Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Una constelación de sucesos.

John Updike. z
Una constelación de sucesos.
 
 
Los sucesos parecían espaciados en un cielo vasto y profundo, deslumbrante en su tercera dimensión. Mirando hacia atrás, Betty casi no podía creer que
los días se habían sucedido con tanta rapidez. Pero, no, estaban aquí, en el calendario, uno tras otro: cuatro brillantes días de febrero.
El domingo, al salir de la iglesia, Rob les había llevado, a ella y a los hijos, a hacer esquí de fondo. Lo convirtieron en una fiesta. Él telefoneó a
Evan, porque el viernes habían comentado dicha posibilidad en la oficina, mientras descargaba la tormenta alrededor de su edificio de cristales verdes,
en Hartford, y ella telefoneó a los Smith y también les invitó, porque Evan, que era soltero, era el amante de Lydia Smith; una acción festiva y maliciosa
que Rob consideró excesiva. Pero Lydia respondió al teléfono y se mostró encantada. Al vibrar su voz en el oído de Betty, ésta sacó la lengua al ver el
fruncimiento de cejas de Rob.
Se encontraron todos en el campo de los Patterson, al que llegaron en sus coches de diferentes colores, y pronto formaron una línea de siluetas oscuras
sobre el blanco pastizal. Evan y
Lydia se deslizaban despreocupadamente en cabeza; Rob y Billy, el hijo que era ahora casi tan alto como el padre, y Fritzie Smith, que a imitación de su
madre era la encarnación de la muchacha atleta, marchaban en segundo lugar, esforzándose el pequeño Smith en no perder terreno con relación a este grupo;
y Betty y su hija pequeña, la gemebunda y mal equipada Jennifer, iban las últimas junto con Rafe Smith, que no esquiaba tanto como Lydia y cuyas fijaciones
se soltaban continuamente. Era más delgado que Rob, más patán, más lleno de dudas, de rostro afilado y ojos verdes: un hombre triste pero alentador. No
paraba de decirle a Jennifer: «Ánimo, Jenny, sigue las huellas de los otros, ahora que has cogido el ritmo», mientras la niña se hacía un lío con los esquíes
y se caía una y otra vez. Mientras tanto, uno de los pies de Rafe se soltaba de su fijación y Betty tenía que esperar, y los otros se convertían en puntos
cada vez más pequeños en la lejanía.
Los campos eran inmensos y brillantes, haciendo que a Betty le escociesen los ojos. Las huellas de su grupo y de los trineos que habían pasado por allí
después de la tormenta, apenas alteraban la maravillosa blancura: pendientes cuesta arriba y cuesta abajo, un roble sobre una loma, vallas metálicas que
parecían dibujadas a lápiz, rótulos de PROHIBIDO EL PASO estropeados por los elementos y que no contaban para ellos. Rob había hecho negocios con uno de
los hijos Patterson, y no se dejaría impresionar por la prohibición: los campos parecían extenderse bajo una cúpula transparente que protegía a Rob. Un
riachuelo, que al deshelarse había cobrado vida audible, discurría en el lugar donde se unían dos vertientes. Betty tenía miedo de seguir las huellas de
los otros por aquí; representaba que pasar, sobre los esquíes, de una orilla nevada a otra, sobre una corriente de agua muy fría, confiada y secreta. Le
entró pánico y se desvió cincuenta yardas del camino, para pasar por el puente de madera. Rafe levantó a Jennifer y lo cruzó también, y su fijación volvió
a soltarse en el otro lado, pero sin graves consecuencias. La niña se rió por primera vez aquella tarde.
El sol reflejado por la nieve era cálido; Betty pensó que su cara empezaría a broncearse hoy, y después no pasarían muchas semanas antes de que las vacas
volviesen a pacer aquí, y floreciesen los espinos. Al subir la cuneta, al otro lado del arroyo en dirección al bosque, resbaló hacia atrás y cayó de lado.
La nieve era húmeda, tibia.
-¡Mierda! -dijo, y le satisfizo ver la curva abultada de su cadera, dentro de los jeans, al mirar por encima de ella a Rale que la seguía, medio cerrados
los ojos a causa del sol, pero alertas, sorprendidos.
