Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Pal y Per.

August Strindberg.
Pål y Per.
 
La noche de Navidad se extiende gélida y con una mudez de sepulcro sobre la ciudad, toda manifestación de vida aparece como helada, y el viento mismo se
contiene y las estrellas palpitan como lucecillas para seguir vivas. Un guardia solitario va por la calle medio corriendo para que no se le hielen los
pies, y los viejos edificios de madera crujen al encogerse las vigas.
En la residencia del comerciante Pål Hörning, sita en el Pasaje de Drakatorn, la señora de la casa ya se ha levantado, pero no se atreve a encender ni
la luz de las candelas ni el fuego de la chimenea, porque aún no han anunciado el fin del turno de guardia, aunque a cada minuto espera oír las campanas
de la iglesia de la ciudad tocando a misa de alba, pues tiene el presentimiento de que ya van siendo las cuatro y toda la casa asistirá a la misa de Navidad
en Spånga; claro que antes tendrá que tomarse algo caliente. Coge la ropa de los días de fiesta, que había dejado en una silla, y se compone a oscuras
como puede. Pero, al ver que la espera se prolonga y que la oscuridad no ayuda, enciende un farol de hierro, que coloca en un rincón, con la esperanza
de que, en pro de la paz navideña, los guardias no alboroten si la descubren, y así recorre de puntillas las habitaciones, más bien pequeñas. El padre
está durmiendo con los ojos medio abiertos, y Sven, el menor de los hijos, se encuentra lejos, muy lejos, en el país de los sueños, y eso que tiene la
cabeza apoyada en un caballo de madera y lleva en la mano una pelota de bádminton.
Karen, que se confirmó en otoño, también duerme detrás de la cortina, y ha colgado en el poste del cabecero de la cama la chaquetilla de terciopelo y el
collar de cuentas de cristal de Bohemia. El árbol de Navidad, cargado de manzanas y de avellanas españolas, arroja su sombra hirsuta sobre todas las cosas
y les da un aspecto espantoso en la semipenumbra.
La mujer va a la cocina y despierta a Lisa, que está en el catricofre y se levanta como un torbellino y enciende los candelabros de hierro porque ella
no tiene miedo, se lleva bien con Truls, el vigilante y, además, la cocina da al patio. Entonces, la señora aporrea el techo con el mango de la escobilla
para llamar a Olle, el criado, que está durmiendo en el desván, y Olle da tres golpes con la bota en señal de que la ha oído.
Luego entra en el dormitorio y le cose al padre un corchete en la camisa de satén almidonada con el cuello de encaje fruncido y, del gran armario de roble,
saca los calcetines rojos de Sven, el pequeñuelo, y los examina a la luz, y se pone a darle una puntada aquí y un tirón allá. Va y despierta a Karen, que
mete los piececillos recién lavados en las zapatillas de paja y empieza a vestirse detrás de la cortina, porque viven con mucha estrechura. Entonces se
despierta Sven, con la marca roja que el caballo de madera le ha dejado en la mejilla, y se pone a lanzar la pelota de bádminton, que vuela por encima
de la cortina y que le viene devuelta enseguida, pero le da en la nariz al padre, que también se despierta y gruñe cariñosamente un «a la paz de Dios»,
y se levanta de esa cama suya gigantesca, que tiene la forma de una casa pequeñita.
Y el hermano menor quiere pasar al otro lado de la cortina y ver los regalos navideños de su hermana, pero ella le grita que no puede ser, que se está
lavando.
En ese momento, en la iglesia de la ciudad tocan a misa de alba, y entonces se saludan todos con la paz de Dios y la madre enciende en el gran salón las
velas del árbol, y Sven va y, sin más prenda que la camisa de dormir, se sienta debajo del árbol de Navidad, y quiere creer, y que lo crean los demás,
que está en el bosque, así que en un periquete se pone a roer una manzana por la parte de dentro, la que pega con el árbol, para que no se vea, pero la
fruta empieza a dar vueltas colgada del hilo y, en ese momento, aparece la madre y le dice que le dará un azote en el trasero si no va y se viste cuanto
antes.
Lisa enciende el fuego y la llama ruge en la estufa. Luego pone a calentar el cazo de la leche. La madre cubre con un mantel la amplia mesa de comedor
y saca los cuencos; pero en el sitio del padre coloca la jarra de plata recién lustrada; luego hace unas volutas de mantequilla y las pone en la bandeja,
antes de cortar el bollo y el jamón de Navidad, porque hay que tomar algo antes de emprender el viaje para ir a misa. Olle lleva ya un buen rato despierto,
ha bajado al establo a despabilar al mozo de cuadra y ha cepillado los alazanes. Ya han sacado el trineo del tapadizo y están sacudiendo las pieles. Enseguida
tienen el vehículo presto en el callejón, y Olle enciende las antorchas, que iluminan la fachada como una hoguera.
Jöns atiza con el látigo en señal de que ha enganchado los caballos, y los alazanes resoplan y muestran su impaciencia arañando el suelo con las pezuñas.
Arriba, en la casa del comerciante, todos corren de aquí para allá en busca de las prendas de abrigo: se enfundan pieles y gorros, se calzan botas laponas
y mitones, y Karen, que está lista la primera, baja y les ofrece a Olle y a Jöns una jarra de cerveza calentita. El padre termina de abrigarse y se echa
al coleto un vaso de vino francés bien caliente antes de salir. La madre echa los cerrojos y lo sigue con Sven y Lisa, y ya están todos en el callejón.
Es un trineo enorme tan espacioso como un bote, con tres bancos: en el primero van el padre, la madre y Sven, el más pequeño; en el segundo van Karen y
Olle y en el tercero, Lisa y Jöns, que lleva las antorchas. El padre es el último en sentarse, pues debe comprobar que los caballos van bien herrados y
que la frontalera y los jaeces están firmes. Entonces se sube en el trineo, cuyo suelo responde con un crujido. Coge las riendas, pregunta una vez más
si no han olvidado nada, hace restallar el látigo, echa una ojeada a las ventanas de la vieja casa de madera y ¡adelante! Primero hasta la plaza mayor
de Stortorget, el lugar convenido para reunirse un puñado de buenos amigos de la burguesía de Estocolmo que poseen caballerizas. Y allí están ya esperando
en los trineos, orondos cerveceros y panaderos escuálidos, y toda la plaza se ve iluminada con la llama humeante de las antorchas. ¡Chas! Tintineo de cascabeles,
ya se pone en marcha la comitiva, bajan la empinada calleja y salen por la puerta norte de la ciudad.
—Me estaba preguntando cómo nos recibirá este año mi hermano Per —le dice Pål a su mujer cuando ya se han calmado los ánimos.
—¿Por qué? —pregunta ella un tanto preocupada.
—Mujer, no es que tenga motivos, las cosas como son, pero me temo que el año pasado le saqué demasiado por la sal, y desde entonces se me antoja que está
algo quisquilloso.
—Ya, bueno, bueno, aunque así fuera, no creo que ahora lo demuestre. No os veis tan de continuo y, aunque es verdad que no sois hermanos de sangre, os
habéis tenido por tales.
—Mats es rencoroso, acuérdate, y, si se enturbian las aguas, no creo que Karen y él lleguen a nada. ¡Ya se verá! ¡Ya se verá!
