Texto publicado por Daniel Ayala, El testigo

El arreglo personal era mi piedra de tropiezo. Relatado por Eileen Brumbaugh.

ME CRIÉ en un movimiento religioso muy semejante al de los amish y los menonitas: la Antigua Orden de Hermanos Bautistas Alemanes [conocidos también como dunkers]. Esta confesión tuvo su origen en 1708 en tierras germanas, en el marco de una corriente de avivamiento espiritual denominada pietismo, la cual —según indica The Encyclopedia of Religion— se distinguía por su “visión de la humanidad necesitada del evangelio de Cristo”. Fue este concepto lo que llevó a dicha orden a lanzar exitosas campañas misioneras en diversos países.
Así, en 1719 llegó a la actual región estadounidense de Pensilvania un grupo, encabezado por Alexander Mack, que ha ido dividiéndose desde entonces en varias iglesias, cada una con su propia interpretación de las doctrinas de Mack. Yo pertenecía a una muy pequeña, de solo unos cincuenta miembros, los cuales dábamos mucha importancia a la lectura de la Biblia y a la fiel observancia de los decretos eclesiásticos.
Mi familia se aferró a esta religión y a su modo de vida por al menos tres generaciones. En mi caso me bauticé a la edad de 13 años. Aprendí que estaba mal usar automóviles, tractores, teléfonos, radios y electrodomésticos en general. Las mujeres de la comunidad vestíamos con austeridad, no nos cortábamos el cabello y llevábamos siempre la cabeza cubierta, mientras que los hombres se dejaban la barba. En nuestra opinión, no ser parte del mundo exigía evitar la ropa moderna, el maquillaje y las joyas, pues los considerábamos muestras de soberbia.
También se nos inculcaba reverencia por la Biblia, que para nosotros era el alimento espiritual. Todas las mañanas, antes de desayunar, nos reuníamos en la sala y escuchábamos la lectura y los comentarios que hacía papá de un capítulo de las Santas Escrituras. Luego nos arrodillábamos mientras él oraba. Finalmente, mamá rezaba el padrenuestro. Yo siempre esperaba con muchas ganas estas ocasiones, pues toda la familia se juntaba para meditar sobre asuntos espirituales.
Vivíamos en una finca cerca de Delphi (Indiana), donde cultivábamos productos agrícolas que luego cargábamos en un carruaje tirado por un solo caballo para venderlos en la ciudad, tanto por las calles como de casa en casa. Creíamos que el trabajo laborioso era parte del servicio a Dios, así que nos centrábamos en él, salvo el domingo, día en que no podíamos hacer ninguna “obra servil”. Sin embargo, a veces la granja nos consumía tanto tiempo que era difícil guardar dicho precepto.
Me caso y tengo hijos
En 1963, a la edad de 17 años, me casé con James, miembro de mi misma religión, a la que pertenecía su familia desde el tiempo de sus bisabuelos. Los dos éramos muy devotos y creíamos ser parte de la única iglesia verdadera.
Para el año 1975 ya teníamos seis hijos, y en 1983 nos nació el séptimo y último. Solo tuve una niña, Rebecca, quien nació en el segundo parto. Trabajábamos mucho, gastábamos poco y llevábamos una vida sencilla. Procurábamos educar a los chicos según los mismos principios bíblicos que habíamos aprendido de nuestros padres y de otros miembros de la iglesia.
Nuestra religión daba mucha importancia al aspecto exterior. Creíamos que, como es imposible leer el corazón de la gente, su forma de arreglarse revelaba lo que había en su interior. Así, veíamos como indicación de orgullo esponjarse mucho el cabello o usar estampados muy grandes en nuestros sencillos vestidos. A veces, hasta las propias Escrituras quedaban opacadas por estas cuestiones.
Una experiencia carcelaria
A finales de los años sesenta, mi cuñado Jesse, que también se había criado en nuestra religión, terminó en la cárcel por negarse a servir en el Ejército. En tales circunstancias conoció a los testigos de Jehová, quienes también opinan que ir a la guerra no es compatible con los principios bíblicos (Isaías 2:4; Mateo 26:52). Tuvo muchas conversaciones bíblicas con ellos y vio de cerca sus buenas cualidades. Tras estudiar las Escrituras a fondo, se bautizó como Testigo, lo cual nos desagradó sobremanera.
