Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El culto de la verdad.

August Strindberg.
El culto de la verdad.
 
En casa de Johan se profesaba el culto de la verdad.
—Decid siempre la verdad, suceda lo que suceda, —repetía con frecuencia el padre, y contaba una historia que le había sucedido.
En cierta ocasión, había prometido a uno de sus clientes enviarle, el mismo día, un objeto que había comprado. Lo olvidó y habría podido invocar una razón
cualquiera; pero cuando el cliente, furioso, acudió a la tienda y le dirigió reproches groseros, el padre respondió reconociendo humildemente su olvido,
pidió perdón y declaró querer compensar los perjuicios.
Sentido moral: el cliente asombrado, le tiende la mano y demuestra su estimación. (Nos parece, sin embargo, que los mercaderes no deberían mostrarse tan
meticulosos entre sí).
El padre era inteligente y, como todos los viejos, estaba seguro de sus afirmaciones.
Johan, que jamás estaba inactivo, había hecho un descubrimiento: se podía emplear el tiempo en ir a la escuela y a la vez enriquecerse… Un día encontró
sobre la acera de la Puerta de los Holandeses una tuerca y se regocijó, porque con un cordel hizo una honda. Desde entonces marchaba siempre por en medio
de la calle, recogiendo todos los pedazos de hierro que encontraba. Como las puertas ajustaban mal y los pesados carros no estaban defendidos, los hierros
eran cruelmente maltratados. Por esto un peatón atento estaba seguro de hallar cada día un par de clavos, un perno, al menos una tuerca, y aun a veces
una herradura. Johan pensaba sobre todo en las tuercas e hizo de ellas su especialidad. En un mes había llenado casi una cuarta parte de un tonel.
Estaba un día divirtiéndose en su cuarto, cuando entró su padre interrogándole duramente:
—¿Qué es eso que tienes aquí? —dijo el padre abriendo mucho los ojos.
—Son tuercas —respondió Johan tranquilamente.
—¿Quién te las ha dado?
—Las he recogido.
—¿Recogido? ¿Dónde?
—Bajo la Puerta.
—¿En un solo sitio?
—No, en varios sitios; por la calle a menudo se encuentran.
—No… ¡A mí no me engañas! Tú mientes… Ven acá que he de hablarte…
Y, efectivamente, le habló con un bastón.
—¿Lo declararás, ahora?
—Las he recogido en la calle.
Y fue torturado hasta que declaró.
¿Qué iba a declarar? El dolor y el miedo de que no acabase aquella escena fue causa de que mintiese.
—Las he robado —se apresuró a decir Johan.
—¿Dónde?
Claro está que no sabía en qué parte de los carros había tuercas, pero supuso que las habría.
—Debajo de los carros —añadió con seguridad.
—¿Dónde?
Su imaginación evocó un lugar donde había muchos carros.
—Cerca de una construcción que está frente a la calle Smedgaard.
Haber especificado la calle hacía la cosa verosímil. El viejo estaba ya seguro de haberle arrancado la verdad. Entonces siguieron estas reflexiones:
¿Cómo has podido tomarlas con los dedos?
El chico no había pensado en esto; pero, viendo el armario donde guardaba su padre las herramientas, de repente contestó.
—Con un destornillador.
Sabido es que las tuercas no se pueden sacar con un destornillador; pero la imaginación del padre estaba en acción y se dejó engañar.
—Pero ¡esto es horrible! ¡Tú eres un ladrón! —Y súbitamente se le ocurrió llamar a la policía.
Johan pensó en tranquilizar a su padre, haciéndole ver que todo lo que había dicho era mentira, pero ante la perspectiva de continuar siendo maltratado,
renunció a su intento.
Vino la noche, y al acostarse y cuando su madre se le acercó para hacerle rezar, Johan, en actitud patética, exclamó:
—Yo no he robado las tuercas; ¡el diablo lo sabe!
La madre le miró un rato y, reconviniéndole, le dijo:
—No se ha de jurar de este modo.
El castigo corporal le había humillado, deshonrado; estaba furioso contra Dios, contra sus padres y sobre todo contra sus hermanos, que no habían atestiguado
en su favor, por más que ya sabían de qué se trataba.
Johan no rezó aquella noche; pero deseó que hubiese un incendio sin tener necesidad de aplicar un fósforo.
 
 
El culto de la verdad.
August Strindberg.