El pequeño Sven está sentado en la paja que cubre el suelo y va sujetando el extremo de las riendas en la creencia de que es él quien guía el trineo. Olle,
el criado, quiere decirle a Karen unas ternezas, pero ella tiene la cabeza en otra parte y no le hace caso. Lisa, en cambio, ha permitido que su vecino
de viaje le coja la mano y la meta en su manopla, que es bien holgada, y la joven le ayuda a veces a sostener la antorcha, porque Jöns tiene los dedos
helados.
Y allá van, al pie de la loma de Brunkebergsåsen, cruzan el lodazal y salen a la calle de Uppsalavägen y enseguida empiezan a divisarse entre los abetos
las luces de la iglesia de Solna resplandeciendo en la oscuridad de la madrugada invernal. Y Pål, el comerciante, se separa ahí de los demás señores, pues
él tiene que tomar la calle de Västeråsvägen, que conduce a Spånga. Admirado va el niño Sven de lo grandes que son los árboles de Navidad que orillan las
calles y que, de vez en cuando, iluminan las antorchas, para quedar al punto ocultos otra vez en la penumbra, donde el pequeño cree entrever a los enanitos
que, escondidos detrás de los troncos de los árboles, saludan agitando las capuchas rojas; pero su padre le dice que no es más que la vislumbre rojiza
del fuego, que se mueve sin cesar en agitada danza, pues el padre es un hombre ilustrado que ha dejado de creer en los enanitos, y a Sven se le antoja
que los árboles de Navidad corren imponentes a la par que el trineo, y que las estrellas bailan sobre su cabeza, hasta que la madre dice que en las estrellas
vive Dios y que hoy bailan de alegría porque ha nacido el niño Jesús, y Sven lo entiende perfectamente.
Allá van, pues, acompañados del retumbar de los caballos, ya cruzan un puente y empieza a clarear el bosque, se abren los llanos, salpicados de alguna
que otra colina con su prado de abedules aquí y allá; ya ven una luz que brilla en la ventana de una cabaña, ya una antorcha que pasa volando y, a lo lejos,
sobre la llanura, refulge el lucero de la mañana irradiando su luz grande y hermosa, y Olle, el criado, le cuenta a Karen que ésa, precisamente, fue la
estrella que guió a los pastores a Belén, pero eso Karen ya lo sabe, porque la gente que vive en la ciudad lo sabe todo, y Olle es del campo.
La carretera describe un último meandro y, a través del alto talle de los tilos deshojados, se vislumbra la iglesia en todo su esplendor. En la explanada
han arrojado las antorchas formando una buena hoguera junto a la cual entran en calor los cocheros, después de haber dejado los caballos en los establos.
Pål hace restallar el látigo mientras rodea majestuosamente la hoguera y deja que los caballos se pavoneen ante los campesinos, que los contemplan admirados.
En la puerta de la iglesia se encuentran Per y su mujer y el larguirucho de su hijo, y todos se abrazan, se desean feliz Navidad y se preguntan por la
salud. Después de un rato de conversación sobre todo lo habido y por haber, tocan las campanas por segunda vez y entran en la iglesia. Hace allí tanto
frío como en el fondo del mar, pero apenas se nota, porque están en buena compañía y, por lo demás, los caldean el sermón y los cánticos, y los pequeños
tienen muchas cosas que ver, todos van y vienen saludándose y no se cansan de admirar tantas velas como hay encendidas.
Y, cuando por fin termina la misa y salen otra vez a la explanada, ya se han apagado las estrellas, pero por Oriente se ve el cielo de color rojizo como
una manzana de verano ya madura, así que, con paso redoblado, se ponen en camino a casa de Per, el hermano de Pål.
A un tiro de piedra de la iglesia se encuentra el gran caserío del hacendado Per Matson con obrador, pabellón de invitados y alcoba en la buhardilla. En
el poste de la verja hay una gavilla de cebada sin trillar donde los gorriones ya se han instalado para celebrar la Navidad. Cerca de la puerta de la casa
se yerguen un par de abetos a cuyas ramas arranca destellos la escarcha. Per se planta en la puerta y da la bienvenida a su hermano adoptivo, a su mujer
y a los demás miembros de la familia, y acto seguido entran en el zaguán y se quitan los abrigos. La mujer, que se ha adelantado, ya está calentando cerveza
en los fogones. Mats, el hijo, ayuda a Karen con las pieles mientras Sven se revuelca entre la paja navideña que cubre el suelo hasta media cuarta.
Al comerciante Pål y a su mujer les indican que tomen asiento en el banco lateral, debajo de los tapices azules y rojos que representan la entrada de Cristo
en Jerusalén y a los tres sabios de Oriente, en tanto que Per preside en el lugar de honor. Y la larga mesa ofrece un aspecto impresionante, pues no queda
ni un palmo sin una bandeja o un cuenco, tienen pan como para toda la Navidad y cuanta comida había en la casa está servida en la mesa: una cabeza de cerdo
entera y verdadera sonríe desde una bandeja de madera pintada de rojo, en medio de lo más selecto en queso de cerdo, lenguas, lomos y solomillos; pescado
salado y pescado seco, cuencos enteros de mantequilla y hogazas de las grandes, galletas y barquillos; jarras de aromática madera de enebro llenas de espumosa
cerveza.
La rosada aurora luce en la escarcha de las estrechas ventanas de color verde y parece que en la calle fuera verano, pero dentro lo caldea todo el fuego
generoso de la chimenea. En ese momento, el padre saca la navaja y corta unas rebanadas de pan y le unta con el pulgar una buena capa de mantequilla, animando
a sus invitados a que sigan su ejemplo. Y, después de apurada la cerveza caliente, Per abre la conversación, pues Pål se veía un tanto turbado y no sabía
cómo empezar.
—El viaje desde la ciudad bien, ¿no?
—De primera —responde Pål—. Además ¡los alazanes son un prodigio a la hora de correr!
Mas no complacen a Per los alazanes de ciudad, y finge siempre que no ha visto a Pål cuando éste llega pavoneándose con ellos.
—¿Buenas ventas de grano por Navidad? —continuó.
—Los precios han bajado, porque esos livonios que Dios confunda no han tenido mala cosecha este otoño.
—Hombre, y ¡tú les negarías una buena cosecha! No maldigas los frutos de la tierra, hermano, no sabes cómo puedes acabar. Cuantas más blasfemias oye la
cabra, tanto más a sus anchas está.
—¡Ya, pero yo también tengo derecho a vivir!
—Ara, cava, siembra; así tendrás un fruto que recoger.
—Pero, bueno, ya estamos otra vez con ésas.
—Claro, con ésas estamos siempre. El pastor predica en la iglesia y ruega a Dios que haya buena cosecha, y el hombre de ciudad maldice cuando Dios se la
otorga a los hombres. ¡Malhaya la gente que tiene que vivir de la miseria ajena!
Pål bien quería responder, pero en ese momento intervinieron las matronas y suplicaron por Dios bendito que respetaran la paz navideña.
Los dos adversarios pusieron punto en boca, pero mirándose con encono. Mats y Karen, en cambio, bebían de la misma jarra y por el mismo borde, mientras
las dos mujeres se miraban encantadas.
—¡Pásame el salero! —dijo Per alargando el brazo.
Mats le dio la sal a su padre, pero se le cayó un poco en el mantel.
—Procura no malgastar los alimentos que nos da el Señor —replicó Per—. La sal es muy cara.