-¿Te ayudo a levantarte? -preguntó él, tendiéndole una mano enguantada de negro. Y al ir a asirla ella, se quitó el guante, ofreciéndole una mano desnuda,
huesuda y colorada, sorprendente al quedar de pronto descubierta-.¡Arriba! -dijo, y el esfuerzo hizo que perdiese el equilibrio y se soltase de nuevo una
fijación.
Tanto ella como Jenny rieron esta vez.
Rob les estaba esperando con visible paciencia en la entrada del camino del bosque. Ella se anticipó a sus quejas:
-Jennifer se está volviendo loca con esos horribles esquíes que le han prestado. ¿Por qué no puede tener un equipo decente, como los otros niños?
-Yo me quedaré con ella -dijo su marido, a un tiempo firme y evasivo, a su manera, eludiendo la pregunta cuando parecía contestarla, y mostrándose desinteresado
para avergonzarla.
Pero ella sintió que su propia sonrisa permanecía, tan innegable, tan imborrable como la luz del sol sobre el campo. El semblante de Rob se ensombreció,
al disponerse él a hablar; pero Rafe le interrumpió, disculpándose, culpando del retraso a sus deficientes fijaciones. Durante un momento en que algo hizo
que ella se estremeciese interiormente (tal vez sólo el calor del ejercicio al encontrarse con la fría sombra azul del bosque aquí, en el límite de éste),
los dos hombres permanecieron juntos, de pie, y centraron su atención en el mecanismo, olvidándose de su presencia. Rob encontró el defecto, y los esquíes
de Rafe no volvieron a soltarse.
En el bosque, Rob y Jennifer se quedaron atrás, y Rafe se adelantó a toda prisa para alcanzar a sus hijos y, más allá, a su esposa y Evan. Betty trató
de quedarse con su marido y su hija, pero los dos eran exasperantes, ella por sus gimoteos y él por su ceño fruncido, y sin que ninguno de los dos apreciase
su compañía. Avanzó pues, sobre los esquíes, y se encontró sola en el bosque, percibiendo voces lejanas y el susurro de los esquíes y el suave murmullo
de su propia respiración. Los troncos de los pinos se deslizaban junto a ella, uno tras otro, y después otro, alineados y no alineados, en sombreada armonía.
Aquí y allá, crecían árboles en el camino; una rama le rozó un ojo, tan ligeramente que después se sorprendió que persistiese el dolor y de que ella misma
estuviese llorando. Llegó a un claro del bosque donde se bifurcaba el camino. Rafe la estaba esperando; delgado, apoyado en sus palos, parecía una sombra
más entre las otras.
-¿Qué camino crees que han tomado?
Parecía desalentado y se comportaba como si se hubiese perdido. Su esposa se le había escapado con el amante.
-El de la izquierda es el que lleva a los coches.
-No sé cuáles son las huellas de ellos -dijo él.
-Lo siento -dijo Betty.
-No importa. -Descansó sobre los palos y no dio señales de moverse-. ¿Dónde está Rob? -preguntó.
-Ahora vendrá. Tomó a su cargo' la querida Jennifer. Les esperaré; tú sigue adelante.
-Esperaré contigo. Este lugar es pavoroso. ¿Quieres que te preste aquel libro?
Las frases se habían sucedido como si existiese una ilación entre ellas.
El libro era acerca de Jane Austin, escrito por un profesor inglés que Betty había estudiado hacía años, antes de que Radcliffe se llamase Harvard. Lo
había visto tirado en el asiento delantero del coche de los Smith, mientras éstos andaban atareados con los esquíes, y había lanzado una exclamación al
reconocerlo. Durante un extraño verano de su vida en que todo quedó en suspenso, el mismo verano en que había nacido Billy, había leído las seis novelas
de Jane Austin, sentada en el porche soleado, esperando y esperando, y amamantando. Súbitamente después.
-Si lo has terminado.
-Sí. Es un poco soso, pero tiene encanto, podríamos decir. ¿Puedo llevártelo mañana por la mañana?
Había dejado hacía poco un bufete de abogados de Hartford y abierto el suyo en la población. Tenía pocos clientes, pero le divertía estar ocioso. Había
algo frágil e incapaz en él.
