Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Solo le faltan los pies.

Chester Himes.
Sólo le faltan los pies.
 
Ward iba por la acera en Roma, Georgia, cuando se cruzó con una mujer blanca y dos hombres blancos. Se bajó de la acera para dejarlos pasar.
 
A pesar de ello, el hombre blanco tropezó con él y luego se volvió para decirle:
 
—¿Qué te pasa, sucio negro?, ¿necesitas toda la calle para ti?
 
—¡Oh, excusen, señores! —comenzó Ward; pero el hombre blanco le dio un empujón.
 
—Venga, lárgate, sucio negro, no vayas a meterte en un lío.
 
—Sí, señor Hitler —farfulló sordamente Ward y siguió su camino. Pero el hombre blanco dio media vuelta, le agarró y le hizo volverse de frente hacia él.
 
—¿Qué acabas de decir, negro estúpido?
 
—No he dicho nada —respondió Ward—. Solamente insultaba a Hitler.
 
—Eres un maldito embustero —contestó el hombre blanco enfurecido—. Me has llamado Hitler y yo no admito eso a nadie.
 
Entonces, abofeteó a Ward que, a su vez, le devolvió el golpe.
 
El otro hombre blanco se lanzó en su auxilio y Ward sacó su cuchillo. La mujer gritó y Ward hirió ligeramente al hombre blanco en el brazo. El otro blanco
le agarró por detrás; Ward se inclinó hacia adelante y, girando sobre sí mismo, le mandó a paseo. Su primer adversario volvió a la carga y le largó una
patada en el vientre. Ward le colocó el cuchillo en el cuello. La mujer continuaba gritando y, finalmente, otros blancos acudieron y redujeron a Ward.
 
Llegó por fin un agente de policía, pero la muchedumbre era ya demasiado densa para que pudiera dominarla. Hizo lo que le pareció y dijo:
 
—No lo linchéis aquí, sacarlo de la ciudad.
 
Pero la gente no tenía ganas de lincharlo. Las heridas de las víctimas eran ligeras y lo único que pretendían era darle una lección. Un hombre que tenía
una cartilla de racionamiento trajo gasolina y le regaron con ella los pies; le ataron los brazos a la espalda, le prendieron fuego a las piernas y lo
soltaron. Comenzó a correr por las calles, los pies en llamas hasta que sus zapatos ardieron completamente; sus pies se habían hinchado el doble de su
tamaño y estaban cubiertos de ampollas negruzcas. Encontró un camión refrigerador, trepó a él trabajosamente, sumergió sus pies en el hielo y se desmayó.
 
En toda la calle la gente se reía.
 
Quince días más tarde, vino un médico a la prisión municipal donde Ward cumplía una condena de noventa días por agresión a mano armada —una pena muy leve,
según declaró el juez— y le amputó los dos pies.
 
Ward tenía un hermano en la Marina y otro en el Ejército; tenía también un cuñado que trabajaba en la industria de la Defensa Nacional en Chicago. Reunieron
dinero y le enviaron el suficiente para que se fuera a Chicago al salir de la cárcel.
 
Cuando lo liberaron, gentes caritativas de la Iglesia le dieron unas muletas y cuando aprendió un poco a utilizarlas, tomó el tren para Chicago. Allí su
hermana le envió el dinero necesario para comprarse rodilleras de cuero. Encontró un trabajo de limpiabotas. En resumen, todo le iba bien.
 
Había comprado tres bonos de la Defensa Nacional de veinticinco dólares y estaba ahorrando para comprarse el cuarto.
 
Aquella semana ponían la película «Bataam» en un cine del centro de la ciudad y, una tarde, Ward dejó temprano su trabajo para ir a verla. Había oído hablar
de ese negro, mister Spencer, que hacía el papel de soldado y quería ver por sí mismo que tal era. Se sentó en el primer asiento de la fila para no molestar
a nadie y deslizó las muletas bajo el asiento. Era una buena película y le gustó mucho. Mostraba lo que un hombre de color puede hacer si realiza el esfuerzo
necesario; pensaba: ahí está Mr. Spencer que hace el papel como un verdadero soldado y se desenvuelve tan bien como los blancos.
 
Los espectadores se levantaron de un salto y comenzaron a aplaudir. Ward no se levantó.
 
Un blanco alto y fuerte que estaba detrás de él, se inclinó y le golpeó en la cabeza.
 
—¡Levántate, tío! —gruñó—, ¿qué te pasa?, ¿no reconoces el himno nacional cuando lo oyes?
 
—No puedo levantarme —respondió Ward.
 
—¿Y por qué no puedes?
 
—No tengo pies —le dijo Ward.
 
Durante un momento el blanco se quedó allí, de pie, invadido por un furor reconcentrado, luego retrocedió y golpeó a Ward en un lado de la cabeza.
 
Ward se derrumbó hacia adelante, entre las dos filas de butacas; el hombre blanco se volvió y corrió hacia la salida. Un agente que estaba en el local
y había sido testigo del incidente, atrapó al blanco cuando salía a la calle.
 
—Queda detenido. ¿Qué ha pasado aquí?
 
—No he podido evitarlo —farfulló el hombre blanco, el rostro inundado de lágrimas—. No os comprendo a vosotros, los de Chicago, yo soy de Arkansas y no
podía soportar el ver a ese cochino negro sentado mientras tocaban el himno nacional, ¡da igual si no tiene pies!
 
 
Sólo le faltan los pies.
Chester Himes.