Pål notó el aguijón, pero siguió callado. Las mujeres sacaron otros temas de conversación y ahuyentaron la tormenta. Después de comer, Pål y Per salieron
para respirar un poco de aire fresco y contemplar los campos y el ganado. Empezaron visitando los establos.
—¿Qué darías por esta pieza? —preguntó Per al tiempo que le arreaba al toro tal tirón del rabo que el animal se orinó en el sitio.
—Si lo cambias por un buey y me lo llevas a la ciudad para la primavera, lo sabrás.
—Cuando el camino es corto, hasta los burros llegan, pero mi buey no va a ir a la ciudad, eso por descontado.
—Ya veremos —dijo Pål.
—¿Qué es lo que vamos a ver? —preguntó Per con la cabeza ladeada—. Bien me conozco yo vuestras artimañas, pero que el burro haya metido el hocico por la
cerca no significa que vaya a terminar sacando las nalgas.
—Ya veremos, ¡ya lo veremos!
Per no quería hacer más preguntas. Siguieron andando y entraron en el establo.
—¿Qué darías por esta pieza? —preguntó Per, y levantó la pata trasera del caballo negro—. Diez cuartas de alzada al espinazo.
—Mis alazanes tienen once el izquierdo y diez y media el derecho —dijo Pål.
Per no se dio por enterado, sino que le abrió la boca al caballo para que se viera qué buenos dientes tenía.
—¡Más parece una oveja que un caballo! —dijo Pål—. Si le hicieras eso a mi alazán, no volverías a oír el canto del cuco.
—Cada uno le habla a su igual, dijo el molinero a su hijo.
La conversación no terminaba de levantar el vuelo. Fueron a ver las ovejas, fueron a ver los cerdos… pero Pål participaba con afectación y, de vez en cuando,
asomaban los alazanes, que estaban en el establo de la iglesia, y ejercían una influencia perturbadora. Finalmente, salieron otra vez al aire libre y se
encaminaron a los sembrados. La nieve impedía apreciar la cosecha, pero Per le fue indicando dónde estaban los frutos de otoño, dónde irían los de primavera
y dónde el barbecho. Luego había que ver si la leña estaba seca y que comprobar si el almiar estaba húmedo; y después había que ver si las abejas pasaban
frío en su choza y si los gansos pasaban calor en su casa.
Entretanto avanzaba la mañana, pronto tocaron a misa mayor. Volvieron todos a la iglesia y luego echaron una siesta hasta mediodía, hora a la que volvieron
a la sala para comer. Y comiendo estuvieron hasta tres horas, antes de disponerse a pasar el rato y a esperar la noche en penumbra. Los hombres dormitaban
cada uno en un banco; las mujeres parloteaban delante de la chimenea, donde las ascuas bastaban para aguardar la noche sin quedar a oscuras, y conversaban
sobre repostería y labores de punto; Mats y Karen se habían acomodado en un arcón y se susurraban sus cosas al oído; el criado Olle había cogido por banda
a Lisa y el mozo Jöns, a la criada de la casa, y allí estaban los cuatro sentados en el suelo jugando a las adivinanzas, que el pequeño Sven se devanaba
los sesos por resolver.
Pero ya se iban adormeciendo las ascuas en el hogar, las conversaciones se iban apagando; los hombres roncaban de firme y sonaban como un tábano en una
jarra de madera; las mujeres daban cabezadas y Mats y Karen se acurrucaban cada vez más cerca el uno del otro y también los criados terminaron por guardar
silencio, hasta que la casa entera quedó sumida en un sopor unánime.
La señora de la casa fue la primera en despertarse, y para entonces ya era noche cerrada; avivó el fuego del hogar y encendió unas velas. Los hombres se
fueron despabilando poco a poco y pronto empezó a notarse el movimiento. Los muchachos, las muchachas y las mujeres se sentaron sobre la paja esparcida
alrededor de la chimenea para partir nueces y contar cuentos. Pål sacó una botella de vino español con el que pensaba que Per y él podrían regar la velada
mientras charlaban y jugaban a las cartas, que así tenían intención de pasar las largas horas de aquella fría noche de invierno. Después de llenar los
vasos y de brindar cada uno por la salud del otro, Per salió con el comentario de que aquel vino le resultaba demasiado dulzón. Pål tomó entonces con audacia
las riendas de la conversación, para orientarla a donde convenía, y comenzó:
—Bueno, Per, hermano mío, si quieres que intercambiemos unas palabras sobre la otra cosita que tú ya sabes, quita el corcho y deja que corra.
—No me parece mal —dijo Per—, aunque yo siempre he dicho que Sara sale a bailar en cuanto aparece su Abraham. Pero bueno va. ¿Cuánto pones por el muchacho?
—Lo mismo que tú por mi hija.
Per empezó a rascarse la cabeza.
—Eso depende de cómo venga el año. El vestido de novia vale dinero, y, si se me presenta un mal año, no habrá dinero. Y quién sabe cómo se presentará,
porque la nieve cubrió la semilla en otoño cuando la tierra estaba empapada.
—Eso mismo, eso mismo, otro tanto me pasa a mí —dijo Pål—. Más vale que lo dejemos hasta el otoño y, cuando los dos podamos poner igual cantidad, iremos
adelante con los candiles, como dijo el sacristán. Y, con un poco de suerte, dentro de nada pare la vaca y hasta el buey.
—¡Bueno, bueno! Pues ahí lo dejamos. Los muchachos tendrán que esperar hasta que espiguen los campos.
Y se pusieron a beber. Los jóvenes habían retirado la paja del suelo y se habían sentado en corro muy juntitos para jugar a «escóndeme el zapato».
Pål y Per se quedaron un rato en silencio viendo cómo jugaban, hasta que Pål se animó con la bebida y sintió la tentación irresistible de alentar una conversación
más viva, y bien sabía él por dónde empezarla.
—Dime, Per —comenzó—, ¿tienes pensado hacer algún viaje a la ciudad este invierno?
Per puso cara de perro rabioso, miró a Pål, por comprobar si preguntaba de veras, y le dijo:
—Pues no, yo a la ciudad no creo que vaya.
—Pero ¿sigues tan enemigo de la ciudad como hace diez años? ¡Venga, hombre! ¿No puedes verla ni en pintura?
—No la querría ni aunque me la dieras regalada. Ni la necesito, aunque ella no pueda vivir sin mí.
—Ya, ¡seguro!
—¡Seguro! Tengo carne y heno propios, tengo pan y cerveza que son míos, leña y madera, cobijo y ropa, ¿de qué me vales tú? Me construyo la casa yo solito,
labro mis tierras, corto la leña que necesito; mi mujer hila la lana, me teje la ropa, amasa el pan que como y fermenta la cerveza que bebo. Y ¿qué haces
tú? Me rapiñas el grano, me saqueas el bosque, y ¡me dejas limpio el almacén! Te asientas sobre una roca más yerma que mi mano; ni siembras ni labras la
tierra, pero acumulas provisiones y llenas el granero; te comes mi pan, te bebes mi cerveza, quemas mi leña e hilas mi lana; te pasas la vida sentado,
como los holgazanes de los monjes, pero te llevas el diezmo, y ¿qué me das a cambio?
—¡Oye, oye! —balbució Pål—. ¿Acaso no es mía la sal?
—¿Cómo que tuya? Tú no fabricas sal, y si no te las hubieras ingeniado para que fuera menester recurrir al intermediario, tampoco podrías desplumarnos
por comprarla. Y, en cuanto al azúcar, no me hace falta ninguna, ¡para eso tengo abejas!