-Muy bien -dijo ella, y añadió-: Jennifer vuelve del colegio al mediodía.
Y entonces llegaron Jennifer y Rob, ambos necesitados de sosiego, y ella olvidó la promesa de aquel hombre sombrío, como si su mente hubiese sido poseída
por el vacío donde se bifurcaban los nevados caminos.
El lunes fue esplendoroso, y la llamada a la puerta acentuó el goteo musical de los carámbanos que rodeaban la casa desprendiendo perlas. Rafe estaba cómicamente
encorvado bajo las gotas que caían del alero, apretando el libro seco contra su anorak. Él no hizo más que ofrecérselo, pero ella le invitó a tomar café,
porque él parecía profundamente triste, aún perdido. Se sentaron en el sofá, con las tazas de café, pero pronto estuvo ella entre los brazos de él y sintió
los labios cálidos y con sabor a café sobre su propia boca, y las manos frías sobre la piel, debajo del suéter, y no pudo impedir que su mente flotase
en el aire, percibiendo las manchas doradas de sol sobre las tablas del suelo, grandes pinceladas oblicuas de luz de sol, romboides quebrados por las plumosas
siluetas de las plantas en los antepechos de las ventanas. Desde su ángulo visual, al tenderla él sobre el sofá, las sombras de las gotas saltaban hacia
arriba en las manchas de sol, pareciendo desafiar la gravedad al volver ella la cabeza. Se incorporó, lo empujó sin resentimiento, y se arregló los cabellos.
-¿Qué estamos haciendo? -preguntó.
-No lo sé -dijo Rafe y, ciertamente, no parecía saberlo.
Su propio ataque le había parecido torpe, temeroso, hipócrita; parecía agradecer que ella le hubiese detenido. Tenía el rostro rojo, como lo habían estado
antes sus manos. A la luz de las ventanas de detrás del sofá, sus ojos eran muy verdes. Un asparagus que pendía allí proyectaba una red de sombras, en
la que sus facciones entraban y salían mientras él se disculpaba, hablaba, bromeaba. «¡Qué gordita!», había exclamado, refiriéndose al vientre de ella,
al levantarle el suéter, inclinándose de pronto para besarla, cálida la cara y afilada como una hoja de cuchillo. Estaba asustado, comprendió Betty, y
esto desvaneció su propio miedo.
Consiguió apartarle delicadamente y llevarle a la puerta. No era muy difícil; recordó cómo había repelido a los chicos del college en unos tiempos que
el libro había hecho que evocase.
El cuerpo de él, al cruzar la fangosa calle, parecía bailar aliviado. En cuanto a ella, sola nuevamente en la casa vacía, era como si hubiese desterrado
una parte de su alma junto con su miedo; sin sentir remordimiento ni esperanza, flotó sobre las manchas de sol punteadas por las gotas que caían, entre
el brillo curvo del cristal y la porcelana y los utensilios de aluminio de la cocina, en el calor extraño de la casa, tan extraño como parecen todas las
cosas cuando somos nosotros los únicos testigos. Betty se levantó el suéter para mirar su pálido vientre. ¡Qué gordita! Los años habían abultado su cintura.
En cambio, Lydia era una atleta, esbelta y un poco marimacho, veloz con los esquíes, con algo romano y andrógino y enigmático en su aspecto. Rafe estaba
acostumbrado a esto; el contraste le había sorprendido.
Cogió el libro de encima del sofá. Él era uno de esos hombres que pueden leer un libro cuidadosamente; por consiguiente, parecía nuevo. Y Betty se sorprendió
al ver que, a pesar de su absoluta calma, era incapaz de leer una palabra.