Jesse habló con mi esposo de lo que había aprendido y se encargó de que recibiera periódicamente las revistas La Atalaya y ¡Despertad! Su lectura aumentó el interés de James por la Biblia. Le atraía de manera especial todo lo que le ayudara a acercarse a Dios, pues aunque siempre había querido servirle, se sentía alejado de él.
Los miembros del consejo de ancianos nos animaron a leer revistas religiosas de otras facciones de la Antigua Orden, de los amish o de los menonitas, a pesar de que a todas estas confesiones las considerábamos parte del mundo. Mi padre tenía muchos prejuicios contra los Testigos y opinaba que nunca debíamos leer La Atalaya o ¡Despertad! Así que cuando veía a James con ellas, me sobresaltaba, pues pensaba que acabaría adoptando alguna doctrina falsa.
Lo cierto es que James llevaba tiempo cuestionándose algunas enseñanzas que le parecían antibíblicas, particularmente que fuera pecado realizar cualquier “obra servil” en domingo. Por ejemplo, la Antigua Orden enseñaba que ese día era lícito abrevar el ganado, pero no arrancar yerbajos, y los ancianos de la iglesia eran incapaces de mostrarle la base bíblica de dicha regla. A mí también me fueron entrando dudas sobre tales doctrinas.
Dado que por años habíamos creído estar en la iglesia de Dios y sabíamos lo que nos esperaba si la abandonábamos, se nos hizo difícil romper con ella. Con todo, la conciencia ya no nos dejaba seguir en una religión que no nos parecía totalmente fiel a la Biblia, de modo que en 1983 redactamos una carta donde exponíamos los motivos para irnos y pedimos que se leyera a la congregación. Como consecuencia, nos excomulgaron.
En busca de la religión verdadera
A partir de entonces buscamos la religión verdadera. Tenía que ser una confesión cuyos miembros tuvieran un comportamiento coherente con el que predicaban. En primer lugar, descartamos las iglesias que participaban en la guerra. Nos seguían atrayendo las religiones “sencillas”, pues creíamos que la austeridad en la indumentaria y otros aspectos de la vida probaba que no eran parte del mundo. Así, entre 1983 y 1985 dedicamos tiempo a viajar por el país examinando una religión tras otra: menonitas, cuáqueros y otras iglesias “sencillas”.
Durante aquel período, los testigos de Jehová nos visitaron varias veces en nuestra granja, situada cerca de Camden (Indiana). Aunque los escuchábamos, les pedíamos que leyeran siempre las citas bíblicas de la King James Version (Versión del Rey Jacobo). Yo los respetaba por su postura ante los conflictos bélicos, pero me costaba escucharles porque no veían la necesidad de vestir con austeridad para diferenciarse del mundo y, por tanto, no encuadraban en mi concepto de religión verdadera. Me parecía que era el orgullo lo que llevaba a la gente a vestir diferente de nosotros, y que las posesiones fomentaban la soberbia.
Me disgusté mucho cuando James comenzó a asistir al Salón del Reino con algunos de los niños. Él me invitaba a acompañarle, pero yo no quería. Un día me dijo: “Aunque no concuerdes con todas sus ideas, ven a ver por ti misma la forma que tienen de tratarse”, pues los admiraba por ello.
Finalmente accedí, pero con mucha cautela. Entré al salón con mi austero vestido y mi cofia (gorro), y algunos de mis hijos iban descalzos y vestidos también con ropa sencilla. Aun así, los Testigos fueron a saludarnos y nos trataron con cariño. “Somos diferentes —pensé—, y con todo, nos aceptan.”