—¿Acaso no es mío el hierro?
—¿Cómo que tuyo? ¿De dónde lo extraes? ¿Del arroyo? ¡Quita, hombre!
—¿Acaso no es mío el vino?
—Ya, y ¿dónde lo cultivas? ¿En los tejados? ¡Quita, hombre!
—¿Y la plata, y el oro?
—Ya me dirás para qué los querría, aunque los tuvieras. ¿Es que podría hacerme un cuchillo, un arado, una pala, una azada, un virote de plata o de oro?
¡Bah! No quiero ni oír hablar de todo eso. Todas esas cosas a las que consagras tus días son inútiles, y si no hubiera tanto necio que te comprara esa
basura, ¡te morirías de hambre! Figúrate si, de buenas a primeras, los patanes de pueblo, como los llamáis vosotros, recobrasen la sensatez y no se tomaran
la molestia de cambiar el grano por esa porquería tuya, ¿qué ibas a comer entonces? ¡Quita, hombre!
—¿Comer? ¡Para comer no se vive!
—No, pero de comer sí. Claro que el que come del pan ajeno puede permitirse además ir al hipódromo y a la casa de juego de pelota, donde se aprenden cosas
muy finas; y puede permitirse imprimir libros donde se lee que cuanto hagan los holgazanes bien hecho está, y que es honroso robar siempre que, espada
en mano, le pongamos un trapo a una estaca y entremos en tierra ajena al grito de «¡es la guerra!».
—Que siempre tengas que sacar a relucir la vieja historia del hipódromo… ¡Si se lo pagamos al rey en su día! ¿Por qué no vamos a poder disfrutarlo?
—¿Que lo pagasteis vosotros? Ya, y ¿cómo? La ciudad iba a costear su construcción, pero entonces vinieron las quejas: que eran malos tiempos para el comercio,
que el campesino no quería comprar vuestra basura… Y ¿qué hicisteis entonces? Pues sí, ¡subir el precio de la sal! Sí, sí, lo tengo muy presente, y no
te vas a ir de rositas. Así que al final fue el campesino el que pagó el hipódromo y todos vuestros caprichos, porque eso es lo que son, caprichos; que
os habéis hacinado como las abejas en la colmena y no sois capaces de ver ni el sol ni la luna.
Ya empezaba a aflorar la borrachera, y Per se representó para sus adentros la imagen de los odiosos alazanes como si fueran la personificación de la frivolidad
de la villa.
—Y, aunque no posees ni el pasto que podría crecerme en la barbilla, ¡te puedes permitir mantener dos alazanes! Pero ¿qué comen esos animales? ¿Azúcar
y sal? ¡Quita, hombre! ¿O comerán uvas pasas y almendras? Y ¿qué hacen tus alazanes? ¿Tirar del arado, arrastrar madera? ¿Son bestias de carga? ¡Qué va!
¡Desde luego que no! Bien me sé yo lo que llevan, pero no lo voy a decir, aunque bien me sé yo que las calles de la ciudad no tienen más metros que mi
huerto de nabos. Ahí lo tenéis, los holgazanes se lo pueden permitir. ¡Por todos los demonios, qué ganas me entran de ser yo también un holgazán! ¿Me oyes,
mujer, no quieres ser una holgazana? Así tendremos rojos alazanes vestidos de cordobán con jaeces de botonadura de plata. Vamos, mujer, ¡a holgazanear
se ha dicho!, así podremos viajar con mozos y criadas en un trineo pintado de azul, y meter las botas en bolsas de piel de nutria, y quedarnos durmiendo
por la mañana con nuestro gorro de terciopelo, y beber vino español con azúcar. Venga, mujer, ¡a holgazanear se ha dicho!
A Pål le entró la furia.
—Pues me parece que no le has hecho ascos al vino español, aunque tú ni has plantado ni has pisado la uva —dijo.
Per intuía que aquello era una insolencia, pero estaba demasiado aturdido para reconocerla con claridad.
—¡El vino, dices! Oye, no te me envalentones. Recuerda, quien vaya con lengua floja ¡que tenga la espalda fuerte! El uno se suena con pañuelo de seda y
el otro escupe en el suelo, pero ¡pueden picar los dos en el mismo comedero! Y aun quienes llevan cuello de encaje y oropeles en las hombreras conviene
que sean suaves de lengua. Cosas peores se han visto, y también se puede bailar con un bastón que sea más corto que un cayado. ¿Qué era lo que farfullabas
de no sé qué vino? ¿No me está pareciendo que te he calado? ¿Crees que no tengo qué beber? ¡Que el demonio se lleve ese vino tuyo! ¡Vamos fuera, que te
vas a enterar!
Per arrojó el resto de vino que le quedaba, se levantó y salió. Las mujeres sujetaban a Pål y le suplicaban por los clavos de Cristo que se quedara; le
decían que Per no tardaría en volver a su ser y que no era de recibo alterar así la paz navideña. Per era envidioso y no soportaba que nadie quedara por
encima. Pål quería volver a la ciudad sin demora, pero poco a poco se dejó convencer, y empezó a participar en los juegos mientras Per seguía fuera refrescándose
un poco.
No tardaron mucho en oírse unos golpecitos en la ventana, e, instantes después, en la puerta. Abrieron y entró Per envuelto en la piel de cabra y se puso
a dar vueltas como si fuera un macho cabrío, y a revolotear la paja del suelo; todos se sentaron en los bancos alrededor de la mesa, ya no cabían en sí
de gozo, comían y bebían en amor y compaña; hasta que cayó la noche. Y entonces se fueron a dormir.
Después de pasados los días de Navidad y con Karen y Mats ya prometidos, Pål volvió con los suyos a la ciudad; celebrarían la boda allá por el otoño siguiente
si la cosecha era buena y buenas eran las ventas. Y así empezaron el nuevo año, ¡los jóvenes con sus esperanzas y los mayores con sus afanes!
Cuando cayeron las primeras nieves de noviembre, Per enganchó el caballo negro al trineo y se llevó a Mats a la ciudad para hablar de boda. La cosecha
había sido mejor de lo que osara esperar, y podría poner una cantidad más que generosa para las galas de la novia. El coche tintineaba por la carretera
y Per iba de buen humor, de no ser porque era incapaz de dominar cierta inquietud ante la idea de volver a la ciudad, que llevaba diez años sin pisar,
pues recordaba los sinsabores por los que le resultaba odiosa su gente; de ahí que Mats no hubiera estado nunca, así que en aquellos momentos iba camino
de un lugar lleno de cosas extraordinarias, que los campesinos tan floridas le pintaban cuando de allí volvían, en unos relatos que a sus oídos sonaban
como cuentos.
Les cundió el camino, porque Negrete era un buen caballo de tiro, y no tardaron mucho en oír cómo resonaba bajo los cascos el puente de Norrebro. Mats
estaba extasiado de ver tanta maravilla. Aquellos edificios, tan altos como montañas, y tan juntos unos de otros.
—Figúrate —dijo— lo buenos vecinos que deben de ser, mientras que nosotros, en el campo, no somos capaces de estar en paz ni a un cuarto de milla[63] de
distancia. Y ¡cuántas iglesias, qué piadosos que son! Y ¡el edificio del juzgado en el centro mismo! ¡Así puede uno pedir justicia a cualquier hora del
día!
Per puso cara de disgusto y no dijo nada.