El martes, tal como habían proyectado hacía semanas, Rob la llevó a Filadelfia. Ella había nacido allí, y él tenía que resolver algunos asuntos. Llevarla
con él era un tributo a su condición, claramente manifestada, de esposa aburrida. Sin embargo, a ella le gustó y se lo agradeció, después de pasado el
terror agitado y sibilante que le produjo el viaje en avión. La ciudad, a la luz del sol invernal, parecía más lustrosa y más limpia de como recordaba
ella a su tosca y enorme y querida Ciudad del Amor Fraternal. Job había venido porque su compañía de seguros contribuía a la financiación de un centro
comercial en el sur de New Jersey, y desapareció cruzando la puerta de la fachada extrañamente egipcia del Penn Mutual Building, ahora doblemente falsa
porque había sido dejada como reliquia histórica en un rascacielos nuevo, una alta caja de cristal esmerilado. Ella paseó, mirando los escaparates de Walnut
Street, hasta que le dolieron los pies, y entonces cogió un taxi en Rittenhouse Square, para ir al Museo de Arte. En Filadelfia había menos nieve que en
Connecticut; incluso algunas hierbas, en las orillas de la avenida, estaban verdes.
En lo alto de la escalera, dentro del museo, la gran Diana de Saint-Gaudens, con su pátina de cardenillo, que Betty, en su infancia, había en cierto modo
confundido con la bruja buena de los cuentos de hadas (aunque desnuda, después de haber tirado el traje de baile y las enaguas que suelen llevar las brujas
buenas, para mover mejor sus largas piernas), posaba todavía, en la punta de un pie, sobre su umbroso pedestal. Pero en las otras partes del museo se habían
producido muchos cambios, mucho esplendor adicional. Las tres versiones de Mujer Desnuda Bajando una Escalera y la lamentablemente agrietada Esposa Desnuda
por sus Pretendientes ya no la intrigaban ni escandalizaban. Lo atrevido se convierte en clásico en el curso de nuestra vida, mientras envejecemos y morimos.
Rob se encontró con ella exactamente cuando le había prometido, a las tres y media, ante los cuadros de los impresionistas; y su súbito amor por él, en
esta sala de crudos colores y de luz, resultaba enternecedor. Ella se apoyó en él; él se apartó al sentir su contacto, y Betty, que no estaba acostumbrada
a llevar tacones altos, tuvo que dar un paso de lado para mantener el equilibrio.
Tomaron el té en la cafetería, fuera de lugar con sus trajes oscuros entre los estudiantes, las barbas y los estudiados harapos que eran restos de la revolución
del último decenio. También aquí lo radical se había convertido en aceptable.
-¿Cómo te sientes, de vuelta aquí? -le preguntó Rob.
-Esto ha cambiado, y yo he cambiado. Me gusta el lugar donde vivo ahora. Pero fuiste muy amable al traerme contigo.
Le tocó la mano y él no la retiró sobre la mesa lisa, cuya blancura le recordó a ella la de la nieve.
La dicha debió de reflejarse en su semblante, resplandeciente como bronceado por el sol, pues él la miró y, por un instante, pareció verla. Y aquel instante
le desconcertó. Aunque demasiado corpulento para ser apuesto, tenía unos bellos ojos, castaños e indiferentes como los de un león; los entornó y frunció
el ceño al esforzarse, contra su costumbre, en hacer un cumplido.
-Es una lástima que seas mi esposa -dijo.
Ella se echó a reír, asombrada.
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Serías una amante adorable.
-¿Tú crees? ¿Cómo lo sabes? ¿Has tenido alguna vez una amante? -Estaba tan segura de la respuesta que prosiguió antes de que él pudiese decirle que no-.
Entonces, ¿cómo sabes que yo sería una amante adorable? Tal vez sería horrible. Chillona, dominante. Será mejor que me aceptes como esposa -le aconsejó,
satisfecha.
La mesa era blanca y el sucio servicio del té se interponía entre ellos; ella deseaba ardientemente estar con él en casa, en la cama. Su manera de hacer
el amor era como él, firme e incansable, y siempre daba buen resultado. Ella admiraba esto. Antaño lo había adorado. Hasta que su adoración pareció que;
lo deprimía a él. También ahora, sentados a esta brillante mesa, había en ella algo que lo deprimía; tal vez la amante que había visto en ella, la amante
que, precisamente a él, le estaba prohibida y no tendría jamás. Ella le acarició la mano, como reconociendo un pesar compartido. Pero aquella impresión
gozosa seguía creciendo en ella, vertiginosa y sin sentido, inexplicable, imparable, como si ella viese que en alas de ella estaba dejando a Rob atrás.