Aunque me impresionó su afectuosidad, decidí limitarme a observar, al grado de no ponerme en pie cuando lo hacían y ni siquiera entonar sus cánticos. Al terminar las reuniones, los acosaba a preguntas sobre lo que a mi juicio no hacían bien o sobre el sentido de ciertos pasajes bíblicos. Pese a que no les hablé con demasiado tacto, todos aquellos a quienes les formulé preguntas se interesaron de corazón en mí. También me sorprendió ver que si planteaba la misma cuestión a diversas personas, recibía siempre contestaciones semejantes. A veces me ponían por escrito la respuesta, lo que me resultaba muy útil, pues podía repasarla más tarde.
En el verano de 1985 asistimos en calidad de observadores a una asamblea de los testigos de Jehová celebrada en Memphis (Tennessee). James todavía tenía barba, y todos aún llevábamos ropa austera. En los descansos del programa apenas hubo un momento en que no viniera alguien a charlar con nosotros. Nos encantó recibir tantas muestras de cariño, interés y hospitalidad. También nos impresionó su unidad, pues las doctrinas eran siempre las mismas sin importar la localidad donde se celebrara la reunión.
Conmovido por el interés que nos demostraron los Testigos, James aceptó estudiar con ellos la Biblia, examinando todo con cuidado para cerciorarse bien (Hechos 17:11; 1 Tesalonicenses 5:21). Finalmente se dio cuenta de que había encontrado la verdad. Yo, sin embargo, estaba dividida en mi interior, pues al tiempo que quería hacer lo que era justo, no deseaba “modernizarme” ni parecer “mundana”. Al final acepté sentarme con ellos en las sesiones de estudio bíblico, pero con la King James Version en una rodilla y la Traducción del Nuevo Mundo (más moderna) en la otra, comparando todos los versículos en ambas para asegurarme de que no me engañaran.
Cómo me convencí
Al estudiar con los Testigos, aprendimos que nuestro Padre celestial es un solo Dios, no tres personas en una, y que nosotros no tenemos un alma inmortal, sino que somos almas (Génesis 2:7; Deuteronomio 6:4; Ezequiel 18:4; 1 Corintios 8:5, 6). También descubrimos que el infierno no es un lugar de tormento con fuego, sino la sepultura común de la humanidad (Job 14:13; Salmo 16:10; Eclesiastés 9:5, 10; Hechos 2:31). Llegar a conocer la verdad sobre el infierno fue todo un hito, pues en mi anterior religión nadie se ponía de acuerdo sobre su significado.
Pero seguía dudando que los Testigos fueran la religión verdadera, pues como no llevaban la vida “sencilla” que yo consideraba imprescindible, los veía como parte del mundo. Al mismo tiempo no podía negar que obedecían el mandato de Jesús de predicar las buenas nuevas del Reino a todas las personas, así que me sentía muy confundida (Mateo 24:14; 28:19, 20).
En esta etapa trascendental fue el amor de los Testigos lo que me ayudó a proseguir la investigación. La congregación entera se volcó con mi familia. Gracias a las visitas que nos hicieron varios hermanos —a veces con la excusa de comprarnos leche y huevos—, pudimos constatar que eran buena gente. En vez de evitar la casa porque ya estudiábamos con un Testigo, cada vez que algún miembro de la congregación pasaba por allí, se acercaba a vernos. Necesitábamos imperiosamente tales visitas, gracias a las cuales pudimos conocerlos y comprobar que se interesaban en nosotros y nos querían de verdad.
Los de la congregación local no eran los únicos que nos trataban así. Cuando me debatía en la duda de cuál era el arreglo personal apropiado, vino a visitarme Kay Briggs, Testigo de una congregación cercana, la cual prefería, a título individual, vestir con sencillez y no usar maquillaje. Me sentí a gusto con ella, lo que me permitió conversar con libertad. En otra ocasión vino a verme el hermano Lewis Flora, quien también se había criado en una religión que abogaba por la “sencillez”. Él me leyó en el rostro el debate interno que tenía, y me envió una carta de diez páginas a fin de tranquilizarme. Lloré conmovida por su amabilidad. He leído su carta en multitud de ocasiones.
A un superintendente viajante, el hermano O’Dell, le pedí que me explicara Isaías 3:18-23 y 1 Pedro 3:3, 4. Le dije: “¿No muestran estos versículos que para agradar a Dios hay que llevar ropa sencilla?”. Pero él razonó así: “¿Hay algo malo en utilizar cofia? ¿Es un pecado trenzarse el cabello?”. En la Antigua Orden hacíamos trenzas a las niñas, y las mujeres llevábamos cofias, así que percibí la incoherencia. Quedé impresionada con la paciencia y bondad del superintendente.