Llegaron a la puerta de peaje, que se les abrió educadamente y se cerró sin necesidad de que se bajaran. A Mats le pareció una costumbre de lo más refinada,
pues sabía lo que significaba que se abrieran los portones, pero Per hizo restallar el látigo y el trotón echó a correr, que había que entrar en la villa
con cierta dignidad. En ese momento oyeron un grito a su espalda y vieron que hacia ellos se apresuraban dos soldados con las alabardas apuntando al suelo,
y un tercero que, agarrando a Negrete por el freno, consiguió detener el trineo.
—¿Es que pensabas darte a la fuga, palurdo del demonio? —preguntó el guardia de la puerta, que se le había acercado.
—¿Darme a la fuga? —preguntó dócilmente Per, que acababa de recordar los sinsabores de antaño.
—¡Tú cierra el pico y sígueme! —Llevaron a Negrete a las oficinas, donde los viajeros tuvieron que esperar media hora mientras inspeccionaban el trineo
y tomaban nota de sus nombres. Finalmente, los dejaron entrar, aunque con la advertencia de que debían ir al paso. Cuando llegaron a la calle de Smedjegatan,
los patines empezaron a cortar la piedra, pues la nieve allí se había derretido. Negrete tiraba denodadamente, pero avanzaban muy despacio, paso a paso,
y no se explicaban cómo podía pesar tanto el trineo. Per azotaba a Negrete, pero el animal tiraba cuanto podía, con las patas traseras en tensión y los
ramplones echando chispas al arañar el adoquinado. Mats iba mirando hacia arriba y se limitaba a admirar las cosas tan curiosas que colgaban de las fachadas
de los edificios: había allí herraduras y ruedas de carro, veíanse violines, laúdes, trombones; más allá prendas de ropa, arneses, escopetas; el panadero
había colgado una rosquilla; el carpintero, una mesa; el carnicero, ¡una oveja!
—Claro, dentro se moverán con mucha estrechura —le dijo a su padre.
En ese momento, una bola de nieve le dio en la nuca y se le llevó por delante el gorro. Per y Mats se volvieron a mirar, y entonces comprobaron que toda
la parte trasera del trineo y los patines iban cargados de zagales que se les habían enganchado.
—¡Largo de ahí, vamos, aire! —dijo Per.
Los muchachos le sacaron la lengua. Entonces Per sacudió el látigo en alto, pero con tan mala fortuna que el trallazo le dio en el ojo al hijo de un panadero,
que llevaba una bandeja llena de bollos en el brazo, que se le cayó mientras profería unos chillidos terribles. En ésas empezó a acudir la gente, y un
herrero furioso se subió al trineo y le arreó a Per tal puñetazo en la boca y la nariz que el pobre vio las estrellas:
—¡Habrase visto patán más bruto! ¡Mira que pegarle al niño! —le gritó.
Mats quería mediar y echársele encima al herrero, pero entonces tomó partido la muchedumbre. La reyerta prendió como el fuego y Mats y Per estaban ya molidos
a palos cuando llegaron los guardias, interrumpieron el altercado y tomaron nota de los nombres de los dos alborotadores, a los que citaron en el juzgado.
—Esto es peor que estar en territorio enemigo —dijo Per—. Aquí no puede uno defenderse.
—Y ¿a santo de qué vienes, picabueyes? —dijo el herrero.
—Pues sí, mira, a traerte comida para que no te mueras de inanición —dijo Per.
—Vaya con el patán —dijo el herrero—. Estos pisaboñigas no saben tener modales cuando tratan con la gente. ¡Ya os enseñaré yo!
Negrete recobró la libertad y tuvo que subir la cuesta con toda la trasera del trineo cargadita de niños, que se habían instalado allí como los cuervos
sobre la carroña.
—Resulta de lo más extraño —dijo Mats— que esos bribones tengan derecho a pasearse de balde.
—Ya ves, es la ley urbana, para que veas —dijo Per.
—Ya, pero la ley rural no da ese derecho.
—La ley rural no vale aquí —dijo Per.
Y mientras así discurrían, llegaron a la plaza de Stortorget. Allí paró Per el carro y se bajó. Los muchachos no quedaron muy contentos al ver que no podrían
seguir subidos, pero Per les pidió por favor que fueran indulgentes. Buscaba con qué amarrar el caballo, mientras iba a preguntar por su hermano Pål, cuya
dirección no conseguía recordar. Al ver un poste con aros en el centro de la plaza, pensó que no era mal sitio, y allí ató a Negrete, bajo la sonrisa burlona
de un puñado de espectadores y al son de unos denuestos que no entendió. Luego se volvió al que menos sonreía y le preguntó por el comerciante Pål. Había
cincuenta comerciantes Pål y otros tantos Per, así que el hombre no pudo darle razón. Como tenían hambre, Per y Mats fueron a buscar una taberna; seguro
que daban con Pål, con lo importante que era… Y tras deambular unos minutos, terminaron por recalar en la plaza de Järntorget.
Había allí un mercado de caballerías, y muchas cosas dignas de admiración.
—¡Anda, mira! —dijo Mats—. ¿No son ésos los alazanes? ¡Madre mía!
Per miraba boquiabierto. En verdad que aquéllos eran los alazanes de su hermano Pål, con los que tanto había soñado. Se le avivó en las entrañas cierto
deseo pecaminoso de poseerlos, y preguntó el precio. Era tirando a alto, pero ¿y la felicidad de llegar con ellos a la puerta de la casa de su hermano?
Y luego decirle al cochero: «¡Desengancha los alazanes! ¡Mete los alazanes en el establo! ¡Dales avena a los alazanes!». Y ¡los del pueblo lo mirarían
con los ojos como platos cuando llegara con ellos en el tiro y con Negrete suelto detrás! Pagó en mano y al contado, y estaba feliz. Iría a buscarlos a
lo largo del día. Culminó la compra con algo de comer y una cerveza en la taberna de Järntorget y supo por el vendedor dónde estaba la casa de su hermano:
en el séptimo callejón perpendicular del lado izquierdo de la cuesta Tyska Brinken. Per y Mats empezaron a contar callejones desde la calle de Västra Långgatan,
pero no habían llegado ni a la mitad del camino cuando no les quedó más remedio que pararse a contemplar todas las mercancías extraordinarias que había
que admirar en las tiendas. Por si fuera poco, eran callejas muy estrechas y resultaba difícil abrirse paso, así que no paraban de chocarse contra los
que iban a pie y en carro, y continuamente notaban empujones en la espalda y en el pecho, de modo y manera que perdían la cuenta sin remisión y tenían
que volver a la plaza de Järntorget y empezar otra vez. Y después de varias vueltas, se sintieron cansados y sedientos, y entraron en una taberna. Pero,
otra vez en la calle, no sabían si ir a la derecha o a la izquierda y, además, la tarde estaba oscura. Entonces se acordó Per de Negrete, al que nadie
había dado forraje o agua y, tras muchas averiguaciones, llegaron a la plaza donde, en lugar de a Negrete y el trineo, de los que no había ni rastro, los
esperaban dos de los guardias de la ciudad, los cuales, después de tomar nota de sus nombres, los cogieron por el pescuezo y los arrastraron a los calabozos,
que allí debían pasar la noche. Per quiso defender su libertad de lo que para él no era sino un acto de violencia, pero lo abatieron y le ataron las manos
a la espalda. Pidió una explicación, y le prometieron que al día siguiente la darían una tan clara que se iba a enterar. Llevaron a los dos prisioneros
a una larga sala abovedada que había debajo del edificio del juzgado y que estaba llena de gente de toda edad y condición. Un farol de hierro irradiaba
un tenue resplandor sobre los presos, que estaban sentados o tumbados en los bancos que había a lo largo de las paredes. Jamás en la vida habían visto
hombres con esas trazas ni en semejante estado. Iban harapientos, con la cara estragada y el gesto huraño; pero, por miserable y denigrante que fuera su
trance, todos tenían algo en común: el desprecio y la aversión por los recién llegados. El modo mismo en que los interpelaban era un insulto y, aun hablando
ellos una lengua descuidada, se deshicieron en burlas nada más abrir la boca el campesino.
