un estudioso de Goethe... —Sí, ya lo sé. —Claro, por supuesto.
Nadine te lo ha explicado, ¿verdad? —No. —Entiendo. Al final empezó de nuevo con el asunto de Goethe. La variedad de su intelecto era tan extraordinaria,
dijo, que, al igual que Leonardo antes que él, era capaz de abarcar todo lo que en aquel entonces constituía el conocimiento humano. Eso, en sí mismo,
implicaba una coherencia... global, y el hecho de que hasta entonces ningún hombre hubiera sido capaz de algo semejante fácilmente podía implicar que la
coherencia no existía ya, que se había extinguido... El océano de las cosas conocidas se había estrellado contra las rocas. —Estamos a punto de emprender
rumbos radicalmente nuevos en el destino del hombre —aseguró Hedges—. Aquellos que los descubran... Las palabras, que surgían con angustiosa lentitud,
duraban una eternidad. Eran un ardid, una maniobra falsa. Resultaba difícil captarlas. —... se verán destrozados, como le sucedió a Galileo. —¿Es eso lo
que crees? De nuevo una larga pausa. —Oh, sí. Tomaron otra copa. —Somos un poco raros, imagino. Nadine y yo... —dijo Hedges, como si hablara para sí. Por
fin había llegado el momento. —No creo que sea una mujer muy feliz. Se produjo un instante de silencio. —¿Feliz? —inquirió Hedges—. No, no es feliz...
Está incapacitada para serlo. Extasis. Está como en éxtasis. Me lo dice todos los días —añadió, colocándose la mano en la frente, medio tapándose los ojos—.
¿Sabes una cosa? No la conoces en absoluto. Ella no iba a presentarse. De pronto lo vio con claridad. No habría ninguna cena. Algo había que decir, y concluyó
de manera demasiado vaga. Diez minutos después, Hedges se había ido, dejando tras él una desconcertante extensión blanca y tres cubiertos preparados, así
como la idea de lo que debería haberle exigido: quiero hablar con ella.     
Todas las puertas se habían cerrado. Era un desgraciado, no podía imaginar a alguien con una debilidad, con una incapacidad como la suya. Había pretendido
mutilar a un hombre y aquello se había convertido en un monólogo... Con toda probabilidad, en aquel mismo momento se estarían riendo de lo sucedido. El
río avanzaba bajo su ventana, incluso en la oscuridad se veía el flujo del agua. Se quedó mirando su superficie. Paseó sin rumbo, intentando tranquilizarse.
Se tumbó en la cama, y pareció como si las piernas le temblaran. Se detestaba. Al final se quedó quieto. Acababa de cerrar los ojos cuando, en el vacío
de la habitación, sonó el teléfono. Volvió a sonar. Y una tercera vez. ¡Por supuesto! Lo había estado esperando. El corazón le dio un vuelco al descolgar.
Intentó contestar en un tono de extrema calma. Le respondió la voz de un hombre. Era Hedges. Destilaba humildad. —¿Está Nadine? —preguntó al fin. —¿Nadine?
—Por favor, ¿puedo hablar con ella? —pidió. —No, no está. Se produjo un silencio. Percibía la débil respiración de Hedges. Parecía no tener fin. —Oye —empezó
Hedges, su voz menos osada—, sólo quisiera hablar con ella un momento, nada más... Te lo suplico... Entonces, Nadine tenía que estar en cualquier otro
punto de la ciudad... Se apresuró a salir en su busca. Ni siquiera se molestó en decidir dónde podría estar. De alguna manera, la noche se había puesto
de su parte, todo estaba cambiando. Caminó, corrió a través de las calles, con miedo a llegar tarde. Era casi medianoche, la gente salía de los teatros,
la cafetería del Casino estaba atestada. Un mar de caras ocultas y medio ocultas, con los camareros de pie para que alguien pudiera ocultarse tras ellos.