Poco a poco me fui convenciendo, aunque seguía inquietándome un asunto: el que las mujeres se cortaran el cabello. Los ancianos cristianos razonaron conmigo que a unas mujeres les crece más largo que a otras. ¿Son por ello mejores? También me ayudaron a entender el papel que desempeña la conciencia en materia de arreglo personal y me dieron información escrita para que la leyera en casa.
Obramos en consecuencia
Buscábamos buenos frutos, y los habíamos encontrado. Jesús dijo: “En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí” (Juan 13:35). Habíamos quedado convencidos de que los testigos de Jehová demuestran amor verdadero. Con todo, no dejó de ser una etapa confusa para nuestros dos hijos mayores, Nathan y Rebecca, pues ya habían aceptado la religión de la Antigua Orden y se habían bautizado como miembros de ella. Pero al final les llegaron al corazón las verdades bíblicas que les explicamos y el amor que vieron entre los Testigos.
Rebecca, por ejemplo, siempre había querido tener una relación estrecha con Dios. Pues bien, se le hizo más fácil orarle al aprender que no predestina la conducta de las personas ni su futuro. También se sintió más allegada a él al comprender que no era parte de una misteriosa Trinidad, sino una persona real a la que podía imitar (Efesios 5:1). Y le encantó no tener que dirigirse a Dios con los términos religiosos arcaicos de su Biblia. Al aprender sus requisitos sobre la oración, así como su gran propósito de que los seres humanos vivan eternamente en un paraíso terrenal, se sintió más cerca que nunca del Creador (Salmo 37:29; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4).
Nuestros privilegios
James y yo, así como nuestros cinco hijos mayores —Nathan, Rebecca, George, Daniel y John— nos bautizamos como testigos de Jehová en el verano de 1987. Harley lo hizo más tarde, en 1989, y Simon en 1994. Toda nuestra familia participa con celo en la labor que Cristo encomendó a sus siervos, a saber, proclamar las buenas nuevas del Reino de Dios.
Los cinco varones mayores —Nathan, George, Daniel, John y Harley—, así como nuestra hija Rebecca, han servido algún tiempo en la sucursal estadounidense de los testigos de Jehová. George aún sigue allí (lleva catorce años), y Simon, que concluyó sus estudios en 2001, trabaja en esas instalaciones desde hace poco. Todos nuestros hijos son ancianos o siervos ministeriales en alguna congregación de los testigos de Jehová. Mi esposo es anciano en la congregación de Thayer (Misuri), y yo estoy muy ocupada en el ministerio.
Tenemos ya tres nietos —Jessica, Latisha y Caleb— y nos complace ver que sus padres están inculcando el amor a Jehová en sus corazoncitos. En nuestra familia, todos nos alegramos de que Jehová nos atrajera a él y nos ayudara a identificar al pueblo que lleva su nombre por la cualidad que lo distingue: el amor cristiano.
Comprendemos muy bien a quienes anhelan agradar a Dios pero tienen la conciencia moldeada más por su entorno que por la Biblia. Esperamos que lleguen a disfrutar del gozo que ahora sentimos al ir de casa en casa, pero no vendiendo productos agrícolas, sino anunciando el mensaje del Reino de Dios y las maravillas que realizará. Se me llenan los ojos de lágrimas al recordar con gratitud la paciencia y el amor que nos mostró el pueblo que porta el nombre de Jehová.
[Ilustraciones de la página 19]
Cuando tenía unos siete años, y luego ya de adulta
[Ilustración de la página 20]
James, George, Harley y Simon vestidos con ropa austera
[Ilustración de la página 21]
En un periódico local aparecí fotografiada llevando productos agrícolas al mercado
[Reconocimiento]
Journal and Courier (Lafayette, Indiana)
[Ilustración de la página 23]
Nuestra familia en la actualidad

Fuente de consulta:
jw.org