—¡Agarra una silla y siéntate, paleto! —gritó a los recién llegados un mozo de estación medio borracho.
Al ver que Mats, sin sospechar ninguna maldad, le dio las gracias amablemente y miró alrededor en busca de unos asientos que no existían, rompieron todos
a reír. El mozo, que, en razón de su fuerza física y de su condición lenguaraz, se había erigido en portavoz de todos, empezó a interrogar a los nuevos
imitando el tono de un juez.
—¿Qué habéis hecho, campesinos, para ganar el honor de ingresar en esta noble sociedad?
—No hemos hecho nada de nada —respondió Mats, haciendo caso omiso de su padre, que le advertía por señas que callara.
—Anda, tú, como nosotros —dijo el mozo—. Claro que, si no hacemos nada, estamos en nuestro derecho, en cambio vosotros, campesinos, ¡estáis hechos para
trabajar! Pero ¡no trabajáis! Os limitáis a revolver un poco la tierra por la primavera y luego echáis un puñado de semilla y, de vez en cuando, vais a
ver cómo crece. Y ¿eso es trabajar? Luego llega el verano: entonces dedicáis vuestros días a bailar en el granero y a hartaros de beber. Después llega
el otoño, entonces os metéis en la cama y os pasáis el invierno durmiendo. Y ¡a eso lo llamáis trabajar! ¡A picar piedra en Älvsborg os mandaba yo, os
ibais a enterar!
—Si nos tienes envidia, ármate de valor y hazte campesino.
—¿Yo, campesino? Ni soñarlo, ¡antes me haría verdugo o pocero! ¿Envidia, dices? ¿Iba yo a tener envidia? ¿Quién lo dice? ¿Sabéis por qué estoy aquí? Yo
os lo diré, ya veréis si cabe pensar que yo tenga envidia.
—Venga, pues dilo —dijo Per—. ¡Dilo!
—Sí, sí, campesino, te lo diré. ¡Por tu culpa, por tus sacos de grano! Culpa tuya es, que lo sepas, que yo esté aquí encerrado. ¿Conoces al comerciante
Pål Hörning? No, claro, cómo lo has de conocer. Bueno, pues el caso es que tenía un comercio de grano; y la primavera pasada dejó que un campesino paleto
lo persuadiera de que este año habría mala cosecha, así que el comerciante compró todo el grano que pudo y llenó los graneros a rebosar. Pero resulta que
el campesino mentía, y la cosecha no pudo ser mejor. El grano bajó de precio y el comerciante Pål se ve ahora con el agua al cuello y ha tenido que vender
los alazanes y que despedir trabajadores. Así es como me quedé en la calle y por eso he dado con mis huesos en este lugar. ¡Ya ves, por culpa de ese campesino
sinvergüenza y marrullero!
Mats tenía los ojos desorbitados, y a Per lo invadió la pesadumbre.
—Lamento muchísimo oírte decir eso —dijo Per—. Pero no es culpa mía que Dios nos dé un año de bienes.
—¡Ni una palabra más! No quiero oírlo ni en sueños. ¿No es culpa tuya no darte por satisfecho y plantar tanto grano como para hundir al comerciante? Deberías
contentarte con lo que hay y dejar que vivan los demás. Cuanto más lo pienso, más ganas me entran de arrearte, la verdad. ¿Le arreo un poco? ¿Eh? Venga,
¿qué decís?
Los congregados tenían opiniones divididas. Un aprendiz de zapatero se opuso a la propuesta, pues se había dado cuenta de que, cuando los campesinos recogían
mucho trigo, el pan estaba más barato. El mancebo alemán, empleadillo de un almacén, no tenía nada en contra de los años de buena cosecha, porque entonces
los campesinos compraban alegremente sus mercancías. Un músico ambulante, con su lira y su mono al hombro, no tenía nada en contra de que le dieran una
paliza al campesino, pues los campesinos no solían llevar monedas; sin embargo, no ponía él objeciones a los años prósperos, porque entonces había mucho
ir y venir de gente en el mercado. Un carnicero se ofreció a tundirlo a latigazos, pues cuando a los campesinos les venía abundante la cosecha, subían
el precio del ganado. Al vendedor de leña no le gustaba la idea de hacerle daño a nadie, pero, cuando el campesino tenía un año de mucho trigo, le entraba
la soberbia y se negaba a cortar leña; otra cosa eran los años de mala cosecha: entonces podía uno comer carne a diario y comprar la leña por nada. El
zapatero quiso cambiar de opinión después de oír la intervención del comerciante de leña, pues él también había notado que la piel bajaba de precio cuando
el campesino se veía obligado a sacrificar las vacas. El mancebo de almacén también se retractó de su primera declaración, porque la gente de ciudad, que
eran sus auténticos clientes, compraban con la misma holgura sin reparar en cómo fuera el año en el campo, que ellos siempre tenían algún recurso para
recuperarse de las pérdidas.
Por lo que al mozo de estación se refería, no era capaz de decidirse oyendo tantas opiniones contrarias, pero era partidario de que al campesino le cayera
una buena zurra, por una cuestión de principios, y porque de eso no se ha muerto nadie. Sin embargo, cuando se acercó a Per con pasos inseguros, para ejecutar
la sentencia, cayó enseguida al suelo derribado por Mats, que se había interpuesto entre los dos. Como quiera que lo único que en realidad ansiaba el mozo
era descansar la cabeza, que bien que le pesaba, aprovechó la ocasión y se quedó tumbado, y, dado que nadie tenía ningún deseo de correr la misma suerte,
no tardó en hacerse el silencio en la sala. Per y Mats se quitaron las pieles y las extendieron como pudieron a modo de jergón, por ver de procurarse algo
de descanso aquella noche.
—Esto es como vérselas con el danés —dijo Per cuando se acurrucaron para dormir— aunque estemos con compatriotas. Pero mañana nos harán justicia.
Mats ya había perdido la fe en que la ley urbana pudiera hacer justicia, y se sentía muy abatido. Rezó en voz alta, como hacía siempre antes de dormir.
Pidió por su padre, por su madre y por su prometida, y le rogó a Dios que los protegiera del fuego y de las llamas y de todos los peligros, y le pidió
buenas cosechas, y autoridades buenas, y por último le pidió a Dios que protegiera a todos los hombres, a los buenos y a los malos.