Lo escudriñó con detalle. Sin duda, ella se encontraba allí. Estaría sentada a solas en una mesa, esperando que la encontrara. Los mismos coches no paraban
de dar vueltas por las calles, y cruzó entre ellos. La gente caminaba con parsimonia, y se detenía ante los escaparates iluminados. Nadine estaría ante
uno donde se exhibían zapatos caros, quizá joyas antiguas, collares de oro. En las esquinas le invadía una sensación de pérdida. Pasó por el interior de
las arcadas. Estaba dejando el sector que le era más familiar. Los quioscos de periódicos estaban cerrados, los cines, a oscuras. De repente, como la primera
certeza de una enfermedad, la confianza le abandonó. ¿Y si hubiera regresado a su hotel? Tal vez incluso estuviera en el suyo, es posible que hubiera acudido
allí y se hubiese marchado. Sabía que era capaz de comportamientos insólitos, sin un objetivo claro. En vez de ir a la deriva, sus lánguidos pasos existiendo
en cierto modo sólo para ser devorados por los de él; en vez de elegir un sitio donde él pudiera encontrarla con la misma ingeniosidad que había desplegado
para que él la siguiera, podía haberse desanimado y regresado a Hedges para decirle tan sólo que de pronto había tenido ganas de dar un paseo. Siempre
hay un momento que nunca se repite, pensó él. Y empezó a retroceder, como si andara perdido, por las calles que ya había visto. Desaparecida la excitación,
seguía buscando, pero ya no estaba seguro de sus instintos, sino que se preguntaba qué la habría hecho cambiar de opinión. En la escalinata cerca de la
Heuwaage se detuvo. La plaza estaba vacía. De repente sintió frío. Un hombre solitario pasaba por abajo. Era Hedges. No llevaba corbata, el cuello de la
chaqueta vuelto hacia arriba. Andaba sin rumbo, iba en busca de sus sueños. Dentro de sus bolsillos había billetes de banco estrujados, cigarrillos doblados
por la mitad. De lejos podía verse la palidez de su piel. Iba sin peinar. Ya no simulaba ser joven, había pasado esa etapa, estaba en el núcleo de su vida,
su obra fracasada, un hombre que tomaba los trenes de cercanías, que bebía té, a la espera de algo, alguna prueba de que al final su talento había sido
tan grande como el de los otros. Este mundo engendra otro nuevo, había dicho. Nos acercamos al centro de la galaxia. Esto estaba escribiendo, lo estaba
inventando. Sus poemas se convertirían en nuestra historia. Las calles estaban desiertas, en los restaurantes habían apagado ya las luces. A solas, en
un café donde se repetían las mesas vacías, las sillas colocadas encima, cabeza abajo, con su camisa oscura y su barba de médico, estaba sentado Hedges.
Nunca encontraría a Nadine... Era como un hombre sin trabajo, un inválido, no había sitio adonde ir. Las ciudades de Europa estaban en silencio. Tosió
un poco en medio del frío.     
El Goetheanum de la fotografía, la que le había enseñado Nadine, ya no existía. Se quemó la noche del 31 de diciembre de 1922. Esa noche habían celebrado
una conferencia, la gente ya se había ido. El vigilante nocturno descubrió humo y, al cabo de un instante, pudo ver el fuego. Éste se extendió con pasmosa
celeridad, y los bomberos lo combatieron sin éxito. Al final, la situación se volvió desesperada. Un infierno se elevaba a través de las ventanas. Steiner
había ordenado a todos que abandonaran el edificio. Justo a medianoche, la cúpula principal se resquebrajó y las llamas se abrieron paso a través de la
brecha, rugiendo al elevarse. Las ventanas, con sus cristales especiales, resplandecían, y empezaron a explosionar a causa del calor. Un enorme gentío
había llegado de las aldeas más próximas, e incluso de la misma Basilea, desde donde, a varios kilómetros de distancia, podía verse el incendio. Al final,
la cúpula se hundió, unas llamas verdes y azules se elevaban desde los tubos metálicos del órgano. El Goetheanum había desaparecido, y su maestro, su sacerdote,
su único creador, paseó lentamente sobre sus cenizas al amanecer. En su lugar se elevó una nueva estructura de hormigón. De la vieja, sólo quedaban unas
fotos.
 
 
La ddestrucción del Goetheanum.
James Salter.