Texto publicado por Fer

El bastón de Santo Yoque.

Casimiro, un hombre de campo sencillo y trabajador, se casó con una muchacha de ciudad quien conoció en una feria.
Filomena era bonita, pero floja. Diego mal: requetefloja. Así está bien. Pasaba todo el día mirándose las manos y luego se quedaba dormida.
Casimiro tenía que levantar la cerca de la chacra, jalar adobes, sacar a los animales del corral, ordeñar las vacas, regar el campo, techar su casa y llevar coles y cebollas al mercado.
Se levanta al alba y despertaba a su mujer diciendo:
-Filomena, voy al mercado a llevar verduras. Prepara el desayuno, que vuelvo enseguida.
Filomena veía por la ventana que todavía ardían en el cielo las estrellas y contestaba:
-¡Ya me estoy levantando! ¡Ya me estoy levantando, Casimiro!. Cuando Casimiro salía, se daba la vuelta en su cama diciendo:
-Un ratito más- y se quedaba profundamente dormida.
Al rato volvía Casimiro y, ¿Qué encontraba?
La cocina fría, los animales encerrados en el corral, las vacas gimiendo porque nadie las había ordeñado. Había que preparar el queso, barrer el establo, cocinar, lavar y tender la ropa.
-Filomena, levántate –decía Casimiro.
Filomena se restregaba los ojos y decía bostezando:
-¡Ay, me duele la cabeza, me duelen los ojos, ma quema la frente! ¡Hoy no me levanto!
El pobre Casimiro la miraba con pena pensando que su mujercita estaba para morir y le decía:
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Quédate en cama que yo te serviré!
Casimiro entraba en la cocina, removía la ceniza, soplando el rescoldo y levantaba la llama; después encendía el horno, ordeñaba las vacas, preparaba la mantequilla, amasaba el pan y cuando ya todo estaba listo decía:
-Toma, Filomena, tu desayuno. ¡Pobrecita mía, no te vayas a morir!
Filomena tomaba la leche, los pancitos de manteca y se quedaba tan contenta.
Al rato decía:
-Me duele los ojos, me duelen las manos, me duele el pecho.
Apoyaba su cabeza en la almohada y se quedaba dormida.
Casimiro salía de puntitas diciendo despacito:
-¡No te levantes, Filomena, no te levantes!
Casimiro techaba la casa, cercaba el corral, llevaba los animales a tomar agua al río y los dejaba pasteando en el campo, sembraba y volvía a casa preguntando:
-Filomena, ¿Cómo estás?
La muchacha repetía:
-Estoy mal. ¡Me duelen los huesos, las mejillas, las cejas y los párpados!
-¡Pobrecita! No te levantes. Yo preparará el almuerzo.
Entonces, él preparaba la sopa chancando la cecina, tostando la cancha, y moliendo los choclos envolvía las humitas.
Cuando todo estaba listo, oloroso y humeante se lo llevaba a la cama diciendo:
-Filomena, no te muevas que ya te traje el almuerzo.
La muchacha comía muy bien. Y cuando ya estaba por terminar empezaba a quejarse diciendo:
-Me duelen los píes, me duelen las uñas, me duelen las costillas.
-Quédate en cama, mujer, que me preocupas –decía Casimiro y volvía al campo a trabajar.
Así, un día y otro día. Hasta que en una mañana, mientras techaba su casa, pasó un amigo que le dijo:
-Casimiro, ¿cómo te va? ¿Estás terminando de techar tu casa?
-Sí, Valentín.
-¿Qué me cuentas?
-Te cuento que me casé con una muchacha muy linda, pero desde que nos casamos no se levanta de la cama. Le duelen los ojos, la duele la cabeza, los pies, la nariz, las rodillas, las manos. Todo le duele.
-Baja, Casimiro, déjame verla.
Casimiro bajó del techo, abrió la puerta de la casa, hizo pasar al amigo al cuarto de la enferma y ambos encontraron a Filomena durmiendo plácidamente.
Filomena se despertó llorando:
-¡Ay, ay, ay,! Me duelen los pelos, me duelen las pestañas, me duelen la cara y los dientes. ¡Cómo me zumban los oídos!. Y, ¿éste quién es?.
-¡Pobrecita, mi Filomena, no te vayas a morir –decía Casimiro tomándole las manos-. No te preocupes; este es mi amigo Valentin.
-¡Ajá! –exclamó Valentín llamando a su amigo.-. ven para acá, compadre, ven.
-Ya sé lo que tiene tu mujer y conozco el remedio.
Casimiro cayo de rodillas diciendo:
-Te daré lo que me pidas con tal de que me cures a mi mujer.
-Yo te daré un santo milagroso que le curara todos los males inmediatamente y para siempre –dijo Valentín.
Casimiro preguntó:
-¿Me puedes regalar la estampita de ese santo milagroso?
-Sí. Ahora mismo, ahora mismo –respondió Valentín dándole un bastón pesado de una madera dura llamada lloque.
-El único remedio para curar a tu mujer es este bastón de Santo Lloque.
-¿Y qué hago con él? –preguntó en bueno de Casimiro.
-Se lo enseñas nomás, de lejos. Ya verás como se sana.
-No me digas. ¿Así nomás de lejos?
-De lejos nomás. Pero si no te hiciera caso le haces probar una sola vez cómo duele y, ¡ya está!
¡Santo remedio!
A la mañana siguiente, Casimiro se levantó temprano; todavía centellaban las estrellas; despertó a Filomena y le dijo:
-Filomena, levántate y prepara el desayuno que yo no iré al mercado para llevar repollos ni calabazas, sino tú.
Filomena se despertó diciendo:
-Ay, ayyyyyyy, ay, me duele todo: de las costillas y rodillas, de las rodillas a los talones y de la cabeza al cuello.
Casimiro, levantando el bastón, dijo:
-Mujercita linda, ya tengo el remedio que te sanará todos tus males. Con esto ya no sentirás más dolor; aquí está la medicina.
Y levantando la voz, añadió:
-Levántate y prepárame el desayuno.
Cuando Filomena vio el bastón se levantó como movida por un terremoto. Inmediatamente salió a la cocina, removió las cenizas, prendió el fuego, corrió al río, trajo el agua, salió a ordeñar las vacas, puso a hervir la leche, batió la mantequilla, amasó el pan, limpió la mesa y sirvió el desayuno.
Casimiro, con el bastón en alto, la miraba sorprendido. Había sido verdad; esté era un santo muy milagroso.
Tomaron el desayuno. Filomena lavó las tazas, sacó a los animales del corral, barrió la casa, limpió la cocina y puso todo en su sitio.
En seguida, cargo los burros con verduras y tomó rapidito el camino del mercado.
Casimiro estaba atónito. Era cierto lo que le había dicho su compadre Valentín: el bastón de Santo Lloque era bendito.