Y él nunca había parecido tan cabal ni tal amable, ni ella más en su papel de esposa, como cuando se levantaron y pagaron y se encaminaron a la entrada
del museo donde esperaban los taxis.
En el vuelo de regreso, Betty, para calmar su terror, sacó el libro de su bolso y leyó: «Como diría Lionel Trillingt en 1957 (antes de que las mujeres
alcanzasen su poder), "lo extraordinario de Emma es que tiene una vida moral, como la tiene el hombre". "La conciencia está siempre presente en ella, un
sentido de lo que debería ser y hacer."»
Rob miró por encima del hombro de ella y preguntó:
-¿No es ése el libro de Rafe?
-Igual que el suyo -respondió al punto ella, comprobando que, a fin de cuentas, mentir no era muy difícil-. Debiste verlo el domingo en el asiento delantero
de su coche. Yo también lo vi, y esta mañana he comprado un ejemplar en «Wanamaker's».
-Parece usado.
-Lo he estado leyendo, mientras te esperaba.
Ella interpretó su silencio como una muestra de convencimiento. Él hojeó su periódico. Después preguntó:
-¿No es terriblemente aburrido?
Ella fingió preocupación. Un zumbido precario cambió del tono debajo de ellos.
-¡Hum! Aburrido pero amable.
-¿No es él un pobre hombre? -preguntó bruscamente Rob-. Me refiero a Rafe.
-¿Qué ves de pobre en él?
-Ya lo sabes. Es un cornudo.
-Tal vez Lydia le quiere más por esto -dijo Betty.
-Imposible -declaró su marido, y se sumió de nuevo en el Inquirer, mientras el «727» zumbando y trepidando, se disponía a estrellarse.
Ella se agarró al brazo de Rob con aquel fervor irracional que a él tanto le disgustaba; él mantuvo deliberadamente la mirada fija en el periódico, desentendiéndose
de ella. Sin embargo, el avión aterrizó sano y salvo, como si él le obligase a hacerlo, respondiendo de mala gana a las oraciones de ella.
 
 
Betty soñó que estaba enseñando de nuevo y que, entre sus alumnos, Rafe parecía perdido. Tenía que hacerle una pregunta y parecía incapaz de captar su
atención, aunque él no se portaba exactamente mal; estaba medio vuelto de espaldas, hablando con una arrogante condiscípula... Algo tan desesperante que
se despertó, sintiéndose vacía y ligeramente asustada. Rob no estaba ya en la cama. Oyó el golpe de la puerta al marcharse él al trabajo.
Los hijos se estaban peleando en la planta baja, un ruido despiadado como de una olla en ebullición. Era miércoles. Cuando se levantó, un residuo del acto
amoroso de la noche pasada resbaló por la cara interna de su muslo.
Cuando hubieron salido los niños para ir al colegio, recorrió ella la casa vacía comprobando que estaba enamorada. Como las tablas del suelo, los marcos
de las puertas, el papel de las paredes, aquel lecho parecía más necesario que agradable, no ornamental sino funcional, en un sentido que debía esforzarse
en percibir. La nieve del tejado se había fundido; el goteo de    los aleros había cesado y una seca luz de sol reposaba en silencio sobre la casa caldeada,
la calle vacía, los moteados tejados de la población más allá de las sucias ventanas heridas por el sol. La repisa de la cocina estaba llena de postales
del Día de San Valentín que los niños habían traído del colegio. El calendario mostraba el mes más corto, como una caja de caramelos rebosante de fiestas
en rojo. El número de la oficina de Rafe había sido incluido hacía poco en la libreta de teléfonos. Betty    lo marcó, menos para comunicar con él que
para comprobar    la extensión de su vacío. De un modo alarmante, el tiempo dejó de sonar, y él respondió a la llamada.
-¿Rafe? -dijo ella, y se sorprendió al advertir el tono cascado de su propia voz.
-Hola, Betty -dijo él-. ¿Cómo has encontrado Filadelfia?
-¿Cómo sabes que estuve allí?
-Lo sabe todo el mundo. No tienes secretos para nosotros. -Dejó de bromear, percibiendo el miedo de ella-. Lydia me lo dijo.