Tan anómala conducta suscitó una vez más la división de opiniones entre los presentes, que ya se habían olvidado de aquella historia. El carnicero decía
que eso de pedir por los enemigos era gazmoñería, pues del enemigo tiene uno que defenderse, es obligado. El zapatero advirtió alusiones a algún tipo de
intención venenosa en la plegaria por la cosecha, y eso sería tanto como pedir la perdición de nuestros semejantes, lo cual ilustraba bien el reciente
suceso con el comerciante. Según el músico, no se podía rogar a Dios por la autoridad, que era quien construía las cárceles, y las cárceles resultaban
caras e inútiles; lisa y llanamente, él no se explicaba qué utilidad tenían las cárceles, cuando se supone que la libertad es un derecho irrenunciable
del ser humano, amén de ser el bien supremo. Él y su mono no habían tenido nunca un techo, y vivían tan a gusto, siempre y cuando gozaran de libertad.
Al vendedor de leña no le gustaba que pidieran a Dios que interviniera en los seres de naturaleza ígnea y en la extinción del fuego: para eso pagaban sobradamente
al vigilante. Por lo demás, pensaba que los campesinos lo habían mencionado solo porque él comerciaba con leña y le gustaba que ardiera el fuego en los
hogares. Además, consideraba que la autoridad era totalmente superflua, pues si la gente no quería velar por sí misma y por lo suyo, allá ellos; la autoridad
solo servía para inmiscuirse en los menesteres ajenos.
Per y Mats, que estaban cansados de las penurias y las adversidades, se durmieron en plena deliberación, y todos los presentes fueron haciendo lo propio.
Y, al cabo de pocos minutos, no se oía allí otra cosa que los suspiros y los ronquidos de los que dormían. Al mono, en cambio, le costaba conciliar el
sueño. Se levantó de un salto y fue revolviendo todos los bolsillos a su alcance en busca de algún mendrugo, pero nada encontró. Rebuscó entre la paja,
le dio un tirón de pelo a uno de los que dormían, que soltó un grito en sueños y volvió a lo suyo. Trepó un poco y apagó el farol, pero de pronto le dio
miedo la oscuridad, buscó la lira y empezó a trastearla, con lo que el músico le soltó un sopapo. Luego se conoce que se le ocurrió otra idea, buscó al
mozo de estación borracho, le descosió a mordiscos los botones del abrigo y los lanzó al aire, por lo que cayeron como una lluvia sobre los durmientes.
Cuando cesaron el ruido y el alboroto del repiqueteo, empezó a rasgar el abrigo del mozo en tiras muy finas, que fue uniendo hasta formar una madeja. Hecho
esto, se arrodilló y juntó las manos cruzándolas tal y como había visto hacer a su dueño cuando las ventas no habían sido buenas. Acto seguido, apoyó la
cabeza en la madeja y se durmió.
Per y Mats se despertaron por la mañana y se encontraron con que el carcelero estaba listo para llevarlos a la sala de vistas. Mats tenía una confianza
inquebrantable en la justicia, en tanto que Per abrigaba serias dudas al respecto. Llegaron ante el juez, que tenía mucha prisa y se limitó a leer la sentencia
contra Per, campesino de Spånga, acusado de: 1.º) haber tratado de eludir la vigilancia de la puerta de peaje de la villa; 2.º) haber agredido a un niño;
3.º) haber atado al caballo a la picota de la plaza mayor. La sentencia lo condenaba a una multa. Per suplicó que le permitieran explicar los hechos; el
juez lo mandó callar, pues no puede uno defender su propia causa. Per preguntó quién estaba autorizado a llevar la defensa, dicho lo cual lo sacaron de
la sala y tuvo que pagar la multa.
—Es la ley urbana, ¡ahí lo tienes! —le dijo a Mats una vez que hubieron salido a la calle, y tras haber recuperado el caballo y el trineo—. Sea como fuere,
ahora toca subir al trineo y volver a casa. Ya mandaremos a buscar los alazanes otro día, y mi hermano Pål tendrá que esperar, igual que tú, querido Mats.
Cuando se es joven, ¡un año pasa volando!
Mats se lamentaba y suplicaba que, por lo menos, lo dejara ir a ver a Karen, pero Per se mostró inamovible, así que partieron de vuelta a casa. Pasada
ya la puerta de la ciudad, Per se volvió y sacó la lengua:
—Óyeme bien —dijo—, que me lleve el demonio si vuelvo a poner el pie en este lugar. Cuando queráis algo de mí, me encontraréis en mi casa.
Ya fuera de la ciudad, llegando a Solna, Per miró extrañado a un lado y a otro, acercando la cara a las orejas del caballo.
—¡Que me lleve el demonio si no estoy viendo visiones en pleno día! Oye, Mats, ¿no vislumbras algo rojo ahí delante?
Y sí que se veía algo rojo, sí. Después de arrear a Negrete, no tardaron en alcanzar al comerciante de caballerías, que en vano se había quedado esperando
a su comprador.
Pusieron así punto final al negocio y, tan orgulloso como el mismísimo comerciante Pål, enganchó Per los alazanes al trineo, ató detrás a Negrete y el
viaje a casa fue como una seda. Cuando entraron en la explanada, la mujer, que estaba en el porche, creyó que era su cuñado, que llegaba de la villa. Y,
al saber lo que había ocurrido, se entristeció un poco:
—¿No te lo dije yo, marido, que la gente se vuelve engreída en cuanto pone un pie en la ciudad?
Pero él estaba tan contento de verse de nuevo en casa que no oyó el parloteo de su mujer, y no menos contento estaba con sus alazanes, y la idea de que
Pål se hubiera llevado un revés lo ponía de buen humor, y así iba, rezongando como para sus adentros mientras llevaba a los alazanes al establo: bien merecido
lo tiene.
Pero Mats no estaba contento, pues un año era mucho tiempo, y bien sabía él que, cuando la leche empieza a cortarse, es cuestión de tiempo que se agrie.
Pål no fue a Spånga aquella Navidad, a pesar de que Per le había prometido ir a buscarlo con los alazanes: tenía muchísimo trabajo, según dijo.
Así que llegó la primavera y el grano crecía espléndido en el campo, pero, cuando se presentó el otoño, empezaron las lluvias en tiempos de cosecha. Llovió
día y noche, y el grano germinó en la espiga. La paja se pudrió y se arruinó la cosecha. Per tuvo que ir a la villa a vender los alazanes. Mas de poco
le valió porque, como no tenía paja, tuvo que vender también algunas reses. En todo caso, el criado volvió con los bueyes sin vender: el precio en la ciudad
era muy bajo, dado que todo aquel que había tenido una mala cosecha había llevado sus bueyes a vender. Per empezó a preocuparse, pues esperaba a Pål para
San Miguel. Por eso mandó que llevaran los bueyes a Dannemora, donde sabía que podrían venderse a mejor precio.
Llegó el 29 de septiembre, día de San Miguel. La mujer estaba delante de los fogones guisando salchichas. Mats se encontraba en el pabellón de invitados,
poniéndose sus mejores galas. Per no paraba de ir y venir y corría a la carretera presa del nerviosismo para ver si el criado no aparecía pronto con el
dinero, pues Pål no tardaría en presentarse y él debía tener encima de la mesa la cantidad acordada. Per, que había visto los trazos de la mala suerte
en lo que iba de año, tenía el vago presentimiento de que aquél no sería uno de sus días más felices. Hacía una mañana de otoño soleada, pero soplaba el
viento del norte, por lo que un lado de la casa estaba caldeado mientras que en el otro hacía frío, y así se sentía Per por dentro. Estaba convencido de
que el criado habría vendido los bueyes, pero le preocupaba su tardanza. No veía la hora de que llegara Pål para poder poner fin a aquella historia, pero
temía su llegada. Y así iba y venía por la carretera: cuando no miraba al norte, en busca del criado, miraba al sur, por si veía a Pål; cuando no le soplaba
el viento en la espalda, le soplaba en el pecho; cuando no le ardía el sol en el pecho, le ardía en la espalda. Por fin, a lo lejos, oye por el sur el
retumbar de un coche en el empedrado del puente, y luego se hizo el silencio unos minutos. Per se quedó inmóvil sin apartar la vista del lado por el que
quedaba la ciudad; se hizo sombra con la mano y oteó a lo lejos. Ya llegaba lo que él temía. Tenía que llegar. Vio la cabeza rojiza de dos caballos que
sobresalían y, detrás, se divisó enseguida el tejado de una casa en movimiento. Era Pål, que se acercaba en un coche tirado por los dos alazanes. ¡Ahora
tenía carruaje! Lo había ganado a costa de la mala cosecha; la hambruna le había devuelto los alazanes. Per sintió deseos de entrar en la casa y meter
la cabeza en la lumbre, pero Pål y sus mujeres ya lo habían visto y lo saludaban agitando el pañuelo. Per se quitó el gorro y entornó los ojos fingiendo
que le molestaba el sol. Mats se acercó a la carrera y abrió la puerta del coche. Como de costumbre, su madre estaba en el porche y, al ver el carruaje,
empezó a inclinar la cabeza respetuosamente. Entraron luego en la casa, donde la mujer de Per había estado horneando para agasajar a la visita. Y Pål habló
del estado de la carretera y de la última guerra. Y Per abordó la cuestión del diezmo eclesiástico. Su mujer habló de las salchichas que tenía en la cazuela
y de las ovejas, y Mats estaba a lo suyo con Karen, así que no salieron a relucir ni la mala cosecha ni los alazanes ni ningún otro asunto que enturbiara
la paz.
Después de comer, los hombres salieron a la explanada, pero Per no tenía ningún interés en enseñarle el cobertizo y el granero; y Pål se cuidó mucho de
hablar de los alazanes. Al final llegó el momento de aquella cosita que Per más temía. Fue Pål quien empezó:
—Bueno, Per, ¿estás listo para cerrar el trato? Los muchachos languidecen con la espera y el tiempo vuela.
Per volvió la vista al norte, como si allí pudiera encontrar la respuesta.
—Te quedarás a cenar, ¿verdad? —dijo—. Así podemos hablar luego tranquilamente.
—¿Es que no puedes poner tu parte? —dijo Pål—. Sería un gran perjuicio, porque ¡ahora tengo varias ofertas!
—¿No iba yo a poder? El talento que me tocó en suerte no se echa a perder tan pronto como otros, y aunque no me he enriquecido con la mala cosecha, tampoco
me he quedado pobre. Lo uno compensa lo otro.
—En ese caso, hermano, te agradecería que pusieras tu parte, porque querría volver a casa para cenar.
Per se puso nervioso.
—Después de la cena —respondió con calma—. Quien espera lo mucho espera lo poco y, si no ando muy equivocado, tampoco te va la vida en ello.
En ese preciso momento se oyeron cascos de caballo procedentes del norte. Per se sobresaltó y oteó a lo lejos. Allí venía el criado, a caballo, sin los
bueyes, señal de que con él venía también el dinero. En tono condescendiente, continuó:
—Pero, si tan apurado estás, hermano, pongo el dinero ahora mismo.
El criado ya estaba más cerca, pero no venía solo. Iba con él un hombre armado que sujetaba el extremo de una cuerda con la que había maniatado al servidor
de Per. Los caballos levantaron el polvo del camino pateando el suelo antes de detenerse. Per se quedó mudo.
—¡Alto ahí! —gritó el inspector—. El hacendado Per mandó a su criado a una venta ilícita en el campo. ¿Qué dice ante tal acusación?
—¿Dónde están mis bueyes? —preguntó Per.
—¡Confiscados! —respondió el inspector—. El próximo viaje, cuatrocientos marcos de multa. El siguiente, la muerte.
—¿Quién ha promulgado esa ley?
—¡El rey ha sido!
—Antes dictábamos las leyes nosotros mismos. ¿Cuándo renunciamos a ese derecho?
—Cuando lo decidieron el Consejo y los Señores.
—Nunca les encomendamos la misión de darle al rey permiso para robarnos los bueyes.
—Mide tus palabras, Per, ¡por Dios bendito! —le advirtió Pål.
—¡Mejor harás en callar! Sois tú y tus compinches quienes, desde la ciudad, redactáis leyes en vuestro beneficio. Así están las cosas. El rey necesita
dinero para hipódromos y arcos triunfales; él exprime al comerciante, y éste, al campesino. ¿Quién puede impedirme vender donde yo quiera?
—¡La ley! —respondió el inspector—. Pero deja de gruñir, suelta a tu criado y da de comer a mis caballos.
Per se puso fuera de sí. Echó a correr hacia la casa hecho una furia. Una vez dentro, cogió un rascador, barrió con él la mesa y tiró al suelo bandejas
y fuentes; abrió las ventanas, echó de allí a todos los que estaban dentro, rompió en pedazos bancos y mesas; un segundo estaba encima de la estufa y al
siguiente en lo alto de una viga; entretanto, no paraba de vociferar echando espuma por la boca; mordía trozos de vidrio, partía platos de estaño, pateaba
jarras y cuencos de mantequilla que rodaban por el suelo. Luego se plantó en la puerta y dijo a gritos:
—¡Fuera de aquí, malditos ladrones! Antaño era ley lo justo, ahora la injusticia es ley. Los ladrones dictan las leyes por las que se ha de regir la gente
honrada, y ahora es posible robar cumpliendo la ley. Tú, chamarilero de poca monta, que no eres capaz de crear nada de nada, pero comes mi pan, ¿sabes
que, al comerlo, estás en él? Y ¡así estarías sujeto al derecho de castigo corporal, y yo podría tener derecho a azotarte! ¡Tú, lacayo de ladrones, alto
cargo del monarca! ¿Qué haces tú por ese pan que comes? ¡Tomar nota, ya! Yo trabajo y tú tomas nota. ¡Todo lo anotáis! Si circulo por la carretera, si
hago un alto, si ato el caballo, si defiendo lo mío, si azoto a un granuja, ¡vosotros tomáis nota y yo por todo tengo que pagar! ¡Que Dios padre, la Virgen
María y todos los santos me conserven el juicio! Y ¡tú, coge tus caballos y a tus mujeres y llévatelas, Pål! Y ¡si asomas otra vez por mi territorio, acuérdate
de mis palabras! ¡Cómprate un yerno en la ciudad, que harás un buen negocio, si es que puedes endilgarle a tu hija a alguno de tus amigos! Me habéis hundido,
pero no pienso quedarme aquí hasta que me pudra, como dijo la vieja que se cayó en el cementerio. Y ¡amén! ¡Amén y gracias a Dios por todo lo bueno y todo
lo malo y amén en nombre de Jesús!
Pero Pål y sus mujeres ya habían entrado en el cobertizo y habían enganchado los caballos. Cuando cruzaron la verja, dijo Pål:
—¡Pobre Per, que ha perdido el juicio!
Pål y Per no volvieron a verse nunca más. Y Mats no llegó a casarse con Karen, y nadie lo pudo remediar, porque así eran las cosas, y nadie podía cambiarlas,
y aún hoy siguen como estaban.
 
 
Pål y Per.
August Strindberg.