Evan se lo había dicho a ella; Rob se lo había dicho a él en su lugar de trabajo. Había un mundo de amor en el que todo se veía; la brillante casa de ella
parecía transparente.
-¿Te ha gustado? -preguntó Rafe.
-Es estupenda. -Tuvo la impresión de que se estaba defendiendo-. Me pareció... más apacible, por alguna razón.
-¿Qué hiciste?
-Estuve dando vueltas, sintiéndome nostálgica. Fui al museo que está sobre una colina. Rob fue a buscarme allí y tomamos el té juntos.
-Esto está muy bien. -Su voz era, por sí sola, más rica y más tranquila que su presencia física, su irremediable y humillante aire de payaso. El silencio
de ella le obligó a continuar-: ¿Has tenido tiempo de echar una ojeada al libro?
-Me encanta -dijo ella-. Es instructivo y sedante. Lo estoy leyendo muy despacio; quisiera que durase para siempre.
-Para siempre es mucho tiempo.
-¿Tienes ganas de verme?
Su voz había sonado, involuntariamente, más ronca.
La respuesta de él fue tan sencilla y viva como lo había sido su mirada verde cuando ella había exclamado «¡Mierda!»
-Claro -dijo.
-¿Dónde? Esta casa resulta muy visible.
-Ven aquí. Todo el día está entrando y saliendo gente de la casa. Hay una peluquería en el piso de al lado del mío.
-¿No tienes ningún cliente?
-No hasta esta tarde.
-¿Me atreveré?
-No lo sé. Tú has de decirlo. -Más amablemente, añadió-: No tendrás que hacer nada. Sólo quieres verme, ¿no? Un asunto incompleto, más o menos.
-Sí.
En el centro de la ciudad reinaba un silencio misterioso, a pesar del movimiento de los coches y la gente. Betty se dio cuenta de que echaba en falta un
sonido de invierno de su infancia: la canción de las cadenas de los automóviles. Los neumáticos para la nieve lo habían eliminado. El tiempo lo elimina
todo, si uno sabe esperar. La casa de Rafe era un frío «bloque» de ladrillos construido hacía un siglo, cuando este suburbio de Hartford había parecido
que tendría un futuro independiente. Un presuntuoso blasón de granito remataba la fachada; tal vez un día sería considerado histórico. Las escaleras eran
de linóleo y olían como un guardarropa en día de lluvia. Un olor a chamusquina y a champú salía del piso contiguo al de él. Rafe le estaba esperando en
su cuarto de estar, y cerró la puerta con llave. En su sofá, la yacija fría, estrecha y pegajosa de Naugahyde, al pie de una estantería de textos legales
encuadernados en piel. Rafe se mostró impotente. El hecho de verla desnuda pareció aturdirle. Pero en aquella situación embarazosa, no dejó un momento
de sonreír. Y ella de sonreírle a él. Era bello, esbelto y bien formado, pero necesitaba que le enseñasen a saberlo.                     
-¿Qué crees que me pasa? -preguntó.
-Tienes miedo -dijo ella-. No te censuro. Soy un adversario de cuidado.
Él asintió con la cabeza, menos verdes los ojos, en el cuarto de estar cerrado y sin ventanas.
-Vamos a armar mucho jaleo, ¿no crees?
-Sí.
-Sospecho que mi cuerpo nos está diciendo que todavía es tiempo de hacer marcha atrás. ¿Quieres?
Sobre una serie de estatutos encuadernados, con sus lomos uniformes formando franjas horizontales como las ventanillas de un tren que pasa, había un libro
de otra clase, un pequeño libro en rústica. En la habitación en penumbra, donde su desnudez ponía la nota más brillante, ella descifró el título: Emma.
Y respondió:
-No.
Y, aunque hubo muchas secuelas que lamentar y un daño que no cesaría nunca, Betty recordaba aquellos días (los campos abiertos, los goteantes aleros, los
cuadros, los libros de leyes) como brillantes, como una sola unidad iridiscente, no desparramada como una constelación, sino continua, como un arco iris,
un giro de ciento ochenta grados.
 
 
Una constelación de sucesos.
John Updike.